Filosofía y educación

¿Con qué reemplazaremos la hipocresía?

por C.S. Lewis

No hay duda de que la hipocresía es algo horrible, y mientras más moralista, peor. Evitar a un individuo porque es pobre, o feo o tonto puede ser reprobable; pero evitarlo porque es malvado -con la inevitable implicancia de que uno no lo es, al menos en ciertos aspectos- es peligroso y repugnante. Podríamos desarrollar este tema latamente y sin ningún esfuerzo. Suficiente, satisfecho de sí, farisaico, victoriano, parábola del fariseo y del publicano… No cuesta nada escribir. En verdad, lo que cuesta es dominar la pluma.

Pero el punto es qué vamos a poner en lugar de la hipocresía. Desde hace mucho tiempo se nos ha dicho que los vicios privados producen beneficios públicos. Lo cual quiere decir que, cuando uno suprime un vicio, hay que poner una virtud en su lugar, una que produzca los mismos beneficios públicos. No basta con suprimir la hipocresía y detenerse ahí.

Estas reflexiones surgieron de una de esas conversaciones que se suele tener. Supongamos que alguien me cuenta que ha almorzado con un señor a quien llamaremos Cleon. Mi informante es un hombre honesto y de buena voluntad. Cleon es un periodista malvado, alguien que, por dinero, difunde falsedades calculadas para producir envidia, odio, desconfianza y confusión. Al menos eso es lo que Cleon me parece ser: yo mismo lo he sorprendido mintiendo. Pero, para los efectos de esta argumentación, no tiene importancia la opinión que yo tenga de Cleon. Lo que importa es que mi amigo coincide con ella. Precisamente el objeto de decirme que había almorzado con él es que deseaba darme un ejemplo, más detestable que lo normal, de la falsedad de Cleon.

Esa es, pues, la situación en que quedamos una vez que nos hemos liberado de la hipocresía. Mi amigo piensa que Cleon es más falso que el demonio; sin embargo, se reúne con él a almorzar en términos perfectamente amigables. En una sociedad hipócrita u orgullosa de su moralidad, Cleon ocuparía el mismo lugar que cualquier prostituta. Sus contactos sociales comprenderían sólo clientes, colegas, visitadores sociales, y policías. En verdad, en una sociedad que fuera tan racional como hipócrita (si es que pudiera darse tal combinación), Cleon estaría catalogado mucho peor que una prostituta. La virginidad intelectual que él pone a la venta es un tesoro mucho mayor que la virginidad física. Cleon proporciona a sus clientes un placer mucho más degradante que la prostituta, y los infecta con enfermedades mucho más graves. Con todo, ninguno de nosotros vacila en comer con él, en beber con él, bromear con él, estrecharle la mano y, lo que es todavía peor, muy pocos de entre nosotros se abstienen de leer lo que escribe.

Difícilmente se podría argüír que esta permisividad brota de un repentino aumento de nuestra caridad. No nos relacionamos con Cleon como podría hacerlo un monje o un clérigo misionero o un miembro del Ejército de Salvación con una prostituta. No se trata de que nuestro amor cristiano por el villano haya logrado vencer nuestro odio a la villanía. Ni siquiera hacemos como que amamos al villano: jamás he oído a nadie hablar bien de Cleon. En cuanto a la villanía, aunque no la amamos, la tomamos como algo natural y no nos causa sino una risa tolerante o un encogimiento de hombros. Hemos perdido la inapreciable cualidad de escandalizarnos -una facultad que, hasta aquí, había servido para distinguir al Hombre o la Mujer de la bestia o del niño. En resumen: no nos hemos elevado por sobre la hipocresía, sino que nos hemos hundido por debajo de ella.

El resultado es que las cosas resultan demasiado fáciles para Cleon. Incluso en ocasiones en que las recompensas de la deshonestidad se presentan estrictamente como una alternativa a las de la honestidad, ciertos hombres eligen las primeras. Pero Cleon ha descubierto que puede tenerlas a ambas. Puede disfrutar de la sensación de un secreto poderío y de las dulzuras de un complejo de inferioridad perpetuamente gratificado, pudiendo, al mismo tiempo, acceder a la sociedad decente. ¿Qué se puede esperar, en tales condiciones, sino un aumento en el número de Cleones? Y ello ha de acarrear nuestra ruina. Si es que seguimos siendo una democracia, ellos se encargarán de hacer imposible la formación de una opinión pública saludable. Si -Dios no lo permita- se cumple en nosotros la amenaza totalitaria, ellos se convertirán en los instrumentos más crueles y sucios del gobierno.

Sugiero, por lo tanto, que regresemos al viejo e hipócrita hábito de evitar la compañía de tales individuos. Y no estoy totalmente convencido de que vayamos a ser hipócritas por hacerlo. La acusación que se nos puede formular -Cleon mismo la hará muy bien, posiblemente la semana próxima- es que, al esquivar a un individuo debido a sus vicios, estaremos sugiriendo que nosotros somos mejores que él. Lo cual suena terrible: pero ¿no será ello un simple fantasma de comedia?

Si me encuentro en secreto con un amigo que es borracho y lo conduzco hasta su casa, estoy implicando, con el mero hecho de llevarlo a su casa, que yo estoy sobrio. Si me apuran, diré que esto implica que creo ser, en aquel momento y respecto de esa situación, «mejor» que él. Hágame Ud. la crítica que quiera, pero el hecho puro y simple es que yo puedo caminar en línea recta y él no. No estoy en absoluto diciendo que, en general, yo soy un mejor hombre que él. Otro ejemplo: en un pleito ante los tribunales, yo sostengo que tengo la razón, y que el otro no. O sea, alego esta superioridad específica sobre él. No vendría en absoluto al caso recordarme que él tiene cualidades como valentía, buen carácter, generosidad y otras cosas. Puede que sea así, y yo jamás lo negaría. Pero la discusión se refiere a los títulos de dominio de un predio o al daño causado por una vaca.

Ahora bien, me parece que podemos (y deberíamos) expulsar a Cleon de todo club y evitar su compañía y boicotear su periódico, sin que esto implique en lo más mínimo que nos sentimos superiores a él. Sabemos perfectamente que él puede resultar ser, al fin de cuentas, mejor hombre que nosotros. Ignoramos las etapas que lo llevaron a ser lo que es, o cuán duramente puede haber luchado para tratar de ser algo mejor. Quizás una mala herencia… impopularidad en el colegio… complejos… un historial desgraciado en la última guerra, que todavía lo atormenta en sus noches de insomnio… un matrimonio desgraciado. ¿Quién sabe? Quizá tuvo convicciones políticas sólidas y sinceras que lo llevaron a desear intensamente que sus opiniones prevalecieran, y esto le enseñó a mentir por una causa que le parecía buena, y luego, poco a poco, la mentira llegó a convertirse en su profesión. Dios es testigo de que no queremos sugerir que, puestos en el lugar de Cleon, nosotros habríamos actuado mejor. Pero, por ahora, como quiera que haya sido su historia -y gritemos non nobis tan fuerte que se levante el techo-, ocurre que no somos mentirosos profesionales como él. Puede que tengamos mil vicios de los que él está libre. Pero en ese punto específico, somos, si Ud. insiste en que lo digamos, «mejores» que él.

Y esa acción específica que él lleva a cabo y que nosotros no, está envenenando al país entero. Evitar el envenenamiento es una necesidad urgente. No es algo que pueda ser evitado por ley, en parte porque no deseamos que la ley tenga demasiado poder en lo relativo a la libertad de expresión, y en parte, quizá, por otro motivo: el único camino seguro para silenciar a Cleon es desacreditarlo. Y eso, que no se puede hacer -no debiera poder hacerse- por ley, sí puede ser hecho por la opinión pública. Se puede crear un «cordón sanitario» alrededor de Cleon. Si nadie, excepto los que se le parecen, lee el periódico de Cleon, ni lo trata en términos sociales, su comercio se verá prontamente reducido a proporciones inofensivas.

Abstenerse de leer -y con mayor razón, de comprar- un diario que uno ha sorprendido mintiendo, parece una forma muy moderada de asceticismo. Sin embargo, ¡cuán pocos lo practican! A cada rato me topo con gentes que sostiene en sus manos el inmundo diario de Cleon. Claro: admiten que el tipo es un bribón, pero «hay que mantenerse al día, hay que saber lo que se dice». Esa es una de las maneras en que Cleon nos vende su pomada. Es una falacia. Si sentimos el deber de averiguar lo que los malvados escriben, para lo cual tenemos que comprar sus diarios, lo cual permite a esos diarios sobrevivir, ¿habrá alguien que no se dé cuenta que esta supuesta necesidad de contemplar el mal es lo que permite al mal existir? Puede que, en general, sea peligroso ignorar el mal, pero no si el mal es de aquéllos que desaparecen cuando se los ignora.

Pero, me dirán Uds., aún si nosotros lo ignoramos, habrá otros que no lo harán. Los lectores de Cleon no son todos honestos a medias, como los que he descrito. Algunos son tan bellacos como él mismo. La verdad no les interesa. Así es. Pero no estoy seguro de que el número de bellacos de tomo y lomo sea tan grande como para permitirle a Cleon mantenerse a flote. En estos tiempos «tolerantes», Cleon tiene el apoyo y comprensión no sólo de los bellacos sino también de miles de individuos honestos. ¿Acaso no valdría la pena tratar de aislarlo a él y a los bribones? Podríamos tratar de hacerlo durante cinco años. Que se lo evite durante cinco años. Dudo mucho que, al cabo de ese tiempo, se encuentre todavía tan rampante como hoy. ¿Y por qué no comenzar hoy mismo, cancelando la subscripción a su periódico?

Traducido por Agusto Merino Medina

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