Filosofía y educación

Entorno al tema de la verdad*

*Pieper, Josef; ANTOLOGIA; Herder; Barcelona, 1984, Páginas 97 a 115.

Índice:

30        Concupiscencia de los ojos

Las dos facetas de la «verdad»

31        Realidad y espíritu reconocedor

32        Inteligibilidad ininteligible

33        ¿»Verdad de las cosas»?

34        Las cosas son cognoscibles por estar creadas

35        Las cosas son insondables por estar creadas

36        Filosofía negativa, teología negativa

37        «Experiencia»

30        Concupiscencia de los ojos

Para dos aspectos particulares de la templanza y la moderación, bien notorios y evidentes en la antigua doctrina de la vida, faltan en nuestra lengua actual términos apropiados. ¿Qué nos dan a entender las voces latinas studiositas y curiositas?  El diccionario nos brinda, por supuesto, una traducción: «afán de instruirse» o «celo de aprender» para la primera y «curiosidad» para la segunda.  Pero el contenido de tales conceptos se ve entonces vaciado de su parte más entrañable.  Por otro lado, subsiste el peligro de dar a esas acepciones un carácter trivial, reduciéndolas a las cualidades del «alumno modelo» o al defectillo de «la vecina de enfrente».

Studiositas y curiositas  denotan disciplina e indisciplina del anhelo natural de conocer; disciplina e indisciplina, sobre todo, del deseo de percepción sensual de la diversidad sensible del mundo; disciplina e indisciplina del «ansia de conocer y experimentar», como dice Agustín (experiendi noscendique libido).

La frase relativa a la sabiduría «que pone fronteras al conocimiento» procede de Nietzsche.  Por tales palabras pudo haber entendido que aun esa excelsa cualidad de la esencia humana, el deseo de conocer, precisa de una sabiduría que le ponga límites, «para que el hombre no persiga contra toda medida el conocimiento de las cosas».  Mas ¿en qué estriba esa desmesura, ese «contra toda medida»? (97)

La indisciplina propia del afán de conocer lleva el nombre de «concupiscencia de los ojos».  Sólo a través de una espesa broza de falsas interpretaciones acabamos por captar, guiados por Agustín y Tomás, el genuino significado de esa expresión bíblica que, como se verá, toca muy de cerca al hombre de nuestro tiempo.

Hay un deseo de ver que pervierte la finalidad original de la vista y siembra el desorden en el hombre mismo. La meta de la visión es percibir la realidad. La «concupiscencia de los ojos» no aspira a percibir la realidad, sino simplemente a ver.  Del «goce del paladar» dice Agustín que no se relaciona con el hecho de saciar el hambre, sino con el saborear y el comer; igual sucede con la curiositas  en lo referente a la vista.  «Esta visión no se preocupa de comprender y saber la verdad de las cosas, sino sólo de las posibilidades de abandonarse al mundo», escribe Heidegger en su libro Ser y tiempo.

La corrupción del deseo natural de ver, que transforma éste en curiositas, puede por tanto ir mucho más lejos que un inocente trastorno en la «superficie» del ser humano.  Puede llegar a convertirse en signo de un total desarraigo.  Ello significaría que un hombre ha perdido la facultad de vivir dentro de sí; que, huyendo de sí mismo, hastiado y aburrido del vacío de un interior asolado por la desesperación, busca de mil vanas maneras con egoísta desasosiego lo que sólo podría encontrar en la rozagante calma de un corazón pronto al sacrificio y, por ende, en perfecta posesión de sí: la plenitud de la existencia.   Al no vivir ya de veras por haberse separado de la fuente íntima de su ser, busca en la «curiosidad para la que nada permanece cerrado», (98) sigue diciendo Heidegger, «el aval de una presuntamente auténtica «vida viva»».

No es casual que la Sagrada Escritura cuente la «concupiscencia de los ojos» entre las tres fuerzas constitutivas de ese «mundo» que «yace en poder del Maligno» (Jn 2,16; 5,19).

La «concupiscencia de los ojos» llega a su máxima capacidad de destrucción y desarraigo cuando logra fabricarse un mundo a su imagen y semejanza, cuando se arroja de lleno en el frenesí de un interminable desfile de cosas tan espectaculares como fútiles y se rodea del ruido literalmente ensordecedor de lo que no son sino impresiones y sensaciones cuya incesante vocinglería retumba frente a todas las ventanas de los sentidos. Trátase de un «mundo» de pomposas fachadas de cartón, detrás de las cuales mora la nada absoluta; un mundo de formas efímeras que en menos de un cuarto de hora se tornan insípidas y sin interés, como un periódico ya leído o una revista ya hojeada; un mundo que, a los ojos perspicaces de un espíritu sano e inmune a su contagio, aparece como el «barrio alegre» de una ciudad cosmopolita en el austero alborear de una mañana de invierno: desesperadamente solitario, mustio y espectral.

Lo destructivo de tal desorden, nacido de una pasión desenfrenada y configurado por ella, consiste en que sofoca la ingénita aptitud del hombre para percibir lo real; en que, aparte de incapacitar al hombre para entrar dentro de sí, le impide también el acceso a la realidad y a la verdad.

Cuando ese mundo engañoso amenaza con echar un velo y prevalecer sobre la verdad de las cosas, el cultivo del propio anhelo natural de ver adquiere el carácter de una medida de autoprotección y defensa. (99)  Y entonces studiositas  significa que el hombre se opone con toda la fuerza de su altruismo autoconservador a la ya casi inevitable tentación del desenfreno; significa que cierra herméticamente las compuertas más íntimas de su vida para impedirle la entrada a esa importuna y tumultuosa horda de apariencias de imágenes vacías y ruidos hueros. Sólo así mediante esta ascética del conocimiento puede el hombre preservar o recobrar lo que constituye su existencia viva; sólo así es capaz de percibir la realidad de Dios y de la creación, y, partiendo de esa verdad que únicamente se revela en el silencio configurarse a sí mismo y configurar el mundo.

Las dos facetas de la «verdad»

31        Realidad y espíritu reconocedor

«Realidad» es todo lo que se ofrece al conocimiento sensitivo e intelectual, todo cuando posee una esencia independiente del pensar.  «Real» es, en este sentido, lo que «se opone» al pensamiento. Aquí se revela y confirma el significado etimológico de la palabra objeto (ob-iectum).  No real es lo meramente pensado (que en el acto de pensarse adquiere a su vez realidad); la Escolástica dio a esto el nombre de ens rationis  ente de razón.  La realidad (en su acepción latina de realis) es la suma de todo cuanto tiene una esencia independiente del pensamiento.  Cuando Tomás quiere designar esta realidad   no su plenitud de contenido, sino su objetividad previa a todo conocimiento, la llama res según Theodor Haecker, «vocablo clave de la lengua latina, legado por Roma al mundo entero»).

La relación mútua entre el espíritu y esa realidad objetiva tiene tres nombres: vista desde el espíritu se llama «conocer» (conocimiento en proceso), vista desde la realidad es «lo conocido» (conocimiento consumado), (101) y considerada simultáneamente desde ambas perspectivas se la denomina «verdad».

«Los seres que conocen se diferencian de los que no conocen en que estos últimos no tienen más que su propia forma; el ser cognoscente, en cambio, es capaz de tener también la forma de otro ser. . .   Por eso dice el filósofo que el alma en cierta manera lo es todo.»

Tener  una forma significa ser algo determinado.  Cada cosa es lo que es por la «forma» que tiene. Conocer, por tanto, quiere decir tener las formas de otras cosas, ser lo otro, identificarse con lo otro: serlo todo. «Por eso dice el filósofo que el alma. . . lo es todo.» Connaitre  c’est  devenir un autre.

Hay que distinguir entre el conocimiento como proceso (algo en curso, algo que está sucediendo) y el conocimiento como hecho o «ente»  acabado.

El primer tipo de conocimiento es un suceso a la vez activo y pasivo.  Suceso activo: captación de la esencia íntima e inteligible de las cosas desprendiéndolas de su envoltura material y sensible; espontánea irrupción del intelecto o espíritu cognoscente en los dominios de la esencia inmaterial, acto por el que el espíritu se realiza verdaderamente a sí mismo.  Suceso pasivo: admisión o recepción de la forma de lo real.

Con todo, este suceso activo-pasivo (en curso) es secundario respecto al conocimiento como hecho acabado; o, mejor todavía, esa actividad y pasividad son necesarias para que haya conocimiento, pero no constituyen la esencia del conocer.  Esta consiste en tener  las formas de la realidad objetiva; el conocimiento como ente acabado no es una «actividad» del espíritu que conoce, sino su realización. Es el estar en relación del espíritu con el mundo objetivo.  Es la identidad del (102) alma cognoscente con lo real, en la perspectiva del alma, que en esa identidad realiza su propio poder ser.

En ese estar en relación con lo real por parte del espíritu que conoce reside el contenido conceptual de la «verdad».  La verdad es: conformitas («con-formidad», identidad de forma) y adaequatio (adecuación de una cosa a otra) – entendiendo ambas palabras en sentido estricto – entre realidad y conocimiento.   Y ello se lleva a cabo en el conocer mismo: «En el actuar del espíritu que conoce se consuma la relación de mutuo ajuste en la que radica la esencia de la verdad.»  La verdad no es otra cosa que la relación de identidad, obrada y consumada en el conocer, entre el espíritu y lo real, relación donde lo real es norma y medida del espíritu cognoscente.

32        Inteligibilidad ininteligible

Toda idea salida de la mente del hombre posee por el hecho mismo la cualidad de ser inteligible en principio; lo que cobra realidad en virtud del pensamiento humano, por mucho que haya podido «materializarse» (v.g. como una máquina o dispositivo, una obra de arte, etc.), tiene necesariamente el carácter de lo pensado y es por tanto «reflexionable».  El profano en matemáticas no entenderá nada, digamos, del modo como está construido y funciona un ordenador; con todo, para cada una de sus posibles preguntas hay fundamentalmente (103) una respuesta que, considerada en sí misma, es comprensible y patentiza también así la comprensibilidad de su objeto. De manera análoga, la cognoscibilidad empíricamente verificable del mundo natural que nos rodea se basa en su «cualidad de pensada» por el Creador. Sólo así resultan plausibles las respuestas que puedan darse a ciertas preguntas sobre su índole más profunda.  De otro modo somos incapaces, estrictamente hablando, de establecer por nuestra cuenta como un hecho esa cognoscibilidad de las cosas y del hombre; es evidente además la imposibilidad de imaginar algo que fuese a la vez real y en principio incognoscible.  Charles S. Peirce llega incluso a decir: «We cannot even talk about anything but a knowable object… The absolutely unknowable is a non-existent existence.»

Uno de mis colegas de universidad, profesor de logística, me preguntó en cierta ocasión con agudeza:  ¿Se vendría abajo el cielo por confesar que no existe ninguna realidad absolutamente impenetrable a nuestro conocimiento?  De hecho ¿no se ha topado ya la física, por ejemplo en el estudio de la luz, con esa incognoscibilidad? Le repliqué formulando a mi vez una pregunta: ¿Han renunciado los físicos definitivamente a todo intento de explicación? A lo que mi interlocutor se apresuró a contestar: «No, naturalmente no!»  He aquí, creo yo, la prueba de que todos tenemos por «cosa natural» que aun lo más desconocido pueda llegar alguna vez a conocerse, es decir, posea la cualidad intrínseca de ser comprensible. Quien encuentra normal que se investigue lo todavía no investigado afirma por ello mismo la cognoscibilidad del mundo. Una y otra vez -al reflexionar sobre los presupuestos más profundos, y ya no explicables «científicamente», del objeto de su labor- ilustres (104) científicos han comprobado ese hecho de veras sorprendente, al parecer con gran asombro, y nos han comunicado sus impresiones. Citaré dos testimonios.  De Albert Einsten es esta frase: «Lo más ininteligible de la naturaleza es su inteligibilidad.»  Y Louis de Broglie escribía: «No llega a admirarnos lo bastante que el conocimiento científico como tal sea posible.» Sin duda hay que tener también en cuenta lo que a este respecto añade Gilson, para quien evidentemente «la pregunta sobre la posibilidad de la ciencia no es en sí una pregunta científica».

Estoy casi seguro de que ni a Einstein ni a de Broglie se les ocurrió nunca el concepto de «verdad de las cosas», que ni siquiera debían de conocer. Y sin embargo ambos se refieren exactamente a lo que expresa dicho concepto, fundamental en otros tiempos.  La «verdad de las cosas» es aquella luminosidad de la naturaleza – luminosidad descubierta con admiración y nombrada expresamente por Albert Einstein y Louis de Broglie merced a la cual la naturaleza misma se hace accesible a nuestro conocer.

33        ¿»Verdad de las cosas»?

Al estudiar cualquier libro filosófico de nuestra época actual, es prácticamente seguro que no hallaremos en rastro alguno del concepto o expresión «verdad de las cosas». Esto no es casualidad. De ordinario, en (105) el pensamiento filosófico de nuestro tiempo no queda sitio para tal concepto; por decirlo así, «no está previsto». «Ser verdad» es algo que puede aplicarse a pensamientos, ideas, enunciados, opiniones…, mas no a cosas.  Nuestro juicio sobre la realidad será verdadero (o falso), pero declarar verdadera la realidad misma, «las cosas», parece bien absurdo:  las cosas son reales, no «verdaderas»!

Contemplando este hecho desde el punto de vista histórico, se observa, no obstante, que implica mucho más que el mero desuso de un concepto o término; no se trata simplemente de la ausencia «neutral» de cierto modo de ver.  Ese desuso y esa ausencia actuales del concepto de «verdad de las cosas» son el resultado de un largo proceso de represión y contención o, por formularlo de una manera menos agresiva, de apartamiento.

34        Las cosas son cognoscibles por estar creadas

La frase relativa a la verdad de las cosas se encuentra en las Quaestiones disputatae: De veritate de Tomás y reza así: Res naturalis inter duos intellectus constituta (est)  «la realidad natural está situada entre dos inteligencias», a saber, como se dice más adelante, el intellectus divinus y el intellectus humanus.

En esta ubicación de lo real entre la inteligencia absolutamente conocedora y creadora de Dios, por una parte, y por otra la inteligencia imitadora y «adaptable» (106) del hombre, se hace patente la estructura formal del conjunto de la realidad, estructura en la que se vinculan las imágenes del Creador originales y las imitadas. Con arreglo a esa doble relación de las cosas hay también, prosigue Tomás, un doble concepto de «verdad de las cosas»: el primero se refiere a su cualidad de pensadas por Dios, el segundo a la cognoscibilidad de las mismas para el espíritu humano. La expresión «las cosas son verdaderas» o «son verdad» denota pues, por un lado, que Dios las conoce como creación suya y, por otro, que las cosas son en sí accesibles al conocimiento humano, comprensibles para el hombre.

Las cosas son accesibles a nuestro conocimiento por el hecho de haber salido de la mente de Dios; como fruto de la mente divina, las cosas no sólo tienen su esencia propia (no sólo son «para sí mismas»), sino también una esencia o ser «para nosotros».  Las cosas poseen su inteligibilidad, su lucidez, luminosidad y diafanidad específicas, por haberlas ideado Dios; por esto mismo son esencialmente espirituales.  La claridad y luminosidad que les viene de la inteligencia creadora de Dios juntamente con el ser (¡no como su ser mismo!) las hace aptas para que pueda percibirlas el entendimiento humano. En un comentario a la Escritura dice Tomás:  «Cuanto mayor es la realidad de una cosa, tanto más luz posee.»  Y en una de sus obras posteriores, el comentario al Líber de causis, encontramos esta profundísima sentencia, que expresa la misma idea en términos casi místicos: Ipsa actualitas rei est quoddam lumen ipsius, «la propia realidad de las cosas es su luz». ¡La realidad de las cosas entendida como  «creación» ! Esta luz es precisamente lo que nos las hace visibles. En una palabra: las cosas son cognoscibles por estar creadas. (107)

35        Las cosas son insondables por estar creadas

El hombre está en grado de conocer no solamente las cosas, sino también la relación de conformidad entre las cosas y su propia idea de las mismas. Más allá de una ingenua percepción de las cosas, el hombre es capaz de conocerlas juzgándolas y reflexionando sobre ellas. Dicho de otra manera, el conocimiento humano puede ser, además de verdadero en sí, conocimiento de la verdad.

Ahora bien, la conformidad de las cosas con la mente creadora de Dios, en lo cual primero y sobre todo consiste su verdad y lo cual, repitámoslo, posibilita el conocimiento humano de las mismas (cognitio est quidam veritatis effectus: de nuevo tenemos aquí una de esas fórmulas de santo Tomás destinadas a grabar los hechos ordinarios en nuestra memoria: «el conocimiento es efecto de la verdad» y, en particular, de la verdad de las cosas), esa conformidad entre la realidad natural y la inteligencia de Dios creadora de las imágenes originales -conformidad en la que, como hemos dicho, radica la esencia de la verdad de las cosas- no puede ser formalmente conocida por nosotros.

Podemos, sí, conocer las cosas, pero no formalmente su verdad; conocemos la «imagen» que tienen, no su conformidad con el modelo original ideado por Dios. Esta conformidad que primariamente, digámoslo una vez más, constituye la verdad de las cosas, se sustrae a (108) nuestro conocimiento. Tal es el punto preciso en que confluyen verdad e incognoscibilidad y donde aparece claro que la cognoscibilidad de las cosas no puede ser agotada por un conocimiento definitivo…! por estar creadas, es decir, porque la causa de su cognoscibilidad lo es al mismo tiempo y necesariamente de su carácter insondable.

«Las cosas son verdaderas»: esto significa, ante todo, que las cosas han sido ideadas por Dios. Sería un craso error interpretar esa expresión como algo que se dice únicamente de Dios o como mero testimonio de un hacer divino. ¡No! Se afirma también algo de la estructura de las cosas mismas. Viene a repetirse con otras palabras el pensamiento de Agustín, a tenor del cual las cosas son porque Dios las ve (mientras nosotros las vemos porque son). Se proclama que el ser y esencia de las cosas consiste en su cualidad de pensadas por el Creador. «Verdadero» es, como ya hemos dicho, una cualidad intrínseca del ser, un sinónimo de «real»; ens et verum convertuntur: da lo mismo decir «algo real» que «algo ideado por Dios». La esencia de toda cosa existente (como creatura) radica en su conformidad con un modelo original contenido en la mente creadora de Dios; creatura in Deo est creatrix essentia, «lo creado es en Dios esencia creadora», escribe Tomás en su comentario a san Juan.

Empero esa relación de conformidad entre el modelo divino y la cosa creada, relación en la que primaria y formalmente consiste la verdad de las cosas, no puede ser captada sin más por el hombre; nunca podremos situarnos en una perspectiva desde donde nos sea dado comparar la copia con el prototipo; somos sencillamente incapaces de asistir como espectadores a la producción (109) de las cosas, de verlas, por así decirlo, «con los ojos de Dios».   Y por esto mismo nuestro conocimiento, al indagar la esencia de las cosas aun en sus aspectos más humildes y «simples», se interna en un camino sin fin.  Ello obedece a que las cosas son creatura, a que la claridad intrínseca del ser tiene su origen absoluto en la luz infinita de la inteligencia divina.

36        Filosofía negativa, teología negativa

No nos queda ya por hablar sino de la philosophia negativa de santo Tomás, aunque conviene recordar que también dejó formulados los principios de una theologia negativa. Cierto que este aspecto no aparece con demasiada claridad y aun a menudo se escamotea en las obras que presentan o comentan al Aquinate. Es rarísimo ver mencionado que la teología de la Suma comienza por esta frase: «No podemos saber lo que Dios es; sí, en cambio, lo que no  es.» Todavía no ha llegado a mis manos ningún manual de filosofía tomista que haga alusión a la siguiente idea enunciada por Tomás en su comentario al libro de Boecio De Trinitate: Existen, dice, tres grados de conocimiento humano de Dios; el más bajo es conocer a Dios por su modo de actuar en la creación; el segundo grado, conocerlo por su reflejo en los seres intelectuales; el grado más alto es conocerlo como el desconocido (tamquam ignotum). Y aun puede añadirse esta otra sentencia de las Quaestiones disputatae: (110)  «El conocimiento supremo que el hombre es capaz de tener acerca de Dios consiste en saber que nada sabe de El», quod (homo) sciat se Deum nescire.

Tocante al elemento negativo de la filosofía de santo Tomás, nos encontramos, en la explicación del Symbolum Apostolicum escrita en estilo casi popular, con el dicho de los filósofos de que el hombre, pese a todos sus esfuerzos por conocer la realidad, ni siquiera ha conseguido descifrar el enigma de la esencia de un mosquito.  Esta frase se halla en estrechísima relación con otras muchas y muy semejantes del propio Tomás, algunas de las cuales resultan sorprendentemente «negativas», por ejemplo: Rerum essentiae sunt nobis ignotae «las esencias de las cosas nos son desconocidas». Tal formulación nada tiene de inhabitual o excepcional, como de primeras pudiera parecer.  Costaría muy poco añadirle al menos una docena de sentencias similares entresacadas de diversas obras de Tomás (Summa Theologica, Summna contra gentes, comentarios a Aristóteles, Quaestiones disputatae). En todos los casos se nos dice que ignoramos los «fundamentos esenciales» de las cosas, sus «formas substanciales»,  su «diversidad en cuanto a la esencia».   En esto radica también, observa Tomás, nuestra incapacidad para dar a cada cosa un nombre «esencial», teniendo que recurrir a nombres extrínsecos o derivados (aquí a menudo ilustra Tomás su doctrina con pintorescas etimologías medievales, como cuando explica que lapis procede de laedere pedem).

No sólo el propio Dios, sino también las cosas tienen un «nombre eterno» que no puede expresarse en términos humanos.  Esta idea es muy precisa y debe entenderse a la letra, sin interpretaciones rebuscadas ni «poéticas». He aquí un punto en que la sabiduría occidental (111) coincide enteramente con la más venerable de las tradiciones chinas, según la cual  «el nombre que puede ser pronunciado no es el nombre eterno» (Laotsé).

37        «Experiencia»

La frase relativamente agresiva (y de seguro formulada con esa intención) «no hay otro camino que el de la experiencia para conocer íntimamente las cosas» puede entenderse en un sentido por completo aceptable.   En todo caso, no tiene objeto ni merece la pena obstinarse en defender el carácter «filosófico» de las múltiples formas ensayísticas o sistematizadoras de un pensamiento meramente especulativo-constructivo.

Por otra parte, es un error mucho más frecuente de lo que se cree el considerar esa frase acerca de la experiencia como frase experimental, o sea nacida a su vez de la experiencia.  Esto aparece claro en seguida, si no a primera vista.  Quien la sostiene como verdad admite, por ello mismo que nuestras convicciones básicas se apoyan necesariamente  y con entera legitimidad en algo más que la experiencia, aunque también, por supuesto, en esta última.

¿»Qué significa «experiencia»? Me atrevo a sugerir la siguiente respuesta provisional: Experiencia es conocimiento en razón de un contacto directo con la realidad.  Este contacto se da -casi nadie lo pone ya en duda- no sólo (aunque sí principalmente) en la percepción (112) sensorial, donde, como se dice en el primer párrafo de la Crítica de la razón pura, los objetos realmente «tocan nuestros sentido». En efecto, «experimentamos» algo no sólo cuando nuestra mano palpa lo tangible o nuestros ojos ven lo manifiesto.  Todo el hombre corporal es el reflector infinitamente diferenciado y sensible de ese contacto con la realidad y, como tal, un único órgano de posible experiencia.

Aquí, no cabe duda, se sitúa una de las fuentes de todo conocimiento.  Nada de lo que ese órgano aprehende en su contacto con la realidad, ya se trate del mundo exterior o de la realidad que somos nosotros mismos, debe pasarse por alto si de veras nos interesa llegar a un conocimiento amplio y profundo de lo real «por vía de experiencia».  Whitehead ha formulado esta idea con palabras casi patéticas; nada es superfluo, nos dice, y todo está en relación con todo: la experiencia del que vela como la del que duerme, la del borracho, la del que tiene miedo; experiencia en la luz y en las tinieblas, en el dolor y en la dicha; experiencia religiosa y escéptica; experiencia -incluso- normal y anormal.  Por otro lado, añade, no desaparecen esos hallazgos al cesar el acto de experiencia, sino se acumulan y «conservan» en las grandes instituciones, en lo que los hombres hacen, en la lengua y las obras maestras de la literatura… y sobre todo, claro está, en los preciosos erarios de la ciencia.

Además de esta clase de experiencia, existen otras muchas. De una manera experimento que el hierro pesa más que el aluminio; de otra, que, aparte de cualesquiera «pruebas» o ratificaciones expresas, soy amado u odiado; de otra manera también capto la esencia poética de un poema… Y no obstante, en todos estos casos (113) se trata de experiencias auténticas; no porque otros me lo hayan comunicado conozco la diferencia de peso entre los metales, los sentimientos del amigo y el enemigo, la entraña íntima de un poema, sino porque, al entrar en contacto inmediato con las cosas, éstas dan razón de sí mismas.

Hay también experiencias que pueden ser realizadas y verificadas por otros; y las hay que, en ese sentido, son incomunicables.  Tal es el caso, por ejemplo, de las experiencias respectivas del creyente y el no creyente. A la esencia de la fe pertenece una total identificación con lo creído, de suerte que ni siquiera en abstracto e hipotéticamente es posible conjeturar que lo que se cree no sea cierto. Por lo mismo un incrédulo no está en grado de presumir que los dogmas de la fe pudieran ser ciertos («supongamos que los cristianos tuviesen razón y veamos hasta dónde llegan con su fe»).  La fe no es como un mirador o unos prismáticos que cualquiera puede poner a prueba.  Sólo el que cree con toda seriedad, con toda su fuerza y capacidad existencial, percibe la luz de la verdad creída que se refleja en la realidad. Hay experiencias inmediatamente reconocibles y denominables por quien las siente, y hay otras que pasan de momento inadvertidas y no pueden expresarse, permaneciendo en estado latente por algún tiempo. Ciertas experiencias se descubren por primera vez como tales en el hecho de que a uno no le causa asombro algo que de pronto acontece. Por ejemplo, nunca hubiera yo podido predecir como reaccionarían en una situación inhabitual determinadas personas que cuentan entre mis relaciones más íntimas; pero, dado ese caso y vistas sus reacciones, no siento ninguna extrañeza; sin saberlo, ya lo esperaba…  porque ya antes había percibido inconscientemente (114) algo de esas personas que sólo ahora se me revela con claridad, es decir, como experiencia concreta.

En la medida, por tanto, en que sostengo que todo eso y quizá todavía algo más forma parte del corpus de las experiencias humanas, acepto simultáneamente el postulado crítico de que todo filosofar debe legitimarse remitiéndose a la experiencia.  Con tal «desdogmatización» y emancipación del concepto de experiencia queda de todos modos bien asentado un principio reivindicativo que de improviso se vuelve contra los científicos positivistas de la filosofía.

Por otro lado, esta última, al reposar sobre una base experimental de tamaña importancia, no puede menos de estar supeditada a una exigencia casi sobrehumana. (115)

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