Filosofía y educación

El hombre moderno: descripción fenomenológica*

*Por Alfredo Sáenz, Editorial Gladius

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Introducción

Antes de dar comienzo a nuestra descripción convendrá aclarar los términos elegidos. Decimos que trataremos del “hombre moderno”. Esta expresión es aparentemente insustancial y sin sentido, ya que siempre el hombre es moderno. Lo era ya el hombre de las cavernas y lo seguirá siendo hasta el fin de los tiempos. Siempre el hombre es de su época. Pero lo que acá queremos significar es otra cosa. Tomamos la palabra “moderno” no en el sentido cronológico del vocablo sino en un sentido axiológico, es decir, valorativo. Queremos referirnos al hombre que es producto de la llamada «civilización moderna». También esta fórmula requiere explicación ya que, por los motivos anteriormente aducidos, toda civilización es igualmente moderna. Pero la entendemos en el sentido que le ha dado la Iglesia en su Magisterio de los últimos tiempos para calificar a la civilización resultante del largo proceso de apartamiento del orden sobrenatural, e incluso del orden natural, que se inició con el declinar de la Edad Media. Civilización moderna significa, pues, en nuestro caso, la civilización creada sobre los escombros de la antigua civilización fundada en el cristianismo. Y entendemos por «hombre moderno» al hombre que es fruto de dicha civilización.

Decimos, asimismo, que nuestra descripción será de índole «fenomenológica». Este adjetivo es de origen kantiano. Max Scheler lo retomó para significar la consideración del hombre a través de sus valores y actitudes. Kant sostenía que en los seres hay un númenon, es decir, la esencia escondida, y un fenómeno, o sea, lo que de ella aparece al exterior. Pues bien, nosotros intentaremos una descripción del hombre de hoy, del que camina por la calle, del que ve televisión, según se nos manifiesta en sus diversas valoraciones y actitudes anímicas o existenciales.

Suponemos como ya conocidos, aunque fuere a grandes rasgos, los principales jalones del proceso de apostasía que caracteriza a los últimos siglos. Tras la civilización comúnmente llamada medieval, se inició dicho proceso, que pasa por el Renacimiento, la Reforma protestante, el Iluminismo, la Revolución francesa, la Revolución soviética, y ahora el Nuevo Orden Mundial. No se trata, por cierto, de bloques compactos. Incluso sería injusto tachar al Renacimiento de antimedieval. Dentro del llamado Renacimiento hay una buena dosis de espíritu medieval, sobre todo en el llamado “primer Renacimiento”, así como en el interior de la Edad Media hubo también pequeños «renacimientos». No son períodos seccionables con regla y escuadra, pero sí marcan diversas tendencias que se concatenan entre sí[1].

El contenido doctrinal de las grandes etapas de la «revolución anticristiana» ha sido ampliamente dilucidado por autores de valía como Bossuet, Balmes, Donoso Cortés, el cardenal Pie, y entre nosotros Meinvielle y Caturelli. Pero también lo han analizado, si bien con valoraciones no siempre coincidentes con los pensadores anteriormente citados, autores ajenos al pensamiento católico. Así, por ejemplo, Augusto Comte, el fundador del positivismo. En su opinión, a lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII se hizo todo lo posible por destruir lo que él llamaba «el poder teológico», realizándose las grandes «suplencias» o «reemplazos» de un principio «tradicional» por otro «moderno». Las “anteriores revoluciones”, como él las llamaba, no fueron, a su juicio, sino «sencillas modificaciones».En cambio aquellos tres siglos instauraron lo que puede ser considerado como «la Gran Revolución». Según se ve, el vocablo «moderno», en labios de Comte, no significa simplemente «nuevo», ni una especie de «moda» que hubiese cundido entre hombres menos apegados a la tradición, sino que designa un cambio copernicano en el curso de la historia. Algo semejante podemos encontrar en Kant, Hegel, Marx y muchos otros.

Un pensador actual, José Miguel Ibáñez Langlois, nos ofrece una visión panorámica de lo acontecido. Tanto la filosofía griega como la teología medieval, escribe, concebían el universo como un orden jerárquico, donde el hombre ocupaba el vértice del cosmos. Ello se hace patente en la visión del Dante, donde el hombre es el rey de la creación, y la tierra el centro del universo, con sus diez esferas concéntricas, que el peregrino recorre hasta llegar al cielo o al infierno. Las imágenes de la Divina Comedia, más allá de la rudimentaria cosmología del Medioevo, encubrían una categórica cosmovisión metafísica y teológica. Dicha manera de ver, que comenzó a deteriorarse a partir del pesimismo luterano, se vería francamente cuestionada por la física de Galileo, pero sobre todo por la revolución de Copérnico y su sistema heliocéntrico. En la nueva imagen del cosmos, el hombre pasaba a ocupar una posición minúscula y angustiosa. La tierra dejó de ser el centro del universo, y el hombre se percibió como una partícula insignificante. «El silencio eterno de estos espacios infinitos me espanta», exclamaba Pascal, estremecido ante esta nueva evidencia.

Más, pronto se dio un paso crucial. El hombre no se resignaba con ser una partícula del cosmos, una «caña pensante», al decir del mismo Pascal. Quería ser protagonista. Y así nació en él una tendencia a revertir el proceso, en orden a reconquistar la primacía perdida, si bien sobre otros presupuestos. Ello se concretaría en el antropocentrismo moderno, el humanismo del Renacimiento y la Ilustración. Marginando la soberanía de Dios, el hombre quiso volver a ser el centro de la creación, pero atribuyéndose prerrogativas antes reservadas a la divinidad. De este modo, la edad moderna se propuso neutralizar por todos los medios a su alcance aquel anterior «pesimismo» cosmológico, más aún, convertirlo, por paradójico que ello pueda parecer, en un factor de exaltación humana, en una especie de nueva religión basada en la razón y el progreso científico. Sólo había que identificar la razón de aquella «caña pensante» de Pascal con la «razón universal». Tal sería justamente la gran empresa de la filosofía moderna.

La infinitud del universo, afirmada ahora por la nueva cosmología, se fue transformando en la infinitud potencial de la propia mente, ahora concebida como una potencia ordenadora e incluso creadora, es decir, idéntica a la Razón divina. «Al cabo de este proceso -escribe Ibáñez Langlois-, el terror de los espacios ilimitados se habrá convertido en la más rotunda autoafirmación del hombre que conozca la historia; la melancolía de la caña pensante será ahora el optimismo romántico-racionalista del espíritu hegeliano. Y en este cumplimiento habrán confluido, paradójicamente, todas las aspiraciones iniciales de la modernidad: la ciencia positiva, que engendró el proceso; el ideal renacentista y antropocéntrico del «hombre infinito», ahora satisfecho; el espíritu protestante, que en su modalidad secularista y desacralizadora ve extrañamente cumplido su objetivo; y el gnosticismo moderno que, como religión de la razón, cree alcanzar por fin el secreto del hombre y del universo y la técnica de su redención. A su vez esta empresa, como filosofía de la historia, abre al hombre un horizonte también infinito -el «progreso»- puesto que se estima potencialmente infinita la perfectibilidad racional de la mente humana»[2].

En el siglo XVIII, y como una especie de culminación de aquel proceso, apareció en Francia, que llevaba la bandera de la Revolución, una figura especial, la de los sedicentes «filósofos». Serían ellos quienes, creyéndose los «hombres nuevos», llamados a establecer en esta tierra la «ciudad de Dios» pero centrada en el hombre, se propusieron disipar totalmente las «tinieblas» de la tradición, por lo que se autodenominaron «iluministas», «ilustrados», enemigos de toda superstición. Se ha señalado la existencia de tres momentos en la implantación de esta ideología. El primero fue el momento de «los pocos», o sea, de ese grupo que se creía iluminado; el segundo, el momento de «los muchos», cuando sus ideas, sobre todo a través de la Enciclopedia, se propagaron en diversas capas de la sociedad; y finalmente el momento de «los todos», cuando la ideología se hizo común. Y así, de las minorías ilustradas, las nuevas ideas se difundieron en las clases intermedias, hasta impregnar el tejido mismo de la sociedad. Pero como quedaban recalcitrantes, los dirigentes entendieron que no siempre la «ilustración» resultaba suficiente, si no se apoyaba en la fuerza. De ahí nació la famosa teoría del «despotismo ilustrado», es decir, del apoyo del brazo secular para la implantación de las nuevas doctrinas.

La Revolución soviética no hizo sino llevar a su plenitud el ideal “libertario” de la Revolución francesa, su progenitora,»como tan bien lo vio Dostoievski en sus grandes novelas. El hombre moderno, producto de estas dos grandes revoluciones de los últimos tiempos, se ha colocado bajo la égida de Prometeo, el héroe titánico de la mitología griega, que arrebató el fuego de los dioses para entregarlo a los hombres; el hombre por excelencia, con mayúscula, que se animó a desafiar las prohibiciones de Dios para comunicar su poder a sus hermanos, cumpliéndose finalmente la promesa del tentador: «Seréis como dioses», y por tanto «conocedores del bien y del mal». El hombre prometeico, con su ciencia emancipada, invadirá la región de los misterios, y cual nuevo demiurgo se abocará a instaurar un mundo que sea creación suya, una nueva creación que no experimente ya la necesidad del Creador[3]. Este gran proyecto del pensamiento moderno podría ser designado con el nombre de «cultura faústica», ya que el hombre que lo ha concebido, entregando su alma al enemigo, recibió a cambio el control creciente del universo, camino al paraíso en la tierra.

Con este pantallazo histórico hemos llegado, quizás a la carrera, hasta nuestro tiempo, sólo inteligible a la luz de todos aquellos avatares. El cristianismo, principal adversario del triunfante proyecto prometeico, ha perdido vigencia social. Quedan cristianos, pero no ya Cristiandad, es decir, una sociedad impregnada con el espíritu del Evangelio. El gran literato y pensador inglés, C. S. Lewis, sostiene que estamos en una época post-cristiana, fruto de un salto histórico cualitativo: «Hablando a grandes rasgos -escribe- podemos decir que mientras para nuestros ancestros toda la historia se dividía en dos períodos, el pre-cristiano y el cristiano, y solamente en esos dos, para nosotros se dan tres: el pre-cristiano, el cristiano y lo que podríamos razonablemente llamar el post-cristiano… Los cristianos y los paganos tenían mucho más en común unos con otros que lo que tiene cualquiera de ellos con un post-cristiano. La brecha entre aquellos que adoran diferentes dioses no es tan amplia como la que se da entre los que adoran y los que no»[4]. Entre paganos y cristianos hubo un cúmulo de cosas comunes: la conciencia simbólica, la noción de sacralidad, el mundo del rito, etc. «El post-cristiano está cortado del pasado cristiano y por tanto lo está doblemente del pasado pagano»[5].

Así es la gente que vemos caminar por la calle, el uomo qualunque, fruto de este proceso secular. En las viejas épocas renacentistas el hombre cultivó amorosamente la pasión por el retrato, pero hoy, al contemplarse en el espejo de su narcisismo, ve hasta qué punto su rostro se ha distorsionado, como tan bien lo supo expresar Picasso, uno de los grandes exponentes de la modernidad. Un hombre saturado de promesas y de grandiosas expectativas que, al mostrarse vanas, lo dejan sumido en una desorientación poco menos que existencial. A veces pareciera apuntar una esperanza histórica, como aconteció por ejemplo cuando cayó el muro de Berlín. Pero ello no fue sino una anécdota en medio de un proceso de creciente decadencia. Por eso, como ha dicho hace poco el cardenal Ratzinger: «La decepción ante un marxismo que no mantuvo sus promesas cambió esa esperanza en nihilismo: son las naciones occidentales sobre todo las que han cedido a las tentaciones desesperadas de la droga y del suicidio. Este itinerario que desemboca en la nada habría podido suscitar un llamado hacia la trascendencia. Nada de eso sucedió,..» El mal es mucho más profundo. Toca al hombre en sus raíces.

La tradición india, que divide a la historia en cuatro ciclos, llama Kali-yuga a la última época, la de la decadencia. En el Vishnu Purána se dice de esa época, que es la actual: «Entonces la sociedad alcanza un estadio en que sólo la propiedad confiere rango, donde sólo la riqueza es considerada virtud, donde sólo la mentira es la fuente del éxito en la vida, donde sólo la sexualidad constituye un medio de gozo, y donde el ritualismo se confunde con la religión verdadera»[6].

Ya en 1909 Péguy había entrevisto todo esto: «La disolución del imperio romano -escribe- no fue nada en comparación con la disolución de la sociedad actual. Tal vez había más crímenes y un número aún mayor de vicios. Pero había, en cambio, recursos infinitamente mayores. Aquella podredumbre estaba llena de gérmenes. No conocía esta suerte de promesa de esterilidad que hoy tenemos».

En un libro reciente, Enrique Rojas ha dicho que el hombre contemporáneo se parece mucho a los denominados productos light hoy en boga: comida sin calorías, manteca sin grasa, cerveza sin alcohol, azúcar sin glucosa, tabaco sin nicotina, leche descremada… Un hombre nuevo descafeinado, «cuyo lema es tomarlo todo sin calorías»[7]; en última instancia, «un hombre sin sustancia, sin contenido, entregado al dinero, al poder, al éxito, al gozo ilimitado y sin restricciones»[8]. Marcel de Corte aplica al hombre de hoy lo que el poeta inglés William Becke decía del de su siglo, señalando las consecuencias y estigmas que se manifiestan hasta en su realidad física, cuando abandona las finalidades naturales:

A mark in every face I meet, / marks of weakness, marks of woe

(«veo un signo en todos los rostros, signos de debilidad, signos de pena»)[9].

En estas conferencias intentaremos esbozar una descripción del hombre de nuestro tiempo, o más precisamente, del «hombre moderno». Recurriremos para ello a numerosos pensadores actuales como Víctor Frankl, Francis Fukuyama, Michele F. Sciacca, José Ortega y Gasset, Gabriel Marcel, Marcel de Corte, y muchos otros. No es fácil sistematizar algo tan indefinible, así como tampoco evitar algunas reiteraciones, pero creemos que el fuerzo vale la pena.

I. LA FALTA DE INTERIORIDAD

Lo primero que advertimos en el hombre de nuestro tiempo es su escasa interioridad, una insuficiencia de vida interior que, paradójicamente, puede ir unida con un marcado subjetivismo. Al decir interioridad, nos estamos refiriendo a aquel fondo recóndito del alma que es el afectado cuando decimos que algo se nos ha entrañado en el corazón, que algo nos ha impresionado, conmovido o sobrecogido, como suele acontecer al tratarse de algo que se refiere a la admiración, el amor, la adoración, la emoción artística o el asombro metafísico. Todas estas son vivencias que afectan nuestra interioridad. En los momentos en que acontecen, tenemos la impresión de que vivimos intensamente, en el sentido de profundidad, no de extensión[10].

Pues bien, como lo señala Sciacca, el hombre de hoy vive más «exteriormente» que «interiormente». Recuerda todas sus citas, menos las que tiene consigo mismo. Dominado por las vicisitudes de la vida, zarandeado en su vorágine, ha perdido la capacidad de recogimiento y de concentración. La meditación y el silencio, que constituyen algo así como el marco de la vida interior, le son totalmente extrañas. A lo largo del día se vuelca fuera de sí mismo, y a la noche se encuentra vacío. «Nosotros vivimos fuera de nuestra interioridad: no interiorizamos nuestra vida práctica, exteriorizamos nuestra conciencia; no recuperamos el mundo dentro de nosotros, nos perdemos y dispersamos a nosotros mismos en el mundo. Reflejamos la superficie de las cosas en lugar de reflejar sobre las cosas la profundidad de nuestro espíritu»[11]. No en vano escribió Thomas Merton que el hombre ha perdido «la capacidad de estar a solas consigo”.

Ya Pascal se había referido a esta “huida de sí mismo”. No se trata de algo meramente fáctico, de un fenómeno pasajero. Tal tesitura ha llegado a constituir un modo de ser, un estilo de vida de la “diversión”, palabra que proviene del la di-vertere, orientarse hacia otro lado, verter, derramarse hacia fuera. Se ha llegado a decir que nuestra cultura es, en buena parte, una cultura de la evasión. Nunca como en la actualidad el hombre ha dispuesto de medios tan numerosos y tan capaces para descartar todo lo que pueda poner cuestión dicha actitud, todo lo que pueda perturbar el goce de la evasión, todo lo que pueda por, sobre el tapete de su alma el misterio de la existencia. En virtud de las ocupaciones que los acaparan, de los entretenimientos, los espectáculos, el deporte, los viajes, nuestros contemporáneos pueden vivir casi permanentemente «fuera de sí mismos” y por tanto, al margen del transfondo de su existencia.

Esta característica del hombre moderno tiene no poco que ver con aquella actitud prometeica a la que nos referimos anteriormente. El hombre prometeico gusta volcarse hacia el exterior de sí propio, prefiere la acción transitiva a la inmanente. Impulsado por su tendencia demiúrgica, está siempre abocado a hacer, fabricar, crear. La máxima de Fausto, Am Anfang war die Tat, es ciertamente la que mejor conviene al hombre moderno, desertor de la contemplación. Ya no es más «en el principio era el verbo», sino «en el principio era la acción».

Marcel de Corte ha observado en el hombre actual una clara tendencia a identificar su ser con sus funciones, lo que trae consigo, juntamente con una desmesurada actividad exterior, una lamentable pérdida de energía interior, una incapacidad de vivir en sí mismo, de habitarse, de ahondar en la propia interioridad, abocándose con la totalidad de su ser a las sucesivas y numerosas actividades por las que entra en comunicación con el mundo exterior. El hombre se percibe como un conglomerado de funciones: función biológica, función sexual, función social, función política…. como si no tuviera una naturaleza humana, un ser profundo, con arraigos esenciales en Dios y en los demás. De la superficie de su ser sólo emerge un yo periférico, identificado a tal o cual función, vuelto siempre hacia el inmenso desierto del exterior[12].

A esta «funcionalización» del hombre se une el ritmo de su vida, cada vez más vertiginoso, así como la velocidad de los movimientos y de los traslados en general. Todo ello le dificulta acoger el mundo en el recinto de su interioridad. El viajero de antaño podía entregarse a la contemplación del paisaje, que sólo comienza a develar sus secretos a quien consiente en demorarse frente a él. La contemplación reposada, serena y acogedora, que hace posible la comunión con el entorno, ha quedado exiliada por lo que Ortega llamó «el culto a la pura velocidad». La celeridad vertiginosa trivializa la capacidad de reflexión, al rebasar el ritmo vital que las impresiones recibidas necesitan para entrañarse, para dar pábulo a una maduración en la intimidad.

Pero dicho ritmo no se limita a los traslados de un lugar a otro, sino que se extiende a todo lo que vemos, oímos y leemos. El mismo escenario que se despliega cuando recorremos un país en tren o en auto, y vemos pasar ante nosotros, en impresionante rapidez, la imagen de un pueblo, de un cerro, de un río, uno tras otro, sin solución de continuidad, se reitera en la radio cuando la noticia de un desastre es interrumpida súbitamente por avisos comerciales, antes de haber tenido siquiera tiempo de penetrar en el corazón del oyente y de encontrar allí la resonancia adecuada. Vemos, oímos, leemos…. con excesiva celeridad. Es cierto que hoy se lee muy poco, o mejor, se lee, sí, pero casi exclusivamente revistas sensacionalistas, que fomentan la curiosidad y van troquelando el tipo del lector atropellado. Algo semejante sucede en el trabajo cotidiano. Nuestras actividades se limitan a despachar los asuntos lo antes posible. La vida entera va tomando el carácter de trámite y expediente, lo cual contribuye, evidentemente, a una creciente desinteriorización[13].

Lo que predomina es el culto de la cantidad, de la extensión, la avidez de noticias, de novedades, sobre todo de las últimas novedades. A este respecto ha escrito Philipp Lersch: «El hombre moderno, montado en el engranaje de la organización racionalizada de la vida, vive cuantitativamente, no cualitativamente; mide los contenidos de sus vidas por masas y extensiones expresables en números, no por profundidades en las que el hombre se siente tocado y que están más allá de lo mensurable. Este culto de la cantidad acarrea forzosamente la desinteriorización del hombre. En efecto, todo lo cuantitativo es algo externo; la voluntad orientada hacía lo cuantitativo, que es en definitiva voluntad de dominio, sigue un camino diametralmente opuesto al de la interioridad. En el culto de la cantidad, el hombre se extravierte y derrama sobre la amplitud del mundo en vez de traer inmediatamente el mundo a lo hondo de su propia interioridad»[14]

II. EL DESARRAIGO

Pasemos a una segunda caracterización fenomenológica: el hombre de hoy es un hombre que ha perdido sus arraigos. No en vano es el producto de un largo proceso histórico, que progresivamente lo ha ido desvinculando de sus raíces tradicionales. Heredero de la Revolución francesa, de Kant y de Hegel, y de la Revolución soviética, de Engels y de Marx, es un hombre en parte absolutamente individualista, como lo proyectó la primera de las revoluciones modernas, y en parte absolutamente colectivista, como lo entendió la segunda de dichas revoluciones. En parte individualista, en parte colectivista, pero no un ser orgánico.

¿Qué entendemos por esta última expresión? El hombre es “orgánico” cuando se integra en un organismo, como miembro de un cuerpo, cuando tiende puentes a realidades que lo trascienden y enriquecen. El hombre inorgánico, por el contrario, es un ser aislado, mutilado, amputado de las religaciones que normalmente debían sustentarlo y darle vida.

Decíamos que este hombre moderno des-arraigado es el fruto del gran proceso revolucionario del mundo moderno. No en vano aquellas dos grandes revoluciones a que acabamos de aludir, y que tuvieron a Europa por escenario, intentaron disociarlo de todas sus religaciones, de su familia, de su profesión, de su terruño, de su patria, imaginando la sociedad política como un absoluto, diagramado por pensadores de gabinete, diseñado sobre un escritorio[15]. La primera revolución simbolizó cumplidamente dicho proyecto en la famosa ley Chapelier, que desligaba al hombre de las corporaciones artesanales, para entregarlo a la segunda revolución que lo obligó a adaptarse al molde estatal. El hombre quedó cada vez más solo e inerme ante un Estado cada vez más omnipotente, sin raíces en las familias, en las asociaciones intermedias, en la patria, en Dios.

Señalemos algunas de las manifestaciones de dicho desarraigo, que tanto distancia al hombre de nuestro tiempo del hombre de antaño. El hombre tradicional, aun el que no había pasado por las aulas, poseía una peculiar formación doctrinal, hecha de intuición, de comunión con lo real, de espíritu espontáneamente creador, de aspiración hacia el cielo. Basta enterarnos por la historia del sentido exquisito que los antiguos tenían de su oficio, veteado de artesanidad, así como de su contacto familiar con la naturaleza, a veces violenta, a veces afectuosa, o de su penetración en los misterios cristianos, expresados en el arte y cultivados en la piedad. Si nos ceñimos a nuestra Patria, no es desdeñable el vacío que ha dejado la desaparición de la canción popular, la verdaderamente popular, no la que se compone en la calle Florida. Nos basta con leer las coplas que recopilara Juan Antonio Carrizo en diversas provincias argentinas, para descubrir en ellas a ese hombre tradicional, con sus giros sentenciosos, su uso adecuado de los viejos dichos y proverbios, la intuición de lo que es bueno y de lo que no hay que hacer, su actitud de silencio y de meditación frente a los grandes problemas de la existencia, en una palabra, la asimilación de la sabiduría ancestral… Tratábase de un hombre pletórico de religaciones, por las que en modo alguno se sentía coaccionado. Por el contrario, eran precisamente ellas las que le permitían desplegar lo mejor de su ser.

Destaca Marcel de Corte el grado en que el hombre ha ido perdiendo ese sentido íntimo, intuitivo y tradicional de los valores, que le hacían perseguir su fin propio casi sin darse cuenta, cumpliendo así sus deberes consigo mismo, con la familia y con la sociedad. ¿Qué se ha hecho de tantos valores antaño tan anclados en los usos y costumbres de la gente, como el respeto a sí mismo, una de cuyas formas es el pudor, la veneración de los padres, la educación de los hijos, el amor a la patria, que responden a instintos tan naturales y profundos? Se han roto tantos vínculos… El hombre gira desorbitado[16].

Los ejemplos de dicha ruptura son innumerables. Gabriel Marcel nos ofrece uno de ellos. En cierta ocasión, nos cuenta, viajó a Brasil. Allí experimentó una impresión cercana al sacrilegio, cuando le dijeron que en los alrededores de Río de Janeiro, donde se quería edificar un nuevo barrio, habían decidido la nivelación de varias colinas. El pensador francés vio en ello un hecho absolutamente significativo. Cuando en el pasado se proyectaba alguna construcción, se trataba de integrarla en el paisaje. El hombre y el paisaje estaban unidos por un vínculo mudo pero elocuente. La ciudad se moldeaba sobre el paisaje. Hoy, en cambio, el hombre demiurgo se siente dueño absoluto de la naturaleza, desvinculado de ella, y así no vacilará en violentarla para llevar a cabo sus proyectos urbanos y edilicios.

Esta ligereza en cortar vínculos que antes se consideraban poco menos que sagrados, explica el hecho de que el hombre dirija su mirada cada vez más exclusivamente hacia el futuro, con el consiguiente olvido del pasado, totalmente despreocupado de la herencia recibida, que es una de las raíces más fecundantes. Bien ha dicho Goethe que sólo es grande el que se considera heredero. No se nos muestra así el hombre de nuestro tiempo. Más bien parece un des-heredado. A sus ojos, el pasado es inútil; no lo puede respetar ni admirar. No lo penetra y, por tanto, no lo fecunda. Según Ortega y Gasset, dicha tesitura convierte al hombre moderno en una especie de «primitivo»[17].

En buena parte, la exaltación desmesurada que el hombre moderno hace de la libertad, esconde un anhelo oculto, a saber, la «liberación» progresiva de los antiguos vínculos aún supérstites. No se trata de aquella fecunda libertad «para algo», libertad para el bien, para una vida digna, virtuosa, en el respeto del orden natural y sobrenatural, sino de la libertad “de algo”, es decir, de ligaduras éticas, de vínculos considerados poco menos que sofocantes. Es «la libertad sin empleo», de que habla uno de los personajes de André Gide. «Me he liberado, quizá -concluye de manera desoladora-; pero ¿qué importa?… Sufro por esta libertad sin empleo».

La pérdida de raíces hace que el hombre se encuentre tan desorientado. Pareciera moverse en la oscuridad, sin puntos de apoyo, sin metas, sin plan. Ya no hay leyes de pensamiento, porque ellas constriñen la inteligencia; ni canalizaciones para el sentimiento, porque ellas esclerotizan; ni normas para la voluntad, porque ellas esclavizan. Como no hay vínculos anteriores, tampoco hay derecha ni izquierda, arriba y abajo. En un lúcido estudio sobre el hombre moderno, Max Picard no vacila en calificarlo de «hombre fugitivo, «hombre que siempre está de viaje». El único aglutinante que lo mantiene unido a los demás es la común huida: todos son camaradas en la huida, y están «orgullosos de andar así errantes». En el mundo de la huida no existen amores permanentes, ni existen padres o hijos de manera permanente[18].

Un síntoma esclarecedor de esta tendencia a cortar con los vínculos es la pérdida de interés por lo cercano. Lo lejano, en cambio, parece como sobrevaluado. Ello se deja advertir con particular claridad cuando se trata de los medios de comunicación. La acumulación de noticias provenientes de las regiones mas apartadas del globo suele crear preocupaciones abstractas, en asuntos donde no tenemos ingerencia alguna, lo que nos hace cada vez más ineptos para percibir lo que pasa a nuestro alrededor. Refiriéndose a esto ha escrito Marcel de Corte: «El amor de lo cercano concreto se devalúa así en amor de lo lejano abstracto, lo cual es ciertamente la manera más hipócrita y la más odiosa de amarse a sí mismo”[19].

Resulta curiosa esta inclinación del hombre moderno a olvidar lo que está a su alcance, para perseguir objetivos remotos. El desarraigo de todo lo que es orgánico: familia, patria, profesión, Iglesia, que el hombre de nuestro tiempo considera no como un seno sino como una tumba para su búsqueda de plenitud humana, hace que viva habitualmente en lo abstracto, en un estado de volatilización, que ya es ahora su habitat natural. Tras arrancarse del universo real que lo sustentaba, se ha sumergido en el mundo imaginario de las utopías. De ahí la facilidad con que éstas pululan en nuestro tiempo.

Desvinculado de sus raíces procurará el hombre rellenar las brechas. Para ello recurrirá no sólo a lo que es abstracto sino también a lo que carece de memoria. De ahí que su alimento cultural se reduzca a la forma típica del periódico. La vida se le presenta en forma de diario, al modo de una sucesión de acontecimientos, acumulados e inconexos, que se zambullen cotidianamente en el olvido[20].

Al parecer estamos en una época en la cual se han cumplido puntualmente los vaticinios de Kafka. Hay un Castillo inmenso que acaba por hacérsenos familiar, hasta el punto de que obramos orientándonos según las vías trazadas por sus inacabables pasillos, pero del cual nada sabemos. Hay un Proceso que nos obliga a realizar toda suerte de gestiones, cada una de ellas en sí perfectamente racional, pero en conjunto ininteligibles. Es el mundo del absurdo. Cuán intuitivo se mostró Berdiaiev al afirmar que cuando el hombre sale del estado orgánico, ineluctablemente pasa al estado mecánico. Y en este campo no hay comunión sino soledad. Para Valéry el mundo moderno sólo conoce «la multíplication des seuls».

Cerremos estas consideraciones sobre el desarraigo con una notable reflexión de Gustave Thibon. Señala el pensador francés que el hombre tradicional se caracterizaba por una doble vinculación: hacia lo alto y hacia lo bajo. Hacia lo alto, porque jamás obviaba en su vida la consideración de Dios, de lo trascendente. Hacia lo bajo, porque estaba enraizado en la tierra, en la realidad. Este doble arraigo confería sentido a su existencia en el mundo. Pues bien, el hombre moderno ha roto con ambas religaciones; la que lo unía con lo alto, porque ha hecho la experiencia de que es posible vivir prescindiendo de Dios, y la que lo relacionaba con lo bajo, porque se ha alejado de la tierra. Quizás la mejor figura de este hombre sea la planta artificial. Esta carece de raíces. No hacia lo alto, va que ignora la luz del sol. No hacia lo bajo, ya que no recibe la humedad de la tierra. Así es el hombre de nuestro tiempo, un ser desquiciado. Y, en consecuencia, se ha vuelto susceptible de ser fácilmente trasplantado, según le plazca a los que logren dominarlo.

Un dato altamente expresivo de este desarraigo del hombre moderno es la aparición de los productos llamados «descartables». Anteriormente los objetos del hombre, su reloj, su jardín, su casa, eran considerados como cosas duraderas. Los muebles hogareños estaban cargados de recuerdos: tales fueron los muebles de mis padres, de mis abuelos. Lo mismo pasaba con las propiedades rurales: tal fue la estancia de mis antepasados, etc. Hoy las cosas no tienen perduración, no pasan de generación en generación. Todo es vendible, todo es intercambiable, justamente porque el hombre ha perdido sus vínculos, sus arraigos. Todo es descartable, hasta la mujer en el matrimonio.

III. LA MASIFICACIÓN

Otra peculiaridad del hombre de hoy es su inserción en la masa, hasta el punto de volverse en muchos casos hombre-masa. Conocemos el notable libro de Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, con muchas inteligentes observaciones que para la exposición de este tema tendremos en cuenta. Empalmando con lo que acabamos de tratar, el autor español afirma que está triunfado una forma de homogeneidad bien llamativa, «un tipo de hombre hecho de prisa, montado nada más que sobre unas cuantas y pobres abstracciones y que, por lo mismo, es idéntico de un cabo de Europa al otro»[21].

En rigor, prosigue reflexionando Ortega, la masa puede definirse como un hecho psicológico, sin necesidad de esperar a que emerjan los individuos que en ella se aglomeran. Cuando conocemos a alguien podemos saber si es de la masa o no. El ser de la masa en nada depende de la pertenencia a un estamento determinado. Dentro de cada clase social hay siempre masa y minoría auténtica. No es raro encontrar en la clase media y aun baja, personas realmente selectas Pero lo característico de nuestro tiempo es el predominio, aun en los grupos más distinguidos, como los intelectuales, los artistas, los que quedan de la llamada «aristocracia», de la masa y el vulgo. Por tanto la palabra «masa» no designa aquí una clase social, sino un modo de ser hombre que se da hoy en todas las clases sociales, y que por lo mismo representa a nuestro tiempo, en el cual predomina[22].

Tratemos de penetrar en las características del hombre masificado. ¿Qué es la masa? Lo que vale por su peso y no vale sino por su peso; una realidad que se manifiesta más por ausencias que por presencias: ausencia de formas y de colores, ausencia de cualidades, pura inercia. Y así podemos decir que, en el campo social, la masa se da cuando en un grupo más o menos numeroso de personas se agolpan en base a idénticos sentimientos, deseos, actitudes, perdiendo, en razón de aquella vinculación, su personalidad en mayor o menor grado, convirtiéndose en un conglomerado de individuos uniformes e indistintos, que al hacerse bloque no se multiplican sino que se adicionan.

Pfeil distingue dos tipos de masificación. La primera, que se podría llamar transitoria, se da cuando los hombres por algunos momentos pierden su facultad de pensar libremente y de tomar decisiones, adhiriendo al conglomerado, lo que les puede acontecer, si bien sólo en ocasiones, incluso a gente con personalidad. Pero esta no es la masificación que ahora nos interesa. Principalmente nos referimos al segundo tipo de masificación, al que alude Pfeil, o sea la crónica, que se realiza cuando la gente pierde de manera casi habitual sus características personales, sin preocuparse ni de verdades, ni de honores, asociándose a aquel conglomerado homogéneo de que hemos hablado, conjunto uniformado de opiniones, de deseos y de conductas[23].

El hombre masificado es un hombre gregario, que ha renunciado a la vida autónoma, adhiriéndose gozosamente a lo que piensan, quieren, hacen u omiten los demás. Es de la masa todo aquel que siente “como todo el mundo”. No se angustia por ello, al contrario, se encuentra cómodo al saberse idéntico a los demás. Es el hombre de la manada. No analiza ni delibera antes de obrar, sino que adhiere sin reticencias a las opiniones mayoritarias. Es un hombre sin carácter, sin conciencia, sin libertad, sin riesgo, sin responsabilidad. Más aún, como lo ha señalado Pfeil, odia todo lo que huela a personalidad, despreciando cualquier iniciativa particular que sea divergente de lo que piensa la masa. Dispuesto a dejarse nivelar y uniformar, se adapta totalmente a los demás tanto en el modo de vestir y en las costumbres cotidianas, como en las convicciones económicas y políticas, y hasta en apreciaciones artísticas, éticas y religiosas. En resumen: la conducta masificada es la renuncia al propio yo[24]. Folliet llama a esto «la incorporación al Leviathan», que confiere al hombre-masa cierta seguridad material, intelectual y moral. El individuo no tiene ya que elegir, decidir, o arriesgarse por sí mismo; la elección, la decisión, y el riesgo se colectivizan[25].

Cuando alguien recrimina a un hombre masificado por su manera de pensar o de obrar, éste suele parapetarse en varias teorías actuales que han adquirido vigencia social, con lo que cree dar cierta solidez a su posición. Al fin y al cabo, argumenta, los hijos son fruto de los padres, el modo de ser determina a la gente, el ambiente influye de manera decisiva. Viktor Frankl ha escrito que los tres grandes «homunculismos» actuales: el biologismo, el psicologismo y el sociologismo, persuaden al hombre de que es mero producto de la sangre, mero autómata de reflejos, mero aparato de instintos o del medio ambiente, sin libertad ni responsabilidad[26].

No carece de relación con lo que estamos tratando el análisis que nos ha dejado Ortega acerca de la degeneración que en el vocabulario usual ha sufrido una palabra tan digna de estima como la palabra «nobleza». A veces se la ha entendido como un honor meramente heredado, lo que suena a algo estático e inerte. No se la entendía así en la sociedad tradicional. Se llamaba «noble» al que, superándose a sí mismo, sobresalía del anonimato, por su esfuerzo o excelencia. Su vida ardorosa y dinámica era lo contrario de la vida vulgar, pacata y estéril. Ortega se pregunta si dicha minusvaloración o descrédito de la palabra «nobleza» no será uno de los logros del hombre-masa, fruto de su envidia y resentimiento. Sea lo que fuere, el hecho es que antes la nobleza guiaba a la sociedad. Hoy todos se han convertido en dirigentes. «La principal caracterización del hombre-masa consiste en que, sintiéndose vulgar, proclama el derecho a la vulgaridad y se niega a reconocer instancias superiores a él»[27]. Las personas nobles se distinguen de las masificadas en que se exigen más que los otros, asumiendo obligaciones y deberes, mientras que éstas, creyendo que sólo tienen derechos, nada se exigen, limitándose a exigir de los demás. Aunque a veces se creen muy snobs, no son sino boyas que van a la deriva[28].

El hombre-masa es el hombre que se ha perdido en el anonimato del «se», una especie de “ello” universal e indiferenciado. Ya no es Juan quien afirma sino que «se dice», no es Pedro el que piensa sino que «se piensa»… Escribe Gabriel Marcel que cuando alguien nos dice «se comenta que …… quien nos habla esconde su responsabilidad tras ese «se», y si le preguntamos enseguida por el autor del comentario, obligándole a arrostrar la situación y sacar el asunto del plano del «se», advertimos cómo enseguida elude la cuestión. En su libro El ser y el tiempo, Heidegger le hace decir al hombre-masa: «Disfrutamos y gozamos como «se» goza; leemos, vemos y juzgamos de literatura como “se” ve y juzga; incluso nos apartamos del montón como «se» apartan de él; encontramos indignante lo que «se» considera indignante». Es lo que Heidegger llama man, «se», «uno», en alusión a ese ser informe, sin nombre ni apellido, que está por doquier.

Tal parecería ser la peculiaridad principal del hombre-masa: la despersonalización. Porque si lo propio de la persona es su capacidad para emitir juicios, gustar de lo bello, poner actos libres, nada de esto se encuentra en el hombre de masas. Con lo que volvemos a la primera nota que hemos encontrado en nuestra descripción del hombre de hoy: su ausencia de interioridad. El hombre de masa no tiene vida interior, aborrece el recogimiento, huye del silencio; necesita el estrépito ensordecedor, la calle, la televisión. A veces deja encendida todo el día una radio que no escucha, acostumbrado a vivir con un fondo de ruido. Vacío de sí, se sumerge en la masa, busca la muchedumbre, su calor, sus desplazamientos[29].

El hombre-masa es, pues, aquel “und” de que nos hablaba Heidegger. Pero no sólo en el sentido nominal del vocablo, sino también en su significado numérico. Nuestra época masificante, que prefiere la cantidad a la calidad, ha hecho del número el arbitro del poder político -la mitad más uno- así como de todo el comportamiento humano. El individuo, vuelto cosa, se convierte en un objeto dúctil, un ser informe y sin subjetividad, cifra de una serie, dato de un problema, materia por excelencia para encuestas y estadísticas que hacen que acabe finalmente por pensar como ellas, inclinándose siempre a lo que prefieren las mayorías[30]. Por eso el hombre-masa es un hombre fácilmente maleable, arcilla viva, pero amorfa, capaz de todas las transformaciones que se le impongan desde afuera.

En el siglo pasado, Tocqueville anunció proféticamente que en el siglo próximo, es decir, el nuestro, la ley se convertiría, puenteando a los individuos, en una especie de poder inmenso y tutelar, absoluto y previsor, que garantizaría la seguridad de todos, satisfaría sus necesidades y deseos, dirigiría sus negocios, haciendo así cada día menos útil y más raro el uso del libre albedrío. Razón tenía el pensador francés. Nada mejor para los políticos sin conciencia que una sociedad así domesticada, fácilmente dominable mediante las refinadas técnicas que permiten captar sus aspiraciones, y sobre todo a través de los medios de comunicación, cuya propaganda en todas sus formas constituye el principal alimento del hombre despersonalizado, dando respuesta a las inquietudes que ella misma crea en la masa en estado de anonimato y de vacuidad interior. Sólo les bastará conocer los reflejos instintivos y prerracionales de esa arcilla invertebrada, capaz de todas las transmutaciones, como los animales de Pavlov, para elaborar una ideología adecuada, propagarla por aquellos medios, encarnarla en las masas y convertirla en vehículo de su gobierno[31]. Una vez conquistado el poder, no será difícil conservarlo, dando satisfacción a algunas de sus tendencias[32]. De ahí la importancia de las «ideologías» para la masa, ya que los que la integran ven en el «consentimiento universal» o en la «expresión de la mayoría», lo más «aplastante» posible, el mejor sucedáneo de su desierto interior.

Cuando criticamos la disolución del individuo en la masa, en modo alguno queremos alabar, por contraste, el individualismo de tipo liberal, que se

opone a la debida inserción del hombre en la sociedad. Ya hemos hablado del peligro del desarraigo.
Pero no es lo mismo grupo que masa, como ya
Pío XII lo distinguió cuidadosamente: «Pueblo y
multitud amorfa, o, como suele decirse, masa, son
dos conceptos diferentes. El pueblo vive y se mueve por su vida propia; la masa es de por sí inerte
y sólo puede ser movida desde afuera. El pueblo
vive de la plenitud de vida de los hombres que lo
componen, cada uno de los cuales, en su propio
puesto y según su manera propia, es una persona
consciente de su propia responsabilidad y de sus
propias convicciones. La masa, por el contrario,
espera el impulso del exterior, fácil juguete en manos de cualquiera que explote sus instintos o sus
impresiones, presta a seguir sucesivamente hoy esta bandera, mañana otra distinta»[33]. El hombre que no integra un pueblo, fácilmente se disuelve
en el anonimato de la masa, buscando en ella como una pantalla que le permite vivir eludiendo responsabilidades. En el pueblo, el hombre conserva
su personalidad. En la masa, se diluye.

Lo peor es que al hombre masificado le hacen
creer que por su unión con la multitud es alguien
importante. Lo que era meramente cantidad -la muchedumbre- se convierte ahora en una determinación cualitativa. Podría hablarse de una especie de
“alma colectiva», algo poderoso, grande cuantitativamente. La masa así «agrandada», se vuelve prepotente aceptando con placer aquello de “la soberanía del pueblo”, según el concepto de la democracia liberal. La muchedumbre pasa así a ocupar
el escenario, instalándose en los lugares preferentes
de la sociedad. Antes existía, por cierto, pero en
un segundo plano, como telón de fondo del acontecer social. Ahora se adelanta, es el personaje privilegiado, Ya no hay protagonistas, sólo hay coro.
Mas todo ello es pura apariencia. Porque de hecho
sigue habiendo protagonistas, pero ocultos, que le
hacen creer al coro su protagonismo.

El hombre gregario, cuando está sólo, se siente
apocado, pero cuando se ve integrando la masa
que vocifera, se pone furioso, gesticula, alza los puños, injuria, llegando a veces al desenfreno, hasta
provocar incendios y muertes. Nunca hubiera
obrado así como persona individual. Cabría aquí
tratar del carácter que va tomando el fútbol, un gran
negocio montado para las multitudes masificadas.
Es un fenómeno digno de ser estudiado, que parece incluir la pérdida de la identidad personal, y en
sus exponentes más extremos, las barras bravas,
la disposición a matar o morir, por una causa que
está bien lejos de merecer tal disposición. El sentirse arrollado por la multitud es experimentado como un sentirse respaldado y fortalecido, lo que
contribuye a suprimir los frenos morales, acallando
lodo sentido de responsabilidad[34]. Marcel de Corte
nos ha dejado al respecto una reflexión destacable:
»La fusión mística de la masa no es para el individuo sino un medio de exaltarse y colmar su vaciedad con un subterfugio, y el acto de comunión es
la expresión de un egoísmo larvado que llega a la
fase extrema de su proceso de degeneración humana”[35].

Marcel pensaba que si seguimos por este camino, el individuo se iría haciendo cada vez más reductible a una ficha, según la cual se le dictaminaría su destinación futura. Fichero sanitario, fichero
judicial, fichero fiscal, completado quizás más tarde
por indicaciones de su vida íntima, todo esto en
una sociedad que se dice organizada y planificadora, bastará para determinar el lugar del individuo
en la misma, sin que sean tomados en cuenta los
lazos familiares, los afectos profundos, los gustos
espontáneos, las vocaciones personales[36].

IV. EL IGUALITARISMO

Pasemos a otra característica del hombre moderno, su tendencia a la igualación lo más absoluta
posible. Es una consecuencia de su sumersión en
la masa. Vivimos «en sazón de nivelaciones», escribe pintorescamente Ortega. Se nivelan los estamentos sociales, se nivelan los sexos, se nivelan
las personas[37].

Resulta un hecho incontrovertible. Desde París
hasta Los Ángeles, observa Folliet, desde Amsterdam hasta Buenos Aires se puede encontrar una
multitud de hombres que parecen salidos de una
misma editorial, en una tirada de millones de ejemplares, todos parecidos. El mismo exterior, la misma forma de peinarse, de vestirse, de calzarse; la
misma manera de andar, impuesta por el ritmo de
la circulación y por la moda. Todos parecieran individuos intercambiables, que caminan por las calles
de las ciudades persiguiendo los mismos fines.

Si pudiéramos penetrar en las mentes de estos
hombres estandarizados, se descubrirían nuevas semejanzas, más llamativas quizás que las exteriores:
los mismos criterios tomados de las mismas radios,
las mismas revistas, los mismos formadores de opinión; un vocabulario casi idéntico, el que se aprende viendo la televisión; los mismos slogans políticos, el mismo tipo de música, las mismas modas
intelectuales, hoy aceptadas con entusiasmo, y
mañana reemplazadas por otras, pero siempre las
mismas para todos.

Esto en lo que atañe a los hombres. Si vamos
a las mujeres, el asunto es aún más llamativo. Las
mismas modas en el subterráneo de París, en las
avenidas de Berlín o en las plazas de Buenos Aires.
Se advierte, asimismo, una especie de culto de lo
artificial: cabellos teñidos con los mismos tonos,
rostros cubiertos de los mismos polvos y cremas;
uñas pintadas de la misma manera, elementos postizos, cejas, pestañas, etc., silueta lograda a fuerza
de regímenes severos de alimentación, a veces despiadados. Todo les ha sido impuesto desde afuera,
por la dictadura de los grandes modistos y peluqueros. Y si, como hicimos con los hombres, vamos del exterior al interior, advertimos que, obrando así, la mujer se cree profundamente original.
No se da cuenta de que la mayor parte de esas
modas provienen del cine, de las novelas, de la
publicidad que sin tregua la sugestiona, y sobre
todo de las revistas femeninas que la impulsan a
adherirse a lo que todas hacen, so pena de ser una
mujer exótica. Lo curioso es que ella se cree libre,
cuando en realidad no tiene sino la libertad de la
veleta, que gira según el viento[38].

Refiriéndose a este igualitarismo, tan generalizado, Sinclair Lewis, novelista norteamericano que
murió en 1951, un crítico bastante acerbo del hombre medio de los Estados Unidos, nos dice en su
obra Main Street: «Las nueve décimas partes de
las ciudades norteamericanas son tan parecidas
entre sí, que es un tedio mortal pasar de una a otra. Al oeste de Pittsburgh, y a veces también en
el este, siempre es la misma serrería, la misma estación de ferrocarril, el mismo garage Ford, la misma
«drug-store», las mismas casas en forma de cajita,
las mismas tiendas de dos pisos. Las nuevas viviendas, más presuntuosas, ostentan la misma uniformidad en su afán de diversificarse: los mismos bungalows, los mismos bloques de estuco, los mismos
ladrillos con aspecto de tapicería. Las tiendas exhiben los mismos productos nacionales estandarizados,
anunciados por una propaganda estandarizada. Los
periódicos, a 5000 kilómetros de distancia, presentan la misma composición, decidida desde las alturas de un trust. El «boy» de Arkansas ostenta el mismo traje de confección que el “boy” de Delaware,
los dos hablan el mismo argot, apropiado a los
mismos deportes. Aunque el uno estudie en una
Universidad y el otro sea peluquero, nade hay que
puede distinguirlos, son intercambiables».

André Siegfried, por su parte, al terminar una
gran encuesta sobre los Estados Unidos, contestó
que «los cien millones de norteamericanos guardan
entre sí un asombroso parecido». Todo ello se ha
dicho varias décadas atrás… Cuánto más se lo podría afirmar hoy, en este tiempo de macdonalización universal.

Parece indiscutible que uno de los signos de
nuestros días es el del triunfo de lo Idéntico, de lo
Mismo. El formidable poder de la moda, de que
acabamos de hablar; la seducción de la propaganda; la fabricación de productos en serie; los transportes públicos, muchas veces en un hacinamiento
tan inhumano como masificante; la influencia de
la opinión, o mejor, de los formadores de opinión,
que son los nuevos dictadores de nuestro tiempo;
la generalización plenamente aceptada de lo que
antes se llamaba «respeto humano», en virtud del
cual el distinto es un raro, un inadaptado; la literatura electoral, con sus slogans siempre repetidos;
el prestigio de las mismas estrellas del cine y de la
televisión, aunque sus vidas sean escandalosas; la
voluntad estatal, de origen jacobino, de educar a
todos según un molde colectivo; el nivelamiento
en base a la mediocridad, que se encuentra tanto
en el mundo eclesiástico como en el civil; la tendencia a la imitación en todos los campos; la carrera universal hacia los placeres, el dinero y el poder;
lodo ello contribuye a la «intercambiabilidad» de
los seres humanos. Como bien lo ha señalado Marcel de Corte, «en el fondo de estos fenómenos,
aparentemente inconexos, encontramos un servilismo, un gregarismo y un mimetismo nacidos de la
debilidad de las costumbres y de la impotencia en
que se encuentra el hombre moderno de encarnar
en su vida propia un ideal personal»[39].

No fue así en tiempos pasados. Siempre hubo,
claro está, cierta homogeneidad en la vida de las
sociedades. Pero lo de ahora es algo más que homogeneidad, es gregarismo y mimetismo, como
nos lo acaba de decir Marcel de Corte. Sabiamente
ha escrito Aristóteles: «Es evidente que la Ciudad,
a medida que se forme y se haga más una, no será
ya Ciudad; pues por naturaleza la Ciudad es multitud; si es reducida a la unidad, de ciudad se convertirá en familia, y de familia en individuo; pues
la palabra uno debe decirse antes de la familia que
de la Ciudad, y antes del individuo que de la familia. Guardémonos, pues, de admitir esta unidad
absoluta, pues ella aniquilaría la Ciudad. Por lo demás, la Ciudad no se compone sólo de hombres
reunidos en mayor o menor número, se compone
también de hombres específicamente diferentes,
pues los elementos que la componen no son iguales… Es, pues, evidente que la naturaleza de la sociedad civil no admite la unidad, como pretenden
ciertos políticos, y que lo que éstos llaman el supremo bien del Estado es precisamente lo que tiende
a su pérdida».

Este concepto tan sano de lo que debe ser una
sociedad, y que el mundo griego supo plasmar en
los hechos, se prolongó a lo largo de siglos de historia, tanto en el Oriente como en el Occidente. Ello
es advertible, por ejemplo, en la sociedad medieval, con la complementación de sus diversos estamentos. Pero también podemos encontrar algo semejante en épocas posteriores. En el llamado Ancien Régime, escribe Marcel de Corte, las costumbres del clero, de la nobleza y del pueblo eran diversas y semejantes a la vez, porque brotaban de
los mismos principios y sustentaban el orden político y la armonía social. Cada estamento de la sociedad tendía hacia el mismo fin que los demás,
pero según sus peculiaridades especificas. Las partes estaban sometidas al bien común del todo, como acontece en un organismo viviente. Pues bien,
hoy pasa todo lo contrario: las clases sociales de
nuestro tiempo, que son las herederas de aquellos
estamentos tradicionales, aspiran a desempeñar el
mismo papel en la Ciudad, renunciando a lo que
les es propio, en aras de una identidad uniforme.
Lo contrario es calificado de «discriminación»[40].

La identidad de los miembros de una sociedad
resulta siempre antihumana. Porque es propio de
los hombres la variedad, lo que permite una mayor
capacidad inventiva y la consiguiente fecundidad.
La diversidad de la gente, si no se desorbita, se
vuelve enriquecedora, posibilitando el despliegue
de las distintas personalidades y su mutua complementación. Podríase decir que cuanto más elevada
es una civilización más se diversifican las funciones
sociales, políticas, religiosas, intelectuales y estéticas
de sus miembros, por lo que los individuos que
ejercen dichas funciones no pueden sino ser desiguales. La relación de los hombres con la sociedad,
que engendra siempre la diferenciación, no es uniforme sino sinfónica[41]. Contrariando esta armonía
de la unidad en la diversidad, los hombres modernos y sus costumbres son cada vez más homogéneos. O, como escribe el mismo de Corte, «a decir
verdad no quedan ya costumbres, hay un comportamiento exterior idéntico, impersonal y estereotipado en el que sería vano buscar una inspiración
creadora»[42].

Cuando alguien es «distinto», molesta a los
»igualados» y «miméticos». El libro de la Sabiduría pone en boca de los impíos esta queja referida
al que no se comporta como ellos: «Es un vivo reproche contra nuestra manera de pensar y su sola
presencia nos resulta insoportable, porque lleva
una vida distinta de los demás y va por caminos
diferentes» (cf. Sab 2, 14-15).

Por lo general, el proceso de nivelación uniforma por lo bajo. En Norteamérica, escribe Ortega,
se dice que ser diferente es ser indecente. «La masa
arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto. Quien no sea como todo el mundo,
quien no piense como todo el mundo, corre el riesgo de ser eliminado”. Pero enseguida agrega: «Claro que este «todo el mundo» no es “todo el mundo”, «Todo el mundo» era, normalmente, la unidad
compleja de masa y minorías discrepantes, especiales. Ahora «todo el mundo» es sólo la masa»[43].
Por lo que advertimos cómo este tema se conecta
con el de la masificación. Lo que iguala es la inserción en la masa, todos a ras del suelo.

La pretensión de igualar a los que son desiguales constituye una auténtica injusticia. Los árboles
del bosque no crecen todos de la misma manera;
unos son pequeños, otros grandes; ningún animal
se parece del todo a otro de su misma especie; ni
siquiera los dedos de la mano son iguales. Lo son,
sí, los postes telegráficos, idénticos y derechos; los
canales, tan rectilíneos como sea posible. Bien señalaba Gabriel Marcel que la igualdad se refiere a
lo abstracto: los hombres no son iguales, pues los hombres no son triángulos o cuadriláteros. Y agregaba que sería fácil demostrar por que dialéctica
el igualitarismo culmina en el totalitarismo. Tal dialéctica está precisamente ligada el hecho de que
igualdad, siempre una categoría de lo abstracto,
no puede trasladarse al terreno de los seres vivos
sin convertirse en mentira, y consiguientemente sin
dar lugar a terribles injusticias[44].

El mismo filósofo francés ha escrito páginas tan
valientes como esclarecedoras sobre la falacia e
inconsistencia del famoso slogan de la Revolución
francesa, libertad, igualdad y fraternidad, un slogan
intrínsecamente contradictorio. Donde hay verdadera libertad, afirma, no puede haber total igualdad. Y tampoco se debe confundir la igualdad con
la fraternidad. Ser igual a otro consiste en «no ser
menos que él», lo cual implica comparación. Al
compararme con otro, si me veo inferior a él, deseo
igualarlo. Si ello está a mi alcance, nace el conflicto,
el antagonismo; cuando no me resulta posible,
brota el resentimiento. A las relaciones humanas
de este tipo Kant las llamaba, justamente, «egoísmo
comparativo». Marcel sostiene, de acuerdo con él,
que «la igualdad está centrada sobre la conciencia
reivindicadora de sí.» Dicha tendencia es propia
del alma plebeya. El verdadero aristócrata, que
nada tiene que ver con el oligarca o el tecnócrata,
se caracteriza por el honor y la nobleza. Mientras
el plebeyo está dominado por su afán de reivindicaciones, el noble no tiene nada que reivindicar; si alguno es más noble que él, no por eso se siente
humillado.

Cuando a mediados del siglo XVIII se perfilaba
en el horizonte la rebelión de la burguesía contra
la nobleza, un inteligente escritor y moralista francés, el marqués de Vauvenargues, observó que se
prefería no tener inferiores a tener que reconocer
un solo superior. Este es un rasgo propio de la psicología humana. Pero, como señala de Corte, lo
es menos el lugar cada vez más restringido y, en
último extremo, inexistente, que el mundo moderno reserva a la simple personalidad, cuyas bases hostiga e intenta destruir. Su odio a lo que es superior no constituye, en realidad, sino una derivación
de su negativa a comprender y admirar la personalidad[45]. La Revolución francesa trató de institucionalizar esta pretensión igualitaria. Una carta de Camilo Desmoulins, revolucionario girondino, que
ulteriormente sería mandado guillotinar por Robespierre, en los tiempos en que todavía tenía la
cabeza sobre sus hombros, ilustró así nuestro asunto: «A mis principios se ha unido el deseo de ponerme en mi lugar, de mostrar mi fuerza a los que me
habían despreciado, de humillar hasta mi nivel a
los que la fortuna había colocado por encima de
mí. Mi divisa es la de los hombres honrados: ningún superior». Tal fue una de las ideas básicas de
la Revolución francesa y de la Declaración de los
Derechos del Hombre.

La moderna tendencia al igualitarismo está estrechamente unida con el vicio de la envidia. Nos
parece genial la expresión de Victor Hugo: «Egalité,
traduction polítíque du mot envie«. Bien ha escrito
Vega Letapié: «Si la libertad desenfrenada se deriva
del pecado de soberbia del non serviam de Lucifer,
podemos encontrar el origen del principio de igualdad absoluta en el pecado de envidia en que cayeron nuestros primeros padres en el paraíso, al dejarse seducir por el pecado de la serpiente: Aperientur oculi vestri et eritis sicut dii (se abrirán vuestros
ojos y seréis como dioses)».

También la Revolución soviética se propuso
concretar el proyecto igualitario, pero en un gran
hormiguero social. Si antes el burgués intentó rebajar al noble poniéndolo a su nivel, ahora el proletario buscaría lo mismo, haciendo que el burgués
descendiese a su rango. Siempre un movimiento
que tiende hacia abajo. El trasfondo ideológico de
lucha de clases, del combate del proletariado
contra la burguesía, no es sino la expresión de un
marcado complejo de inferioridad. La clase «explotada» busca su liberación, y a la envidia humillada
sucede el orgullo de clase. «Nada somos, seámoslo
todo», canta la Internacional, resumiendo en un
sólo verso el proceso ideológico de la dictadura
del proletariado[46].

En el fondo, esta desembozada tendencia a
igualarlo todo tiene no poco que ver con la propensión al facilismo. En vez de subir uno, hacer bajar a los demás. Aquí interviene lo que Nietzsche llamaba «la ley de la transmutación de los valores»:
el hombre sigue aún reconociendo un sistema de
valores, como meta digna de su existencia, pero
en vez de los valores sublimes, cuya adquisición
requiere un gesto de energía y una vigorosa afirmación de la personalidad, prefiere valores enclenques, que pueden obtenerse sin fatiga y sobre todo
sin sacrificio[47].

Genialmente ha señalado Marcel de Corte una de las paradojas más notables de nuestro tiempo: Jamás los hombres fueron más parecidos unos con otros, pero jamás estuvieron más atomizados, ni se mostraron más egoístas, ni vivieron más separados. Trae a colación una fina y profunda observación de Abel Bonnard, escritor francés de comienzos de siglo: «Cuando una sociedad que no hace sino sobrevivir se disgrega en hombres aislados, cuya pobreza interior no queda rescatada por ninguna relación a un fondo común a todos, sin tierra, sin religión, sin disciplina, funcionarios hastiados de su empleo, artesanos cansados de su oficio, obreros que no aman su trabajo y cuyo trabajo es, demasiadas veces, indigno de ser amado, ¿qué medios de rehacer su vida les queda a estos individuos desintegrados, si no es por medio de opiníones revolucionarias? ¿Cómo puede el grano de polvo volver a entrar en el drama universal, sino gracias al torbellino de los vientos?» Es lo que antes decíamos acerca del desarraigo: extirpadas todas las raíces que unen a la tierra, a la familia, a la patria, a Dios, sólo quedan hombres «desintegrados». Lo propio de una sociedad ordenada, cuyos miembros se nutren en sus raíces naturales, es la unidad en la diversidad y la diversidad en la unidad. Pero todo ello es ahora una caricatura. La unidad se convierte en uniformidad, similitud, copia. La diversidad se convierte en individualismo, dispersión, anarquía. Y la rebelión brota instintivamente[48].

Lo más grave es que este hombre-masa, sabiéndose vulgar, y entendiendo que ha logrado poner a todos a su nivel, tiene el coraje de afirmar, como lo decía Ortega, el derecho a la vulgaridad, y trata de imponerlo a los demás. Antes era conducido por los más capaces, ahora ya no hay «más capaz que él», por lo que pretende dirigir y gobernar a sus compatriotas, incluidos los realmente capaces. Este hombre piensa que la vida es fácil, holgada, sin exigencias de perfeccionamiento, lo que lo lleva a afirmarse a sí mismo tal cual es, contentándose con su haber moral e intelectual. De este modo al tiempo que anhela ejercer dominio político, se cree capaz de opinar de omne re scibile, juzgando, decidiendo y pronunciándose, dogmáticamente, y sin información alguna, sobre las más delicadas cuestiones del orden moral y social.

Describiendo la sociedad de nuestro tiempo, Ernesto Sábato nos ha dejado un texto que alude a varios de los aspectos que hemos tratado:

«Mecanización, robotización, alienación y desacralizacíón del hombre. La concentración industrial y capitalista produjo en las regiones más «avanzadas» un hombre desposeído de relieves individuales, un ser intercambiable, como esos aparatos fabricados en serie. La modernidad llevó a cabo una siniestra paradoja: el hombre logró la conquista del mundo de las cosas a costa de su propia cosificación. La masificación suprimió los deseos individuales porque el super Estado -capitalista o comunista- necesita hombres idénticos. En el mejor de los casos colectiviza los deseos, masifica los instintos, embota la sensibilidad mediante la televisión, unifica los gustos mediante la propaganda y sus slogans, favorece una especie de panonirismo, la realización de un sueño multánime y mecanizado: al salir de sus fábricas y oficinas, los hombres y mujeres, que son esclavos de maquinarias y computadoras, entran en los deportes masificados, en el reino ilusorio de los folletines y series televisivas fabricadas por otras maquinarias. Son tiempos, éstos, en que el hombre se siente a la intemperie metafísica. Aquella ciencia que los candorosos creían que iba a dar solución a todos los problemas físicos y espirituales del hombre acarreó, en cambio, estos estados gigantescos, con su deshumanización. El siglo XX esperaba agazapado en la oscuridad como un asaltante sádico a una pareja de enamorados»[49].

V. LA ADICCIÓN TELEVISIVA

Con gran satisfacción acabamos de leer un libro recién aparecido del escritor italiano Giovanni Sartori, que lleva por título Homo videns. La sociedad teledirigida[50]. Impresionados por dicha lectura, hemos resuelto dedicar uno de los capítulos del presente ensayo al influjo de la televisión en el hombre de hoy, compendiando las reflexiones del autor.

La tesis de fondo es que el video está produciendo una enorme transformación merced a la cual el homo sapiens, producto de la cultura oral y escrita, se va convirtiendo en homo videns[51].

En adelante pareciera que la vida toda encuentra su centro en la pantalla[52], y ello en detrimento de la palabra. No que ésta se contraponga necesariamente a la imagen. Si se integraran bien, si la imagen enriqueciera la palabra, se trataría de un, síntesis armoniosa. Pero no es así. El número de los que leen está decayendo sensiblemente, en aras de la pantalla televisiva. Tanto en Italia como en España un adulto de cada dos no lee ni siquiera un libro por año. En los Estados Unidos, en el año 1954, las familias veían tres horas de televisión por día y en 1994 más de siete horas diarias. «Siete horas de televisión más nueve horas de trabajo (incluyendo los trayectos), más seis o siete horas para dormir, asearse y comer suman veinticuatro horas: la jornada está completa»[53]. La imagen no contribuye a explicar la realidad de las cosas, y por ello no hay integración entre el homo sapiens y el homo videns, sino sustracción, ya que el acto de ver está atrofiando la capacidad de entender[54].

Conviene explayarnos en la significación de esta dicotomía. Muchas palabras, especialmente las que representan conceptos e ideas, no tienen correlato alguno en cosas visibles, su contenido resulta intraducible en forma de imágenes. Por ejemplo las palabras nación, justicia, Estado, generosidad. Es cierto que algunas de ellas pueden ser de algún modo expresables en imágenes, pero sólo de manera empobrecida, verbi gratia la idea de felicidad en un rostro que denota alegría, la de libertad en un preso que sale de la cárcel. Todo el saber del homo sapiens se desarrolla en el círculo del mundus intelligibilis, hecho de conceptos y de juicios, muy distante del mundus sensibilis, el mundo que perciben nuestros sentidos. Cuando la televisión suple la lectura, produce imágenes y anula los conceptos; de este modo atrofia la capacidad de abstracción y con ella la capacidad de entender[55]. De por sí, la imagen podría tener un gran valor inteligible, como sucede en el ámbito de los iconos, donde el espectador, al contemplarlos, «lee» un contenido doctrinal, que va mucho más allá de la estética sensible. Pero no sucede así en las imágenes de la televisión, tan pobres en su capacidad de reflejar algo inteligible o trascendente.

Nos parece un acierto del autor el querer confirmar su tesis recurriendo a una idea de Ernst Cassirer, quien califica al hombre de «animal simbólico” o también de animal loquax, animal que habla, con lo que alude a una tendencia profunda del ser humano, la creación de símbolos. Para Cassirer, el idioma, el arte y la religión forman parte del entramado simbólico propio de toda cultura que merezca el nombre de tal. No en vano el hombre es como un puente entre lo visible y lo invisible, según la noble fórmula medieval. Recuérdese que el vocablo griego symbolon designaba, etimológicamente, la tableta que se dividía en dos, una de cuyas mitades era entregada al huésped a fin de que, luego de su partida, resultara factible el mutuo reconocimiento en caso de un posible reencuentro posterior, lo cual ocurría prácticamente sin riesgo
de error por cuanto ambas partes de la tableta debían encajar perfectamente una en la otra, dado
el corte irregular efectuado a propósito. Pues bien,
escribe Sartori, la comunicación de ideas, que caracteriza al hombre como animal simbólico, se realiza especialmente en y con el lenguaje. Tanto los
conceptos como los juicios que tenemos en la mente no son visibles sino inteligibles, y a lo largo de
la historia se han ido transmitiendo primero por
la expresión oral y luego por la escrita. La relativamente reciente aparición de la radio aportó un
nuevo medio de comunicación, pero que no menoscabó la naturaleza simbólica del hombre, ya
que la radio «habla», difunde ideas con palabras,
a semejanza de los libros, periódicos y teléfonos.
En cambio la llegada de la televisión, a mediados
de nuestro siglo, produjo una revolución copernicana, haciendo que el ver prevaleciera cada vez más
sobre el oír. Es cierto que también en la televisión
hay palabras, pero sólo están para comentar las imágenes. Y, en consecuencia, el telespectador es más
un animal vidente que un animal simbólico[56].

Confirmando lo que nos dice Sartori, tanto en
los colegios como en las universidades los profesores coinciden en advertir en sus alumnos un retro-
ceso muy notable en su capacidad de atención,
de memoria, de intuición, de juicio, en una palabra, un descenso muy generalizado de la concentración y de la madurez intelectual[57]. ¿Será ello el
resultado del encandilamiento que produce la televisión? Keraly trae a colación el recuerdo de los
prisioneros de la caverna de Platón: encadenados
en la oscuridad, sin ulteriores horizontes, no dudan
ni pueden dudar de encontrarse en presencia del
único mundo real. Si Platón hubiese podido conocer las virtualidades del universo televisivo, ¿habría
tenido necesidad de forjar la alegoría de la caverna?[58].

El imperialismo de la imagen va demoliendo
el reino de la palabra y de la inteligencia, con el
consiguiente acrecentamiento de la estupidez y de
la necedad. He aquí el cuadro que pintaba René Huyghe, a fines de la década del 60: «Ya no somos
hombres de pensamiento, hombres cuya vida interior se nutre en los textos. Los choques sensoriales
nos conducen y nos dominan; la vida moderna
nos asalta por los sentidos, por los ojos, por los oídos… El ocioso que, sentado en su sillón, cree relajarse, hace girar el botón que hará estallar en el
silencio de su interior la vehemencia sonora de la
televisión, a menos que haya ido a buscar en una
sala oscura los espasmos visuales y sonoros del cine. Un prurito auditivo y óptico obsesiona, sumerge a nuestros contemporáneos. Esto ha implicado
el triunfo de las imágenes. Son el centro del hombre cuya atención tienen ellas la misión, en la publicidad, de despertar y luego de dirigir. Además, suplantan a la lectura, en el papel que le estaba destinado para nutrir la vida moral. Pero en lugar de
presentarse al pensamiento como una oportunidad
de reflexión, pretenden violentarlo, imprimirse en
él por una proyección irresistible, sin dejar a ningún
control racional el tiempo de levantar una barrera
o para interponer siquiera un cernidor… La proliferación de la imagen, como instrumento de información, precipita la tendencia del hombre moderno a la pasividad… Incapaz de reflexión y de control, registra y sufre una especie de hipnotismo larvado»[59].

Para Sartori la aparición de la imagen televisiva
y la consiguiente adicción de quienes la frecuentan,
señala un hito crucial en la historia. Así como se dice que nos encontramos en la post-modernidad,
podemos afirmar que estamos ya en la edad del post-
pensamiento[60]. Se podrá objetar que la televisión
informa, y ello, al parecer, es algo conceptual, la
manera que tenemos de estar presentes en el mundo, de considerar lo que acontece con inteligencia.
Sin embargo no es lo mismo información que conocimiento. Informar es dar noticias. Uno puede estar
muy informado de muchas cuestiones y, sin embargo, no comprenderlas. Además, buena parte de
esas informaciones son frívolas, carentes de relevancia, o sólo agradables a la vista. Notemos asimismo que la noticia pasa casi siempre por la filmación; si no hay filmación no hay noticia, aunque
ésta sea de gran importancia[61]. Sartori llega a decir
que a diferencia de los medios de comunicación
anteriores, radio incluida, la televisión destruye más
saber y más conocimiento del que transmite[62].

No hace mucho, nuestro autor dijo en una entrevista, que a su juicio los antiguos campesinos
griegos, aunque fuesen analfabetos, le parecían más
civilizados que los televidentes modernos. Aquéllos
se dejaban guiar por los viejos proverbios, que destilan sabiduría. No estaban, por cierto, «informados»,
pero ello no es tan necesario como se piensa. De
hecho, para la mayor parte de nuestros contemporáneos, la información ha venido a ser un fin en
sí misma, reemplazando el conocimiento y la sabiduría. Viene acá al recuerdo la terrible imprecación
de Péguy, en un mundo en que el periodismo no hacía sino el aprendizaje de su poder sobre las almas: «Todo hombre moderno es un miserable periódico, Y ni siquiera un miserable periódico de
un día. De un solo día. Sino que es como un miserable viejo periódico de un día sobre el cual, sobre
el mismo papel, todas las mañanas se imprimiera
el periódico de ese día. Así nuestras memorias modernas, no son jamás sino desdichadas memorias
estropeadas, desdichadas memorias echadas a perder». Sea lo que fuere del dicho de Péguy, lo cierto
es que la televisión puramente informativa contribuye a la masificación generalizada. Jean Baudrillard lo dijo no sin ingenio: «La información, en lugar de transformar la masa en energía, produce
todavía más masa».

Sartori da un paso más. Muchas veces, escribe,
la gente se lamenta de la televisión porque estimula
la violencia y el desenfreno sexual. Ello es verdad.
»Pero es aún más cierto y aún más importante entender que el acto de telever está cambiando la
naturaleza del hombre. Este es el porro unum, lo
esencial, que hasta hoy día ha pasado inadvertido
a nuestra atención»[63].

Afirmación atrevida, por cierto, pero no fácilmente rebatible. Porque, según dice más adelante, la televisión no es sólo un medio de comunicación.
Es también, a la vez, una paídeia, una verdadera
enseñanza, que genera un nuevo tipo de hombre,
un nuevo tipo de ser humano[64]. Como si dijéramos que este instrumento que hemos inventado,
en cierto modo se nos ha escapado de las manos,
y ahora nos domina. Introduciéndose en los hogares, y siendo tan frecuentado ya por los chicos,
desde los primeros años de la vida, está creando
un “video-niño”, un novísimo ejemplar de ser humano “educado” frente a una pantalla, incluso antes de saber leer y escribir[65]. En la práctica, la televisión es la primera escuela del niño o, al decir de nuestro autor, «la escuela divertida que precede a la escuela aburrida». El niño es como una esponja que se deja impregnar por lo que ve en la pantalla, incapaz aún de juicio crítico personal, lo que lo va reblandeciendo e incapacitando para luego poder leer y poder discernir. En vez de aquello de San Juan: “Al principio fue la palabra” habría hoy que decir que “al principio fue la televisión”. Cuando este niño se haga adulto será alérgico a los libros, porque aun entonces responderá a estímulos casi exclusivamente audiovisuales. Trátase de una «cultura de la incultura», lo que implica atrofia y pobreza mental[66].

Hoy se habla de «realidad virtual», entendiéndose por ello una «pseudo-realidad», que sólo vive en la pantalla. Es cierto que «lo virtual, las simulaciones amplían desmesuradamente las posibilidades de lo real; pero no son realidades[67]. A veces se dice que «la imagen no miente». Mas ello está lejos de ser así. La televisión puede tergiversar la realidad de mil maneras, e incluso hacer que la mentira tenga mayor eficacia y por ende resulte más nociva. Sabemos lo que un fotomontaje es capaz de llevar a cabo. Y a veces lo que aparece en la pantalla es todo un fotomontaje. Sartori recuerda aquella imagen tan conocida del coronel sudvietnamita que disparaba a la sien de un prisionero del Vietcong. Todo el mundo quedó horrorizado. Pero dicha imagen no mostraba la multitud de cadáveres que había alrededor, horriblemente mutilados, no sólo de soldados norteamericanos, sino también de mujeres y de niños. La imagen del soldado apuntando era verdadera, pero el mensaje que contenía era engañoso[68]. Algo de eso hemos conocido entre nosotros. Por lo demás, la gente llega a pensar que lo que no ve no existe: Non uidi, ergo non est[69].
La televisión es espectáculo. Pero como el mundo real no es espectáculo, cuando se lo convierte en tal, los problemas quedan deformados y el televidente desinformado.

Un aspecto no desdeñable es el influjo de la televisión en el seno de la familia. De hecho, la televisión hace poco menos que imposible la comunión familiar. ¿Cómo ver al otro mientras miro el aparato? Se ha dicho que el amor es «mirar juntos en la misma dirección. Pero ¿acaso logra eso la televisión? Mientras se la mira, toda interferencia, todo intento de decir una palabra al margen de lo que se ve parece una insolencia, poco menos que un golpe de Estado[70]. Pueden, pues, estar reunidos sus miembros en torno a la pantalla, pero no por eso hay menos lo que Sartori llama una «soledad electrónica». A ello contribuye el hecho de que con frecuencia el interés se traslada a sucesos o personas lejanas[71], de modo que el televidente se va convirtiendo en un ciudadano global, ciudadano del mundo, dispuesto a apasionarse por causas totalmente remotas y hasta descabelladas. Ya anteriormente nos hemos referido a este extraño tipo de transferencia. A principios de 1997, toda Norteamérica se movilizó para salvar a un perro labrador de ser muerto con una inyección. El veterinario, creyéndose poco menos que un verdugo, se negó a sacrificarlo[72]. Dicha comunión con lo remoto fomenta a veces el desinterés por las cosas más cercanas, por la propia familia, justamente en una sociedad caracterizada por el desarraigo. El hombre queda reducido a ser pura relación, pero una relación apartada de las religaciones naturales, una
relación vacía que comunica vacío[73].

Resultan muy interesantes las reflexiones que dedica nuestro autor a lo que llama «la video-política», sobre todo en los sistemas liberal-democráticos. El papel de la televisión se vuelve allí protagónico, ya que el pueblo «opina» sobre todo en función de cómo la televisión le induce a opinar. «Y en el hecho de conducir la opinión, el poder de la imagen se coloca en el centro de todos los procesos de la política contemporánea»[74] Aclara Sartori que no es lo mismo «opinión» que “conocimiento”. La opinión es un parecer subjetivo, una convicción frágil y voluble, para la cual no se requieren pruebas. Otro aspecto de la ingerencia de la televisión en este campo es lo que el autor llama «la emotivización de la política», es decir, una política dirigida por episodios emocionales, que encienden los sentimientos, determinándose así la decisión electoral. «El saber es logos -escribe-, no es pathos, y para administrar la ciudad política es necesario el logos. Y aun cuando la palabra puede también inflamar los ánimos (en la radio, por ejemplo), la palabra produce siempre menos conmoción que la imagen. Así pues, la cultura de la imagen rompe el delicado equilibrio entre pasión y racionalidad»[75].

Conocemos la importancia que hoy tienen los llamados sondeos. De ellos ha dicho un ensayista contemporáneo: «Los sondeos de opinión reinan como soberanos. Quinientos norteamericanos son continuamente interrogados para decir a nosotros, es decir, a los otros 250 millones de norteamericanos lo que debemos pensar». Tales sondeos no sólo son instrumentos de poder, sino una expresión del poder de los medios sobre el pueblo. «Es falso que la televisión se limite a reflejar los cambios que se están produciendo en la sociedad y en su cultura -escribe Sartori-. En realidad, la televisión refleja los cambios que promueve e inspira a largo plazo[76].
A menudo en los sondeos las respuestas dependen del modo como se formulan las preguntas. Con frecuencia los interpelados se sienten forzados a dar una respuesta improvisada, ya que la mayoría de
ellos suelen saber poco o nada de las cuestiones sobre las que se les pregunta. Un músico entiende de música, un literato de literatura, un futbolista de fútbol. Pero los encuestadores los interrogan sobre cualquier cosa. «Los pollsters, los expertos en sondeos, se limitan a preguntar a su quidam, cualquiera que sea «¿qué piensa sobre esto?» sin averiguar antes lo que sabe de eso, si es que sabe algo»[77]. Agrega el autor que cuando las entrevistas tratan de problemas serios «son, en general, formidables multiplicadores de estupideces; cuando se dicen en la pantalla, las estupideces crean opinión:
las dice un pobre hombre balbuceando a duras penas, y al día siguiente las repiten decenas de miles
de personas»[78]. Sin embargo hay países, como
los Estados Unidos, donde «la sondeo-dependencia de los políticos -empezando por el presidente- es prácticamente absoluta»[79].

En las elecciones italianas de 1994 se calculó
que tres o cuatro millones de electores estaban teleguiados. Muchas veces la gente vota por las «caras»
de los candidatos, sí son o no telegénicos. Más que
contenidos doctrinales los candidatos ofrecen espectáculos impactantes. Lo esencial es el espectáculo, lo doctrinal es añadidura. De Berlusconi se
dice que consiguió una cuarta parte de los votos
italianos sin ningún partido que lo respaldase; el
respaldo fue su propio imperio televisivo. La video-elección da origen a la video-política. El video-dependiente se conjuga con el sondeo-dependiente.

El poderoso influjo de la televisión para modelar
al hombre de nuestro tiempo, trae al recuerdo aquella novela satírica y futurista de Aldous Huxley, Un
mundo feliz. Por lo que parece, afirma Sartori, se
va creando un «brave new world» electrónico[80].
El poder pasará, a través de los ordenadores, al
Gran Hermano electrónico. Pero dichos ordenadores no serán entes abstractos, sino máquinas utilizadas por personas de carne y hueso, ni el Gran
Hermano será impersonal sino «una raza patrona
de pequeñísimas élites, de tecno-cerebros altamente dotados, que desembocará en una «tecnocracia convertida en totalitaria» que plasma todo
y a todos a su imagen y semejanza»[81].

Como lo hemos señalado, el hombre ha quedado preso de la máquina que él mismo descubrió.
Recuerda nuestro autor aquellos preanuncios de Francisco Bacon en su Nueva Atlántida, donde el
filósofo inglés soñaba con un paraíso de la técnica
y con un regnum hominis en que el saber científico
le comunicaría al hombre el poder de dominar la
naturaleza. En realidad, ello se ha cumplido. Pero
dicha era está en su ocaso. «Ya no tenemos un
hombre que «reina» gracias a la tecnología inventada por él, sino más un hombre sometido a la tecnología, dominado por sus máquinas. El inventor ha
sido aplastado por sus inventos»[82].

Dedica el pensador italiano inteligentes páginas a las computadoras y al Internet, que contribuyen a hacer del hombre moderno un homo digitalis,
reducido a apretar los botones de un teclado, sin
ningún contacto auténtico con el mundo real. Pero
no podemos detenernos en la consideración de este último fenómeno. Lo que en el presente capítulo
hemos querido destacar con el autor es el influjo
de los nuevos medios de comunicación en la configuración del hombre moderno. Sartori no anda con
vueltas: Lo que hoy se ha creado, dice, es una Lumpenintelligentia, un proletariado intelectual, sin ninguna vertebración doctrinal. Aquellos medios, sobre todo la televisión, son administrados por la subcultura, por personas sin cultura. «Han sido suficientes pocas décadas para crear el pensamiento
insípido, un clima cultural de confusión mental y
crecientes ejércitos de nulos mentales»[83]. Trátase,
en el fondo, de un retorno a la barbarie. Nuestro autor recuerda la tesis de Juan Bautista Vico, en su
obra Ciudad Nueva, donde dicho filósofo afirmaba
que la historia está dividida en tres edades, la primera de las cuales era a sus ojos como una sociedad de «horribles bestias», desprovistas de capacidad de reflexión, pero dotadas de sentidos vigorosos y de enorme fantasía. Para Sartori, Vico profetizó el hombre actual. «El hombre del post-pensamiento, incapaz de una reflexión abstracta y analítica,
que cada vez balbucea más ante la demostración
lógica y la deducción racional, pero a la vez fortalecido en el sentido del ver (el hombre ocular) y en
el fantasear (mundos virtuales), ¿no es exactamente el hombre de Vico? Realmente se le parece»[84].

Tales son los principales hallazgos que hemos
encontrado en este libro tan interesante. Se podrá
no coincidir en todas sus aseveraciones, pero es
innegable que sus intuiciones resultan esclarecedoras, ¿Qué hacer entonces?, se pregunta Sartori.
La irrupción de la televisión y la tecnología multimedia es algo inevitable. Pero por el hecho de serlo, no debe aceptarse a ciegas y sin discernimiento.
También la polución es inevitable, y sin embargo
no dejamos de combatirla[85]. Se trata de remontar
la corriente, intentando el retorno desde la incapacidad de pensar (el post-pensamiento) al pensamiento, lo que será imposible si no defendemos a ultranza la lectura, el libro, es decir, la cultura escrita[86].

VI. LA URBE MACROCÉFALA

En buena parte el hombre de hoy es un hombre
modelado por el espíritu de la ciudad. Parece,
pues, oportuno analizar lo que es la ciudad moderna y su influencia sobre el que la habita. Hasta
hace poco más de un siglo, la mayor parte de la
gente vivía en el campo. Hoy emergen en todo el
mundo ciudades inmensas. Ya sabemos lo que
decía Platón sobre la necesidad de que las ciudades
fuesen «humanas», a la medida del hombre, haciendo posible el conocimiento mutuo de los ciudadanos, así como la consiguiente amistad, base de
la política. También Santo Tomás se refirió a la conveniencia de establecer ciudades por la necesidad
que tenemos de vivir con otros; ningún hombre
es autosuficiente sino que depende de la ayuda
de los demás, especialmente en los momentos de
indigencia y desamparo. «La fundación de las ciudades es necesaria para la comunidad de la muchedumbre de gente, sin lo cual el hombre no puede vivir decentemente. Y esto se dice tanto más
de una ciudad que de un castillo o aldea, cuanto
en ella para la suficiencia de la vida humana hay
más artes y artesanos, de lo cual se componen las
ciudades»[87].

Las primeras ciudades fueron pequeñas, en estrecha comunión con el paisaje y el campo circundante. Su habitante conocía a casi todos aquellos
con quienes se encontraba, multiplicándose así las interrelaciones personales. No sucede así con la
gran ciudad moderna, la macro-ciudad. Estas urbes
estructuradas con mente cartesiana, con «esprit de
géometrie«, han terminado con las calles sinuosas,
poéticas y humanas, tan propias de las ciudades
antiguas, supliéndolas por avenidas y diagonales
que se entrecruzan en ángulo recto, todas iguales
e intercambiables, con la intención de ahorrar espacio. Entre nosotros, un ejemplo clásico es el de
la ciudad de La Plata, trazada con escuadra y compás, y cuyas calles no tienen nombres sino números. Desde el punto de vista del tránsito ciudadano
dicha planificación contribuye, por cierto, al ahorro
de tiempo, según aquel adagio monetarizante, «el
tiempo es oro». Pero, socialmente hablando, despersonalizan por lo anónimo, impidiendo todo verdadero protagonismo humano. Un escritor argentino, Enrique del Acebo Ibáñez, ha escrito recientemente un interesante libro sobre este tema bajo el
título de Sociología de la ciudad occidental[88].Tomaremos de allí algunas reflexiones.

Las ciudades macrocéfalas, poco menos que
ciudades-estados, como por ejemplo Buenos Aires
o México D. F., constituyen un verdadero atentado
contra lo humano[89]. Es cierto que algunos arquitectos, como Antonio Gaudí, han procurado introducir en los edificios de algunas urbes gigantescas las sinuosidades propias de la naturaleza,
pero a la postre la ciudad siempre acaba por dominar y cerrarse sobre su obstinada geometría.

Cuando Spengler calificaba al habitante de la
urbe cual nuevo nómada, lo que quería poner de
relieve era su pérdida de todo vínculo con los valores humanos y patrióticos. «El hombre civilizado,
el nómada intelectual es otra vez… un apátrida integral», dice. Henos aquí de nuevo con el tema
del desarraigo, a que anteriormente nos hemos
referido. Este «nomadismo” queda simbolizado en
la incapacidad de «aquerenciamiento” que caracteriza al hombre moderno. Para Max Picard, la casa
del que vive cual un fugitivo, en permanente huida
que no puede detener, no es casa, sino máquina-
habitación»[90].

Señala del Acebo Ibáñez que el ciudadano moderno, de un ser que «habita», se va convirtiendo,
gradualmente, en alguien que simplemente «ocupa» un determinado espacio donde, en un ambiente de «afonía» social, se vuelve prácticamente incapaz de dialogar. Ello no deja de ser preocupante
ya que, como sostiene Mietscherlich, «si la idea de
patria ha de ser sentida como un vínculo positivo,
deberá el entorno hablar al hombre, deberá existir
siempre alguien que se comunique con él; así es
como desde niño aprende el lenguaje de ese territorio»[91].

Un sociólogo alemán, Jorge Simmel, alude a un detalle curioso, y es la influencia que tienen los
medios de transporte público en la insularidad a
que nos estamos refiriendo: «Antes de que en el
siglo XIX surgiesen los ómnibus, ferrocarriles y
tranvías, los hombres no se hallaban nunca en la
situación de estar mirándose mutuamente, minutos
y horas, sin hablar. Las comunicaciones modernas
hacen que la mayor parte de las relaciones sensibles entabladas entre los hombres queden confiadas, cada vez en mayor escala, exclusivamente al sentido de la vista»[92].

Algo semejante podría decirse acerca del influjo
que ejercen las fábricas de la gran ciudad y su producción en serie, sobre el obrero. A diferencia de
lo que sucedía en las ciudades menores y antiguas
aldeas, con sus asociaciones gremiales y artesanales, en que el contacto de tipo personal era predominante, el obrero de ahora entra en los modernos
talleres de fábricas donde se topa con incontables
personas a las que sólo ve pero no oye. La vista
suele captar lo más general, señala Simmel, mientras que el oído nos permite adentrarnos en las particularidades, ya que es este último sentido el que
mejor transmite los diversos estados de ánimo, variables de un individuo a otro[93].

Ya en el siglo pasado, Tocqueville había observado este tipo de fenómenos, así como sus negativas consecuencias para la salud del cuerpo social. En su conocida obra, La democracia en América[94], se sorprende del número incontable de personas,
indiferenciadas entre sí, que sólo se esfuerzan por
gozar de placeres mezquinos y miserables. «Como
cada uno de ellos vive aparte, cada uno es un extraño al destino de todo el resto; sus hijos y sus amigos privados constituyen para ellos el conjunto de
la humanidad; por lo que hace al resto de sus conciudadanos, está próximo a ellos, pero no los ve;
los toca, pero no los siente; sólo existe en sí mismo
y para sí mismo; y si todavía le queda su parentela,
puede decirse que, en cualquier caso, ha perdido
su país».

Se confirma así lo que decía Sciacca sobre aquel
pavoroso sentimiento de la «soledad en compañía», la más insoportable de las soledades. La conversación se ve sustituida por las charlas. Por lo
demás, como escribe el filósofo italiano, para comunicarnos con los otros se necesita tiempo, y hoy
nadie lo tiene. Tampoco se cultiva el género epistolar, tan apreciado hasta no hace mucho. Basta ver
las cartas que nos quedan de los antiguos, Cicerón,
San Agustín, Bossuet y tantos más. «Nadie está
dispuesto para nadie; cada uno está disponible para las cosas, para los negocios y para aquello que
sirve a sus intereses; no para sí mismo y para los
demás, excepto cuando los demás entran en la órbita de sus intereses materiales»[95]. Recuerdo que
estando una vez en un pueblito muy pequeño del norte argentino, a donde no llega el pavimento,
llamado Santa Victoria, bastante alejado de la capital de la provincia de Salta, uno de sus moradores
me contaba que había estado durante un tiempo
en Buenos Aires, pero que no había podido aguantar: «La gente -me decía- se encuentra todos los
días en el colectivo o en el subterráneo, pero nadie
parece conocerse, ni se saludan. Yo prefiero vivir
acá.»

Para protegerse contra el desarraigo del medio
ambiente de la gran ciudad, a menudo el hombre
singular, que vive poco menos que al descampado
social, se cierra neuróticamente sobre sí mismo,
con lo que se sumerge en un aislamiento aún mayor. Porque si, por una parte, la gran ciudad
masifica, nivelando las personalidades, por otra hace que el hombre reaccione con una actitud marcadamente egoísta, en un retraimiento compulsivo
y su correspondiente carga patogénica[96]. «De ahí
la presencia de un individualismo extremo. El hombre se va transformando, como hemos visto, en
simple número, en pieza fácilmente intercambiable
dentro del gran engranaje. En las grandes urbes
el todo se va imponiendo a las partes; pero no
abarcándolas, compendiándolas, sino destruyéndolas al indiferenciarlas. Es precisamente frente a
este cada vez mayor peso de lo social y tecnológico, como el habitante de la metrópoli reacciona a
menudo con un individualismo extremo, a modo de desesperado intento por salvaguardar su más
propia e íntima personalidad»[97]. Dicho intento hace que a veces adopte actitudes extravagantes, en
busca de una originalidad a cualquier precio. Quiere hacerse notar. Sale de su casa con ropa desgarbada y deshilachada, tiñe su pelo de azul… Así las
metrópolis se van convirtiendo en extraños escenarios donde se representan esos ensayos de pseudo-individualización, mal remedo de una auténtica
personalidad.

Refiriéndose Marcuse a las condiciones de aglomeración, estrepitosidad y pérdida de la privacidad
en la sociedad de masas, tras señalar que «la necesidad de tranquilidad, intimidad, independencia,
iniciativa y algunos espacios abiertos no es un capricho o un lujo, sino que constituye una auténtica
necesidad biológica», agrega que «la sociedad de
masas ha efectuado una «hipersocialización» ante
la que el individuo reacciona con todo tipo de frustraciones, represiones, agresiones y miedos que se
resuelven pronto en auténticas neurosis»[98].

Creo que de esto todos tenemos experiencia.
Basta caminar por las calles de Buenos Aires para
advertir la generalización del nerviosismo y de la
tensión, lo que no es observable en los rostros de
los que viven en ciudades pequeñas o en áreas
rurales, donde el ritmo de vida es menos vertiginoso, más regular y tradicional.

Lo más preocupante es que este proceso parece
irse agravando con el tiempo. En la misma ciudad
hipertrofiada queda algún residuo de humanidad,
pero lo que hoy se denomina la «conurbanización», merced a la cual la urbe macrocéfala se sigue
expandiendo indefinidamente, por estrictos criterios de eficiencia y acumulación, es un fenómeno
mucho peor. Se habla ya de «ciudad mundial»,
(la «aldea global», de la total urbanización del planeta, de modo que prácticamente una única ciudad-mundo cubra la superficie útil de la tierra. Ya
lo había preanunciado Christopher Dawson: «Se
aproxima el momento en que todas las ciudades
se conviertan en una sola -una Babilonia- que imprima un sello en la mente de cada hombre y mujer e imponga las mismas normas de conducta en
todas las actividades humanas»[99]. Una ciudad semejante acabaría por desquiciar del todo al hombre. «En un espacio de este tipo, cerrado y sobredimensionado a una escala prácticamente inimaginable, el hastío encontraría inmejorable ámbito de
desarrollo, dificultándose toda interrelación hombre-espacio de carácter creativo”[100].

VII. LA TÉCNICA DESHUMANIZANTE
Y EL ECONOMISMO

En los últimos siglos, y muy en particular en
los últimos decenios, es innegable el desarrollo
progresivo y hasta vertiginoso de la técnica, al
parecer indetenible. Enormes edificios de vidrio y
acero en las urbes modernas; grandes aviones capaces de atravesar en breve tiempo los océanos y
continentes; televisiones satelitales que hacen
presente sus imágenes en todo el mundo; enormes
diques que convierten los desiertos en vergeles; cerebros electrónicos que resuelven en pocos minutos
operaciones que antes pedían años; naves espaciales… Estos y otros muchos logros explican la fascinación que en nuestros días ejercen la ciencia y la
técnica, que parecen dotadas de virtualidades ilimitadas, por lo que no son pocos los que esperan
de ellas la liberación del trabajo, la elevación del
standard de vida, el confort, en una palabra, el
poder y la felicidad. Otros, por el contrario, al advertir las devastaciones que en épocas de guerra
causaron algunos de aquellos inventos, como por
ejemplo el de la bomba atómica y neutrónica, poniendo al género humano al borde de su destrucción, ven a la técnica con malos ojos, considerándola poco menos que como un invento demoníaco.

¿Qué debemos decir? Ambas opiniones son demasiado parciales y por tanto inadecuadas. No se
puede negar que el progreso técnico tiene aspectos
francamente positivos. Al poner en las manos del
hombre los recursos de la ciencia, le permite
mejorar notoriamente su situación, vencer enfermedades hasta hoy consideradas como incurables,
mejorar la condición económica de mucha gente.
Sin embargo, cuando la técnica se desorbita, como
sucede claramente en nuestro tiempo, convirtiéndose a veces poco menos que en objeto de adoración, acarrea consigo graves tentaciones y peligros. A ellos nos abocaremos ahora.

1. La economía y el hombre tecnificado

De por sí la técnica no tiene nada de malo. Con
todo, fácilmente se vuelve peligrosa cuando se hipertrofia. Bien ha escrito Ortega: «Repárese en cuál
es la situación actual; mientras, evidentemente, todas las demás cosas de la cultura se han vuelto
problemáticas -la política, el arte, las normas sociales, la moral misma- hay una cosa que cada día
comprueba, de la manera más indiscutible y más
propia para hacer efecto al hombre-masa, su maravillosa eficiencia: la ciencia empírica. Cada día facilita un nuevo invento que ese hombre medio utiliza»[101]. Concordando con ello en su encíclica Fides
et ratío acaba de afirmar el Papa: «Los éxitos innegables de la investigación científica y de la tecnología contemporánea han contribuido a difundir la
mentalidad cientificista, que parece no encontrar
límites» (no 88).

La técnica ofrece al hombre actual una enorme
cantidad de posibilidades. Pero justamente ese ensanchamiento de alternativas enciende en los hombres el ansia de lo insaciable, impulsándolos a vivir
extensivamente, no intensivamente, en sentido de
profundidad. Y así sucede en la práctica, que mientras los logros técnicos se acrecientan de día en
día, decrece la interioridad y se empobrece el espíritu. No parece haber proporción entre el progreso
exterior y el interior.

A juicio de Marcel de Corte el progreso técnico
de estos últimos tiempos va unido, de hecho, con
un materialismo cada vez mayor. No se trata ya
de ese materialismo antiguo, según el cual todo
era materia o todo se obtenía por el autodesarrollo
de la materia. «Nada existe más allá del horizonte
material», decían aquellos viejos materialistas,
fueran o no filósofos. Dicho aserto correspondía a
una visión del mundo brotada de un juicio de la
inteligencia. El materialismo moderno es más bien
un estilo de vida, un comportamiento determinado
ante la existencia, un materialismo práctico, que
no busca argumentos en su favor, sino que se contenta con entender el mundo como un conjunto
mecánico que le es útil o agradable[102].

Parece incontrovertible que este tipo de materialismo está en estrecha relación con la hegemonía
universal que va adquiriendo la ciencia económica.
Cuenta Mariano Grondona que cuando estaba en
Harvard, al hojear los catálogos o asistir a las aulas,
percibía casi sensiblemente dicha hegemonía, similar, quizás, a la que en el siglo XIII habrá sentido
un visitante en las universidades de Oxford o París,
cuando la teología impregnaba el resto de los conocimientos. Pues bien agrega, la economía es la
teología del siglo XX, una ciencia que no se encasilla en su ámbito específico sino que invade otros
campos, sobre todo el político, a tal punto que los
gobiernos actuales se identifican principalmente
por su política económica.

De ahí que la economía y el progreso técnico
a ella anejo, constituyan la piedra basal del mundo
de nuestro tiempo. Acertadamente señala Grondona que desde el momento en que Adam Smith descubrió la ciencia económica, hace algo más de doscientos años, hasta las más recientes teorías y recetas que ofrece la economía, lo que se presupone
al tiempo que se gesta es un tipo propio y nuevo
de ser humano, el homo oeconomicus, cuyas acciones se guían de manera excluyente por el cálculo del interés propio. «La lógica más estricta al
servicio de un egoísmo sin fisuras caracteriza el
mundo de la economía; una vez que se la estudia
con precisión matemática, es casi inevitable proponer el mismo método de análisis al resto de las cosas humanas, allí donde impera la confusión de
las pasiones, hasta ayer a cargo de ciencias menos
exactas como la filosofía, la política, la historia o
la psicología».

Como buen inglés, sigue diciendo Grondona,
Smith aceptó la lógica práctica del egoísmo. Carlos
Marx, en cambio, discípulo suyo, como buen alemán, construyó un sistema de pensamiento según
el cual la economía es la «estructura» básica de la
realidad, y todo lo demás, el arte, la filosofía, el
Estado, la religión, el derecho, etc., no es sino una
“superestructura» destinada a justificar la economía
dominante. Luego los economistas liberales y los
marxistas entraron a discutir cuál debería ser el tipo
de economía dominante. Pero por sobre toda división había algo en que estaban de acuerdo, y es
que la economía, sea cual fuere, tenía el predominio indiscutido. En su ensayo sobre La acción
humana, el padre del liberalismo económico actual, Ludwig von Mises, concibe al hombre como
un incansable calculador de ventajas e intereses,
no sólo en el ámbito de lo económico sino en todas
sus actividades y relaciones. Ahora ya no hay más
un homo oeconomicus. El hombre económico se
identifica, sin más, con el horno a secas. Lo fundamental es el desarrollo económico, lo demás vendrá por añadidura[103].

Una estrecha relación une la técnica y el crecimiento económico. Ya hemos dicho cómo el impresionante progreso material que caracteriza al
Occidente desde hace dos siglos suscitó en la humanidad gloriosas expectativas. El hombre pensó
que a través de él no sólo transformaría las condiciones de su existencia física y social, sino que llegaría o transformarse él mismo, convirtiéndose de
este modo en una especie de demiurgo de sí, su
propio creador, el factor de su propia y terminal
felicidad. Es cierto que, según lo señalamos más
arriba, esas expectativas han chocado con trágicos
mentís, pero con todo la ilusión inicial sigue en pie, constituyendo uno de los temas esenciales del
pensamiento contemporáneo.

Jean Daniélou, se ha abocado a descubrir esta
tentación bajo dos de sus aspectos.

El primero es la fe en la consecución, a través
de la economía y de la técnica, de una salvación
pero en la tierra, o sea la posibilidad para el hombre de encontrar en este mundo su plena felicidad.
“Trataríase, así, de un sucedáneo de la gracia. En
su reciente encíclica Fides et ratio, Juan Pablo II, se ha referido a ello diciendo que «una cierta mentalidad positivista sigue alimentando la ilusión de
que, gracias a las conquistas científicas y técnicas,
e1 hombre, como demiurgo, pueda llegar por sí solo
a conseguir el pleno dominio de su destino (nº
91).

Un autor judío, Donald Briiikmann, complementa lo que nos acaba de decir Daniélou con
algunas reflexiones enriquecedoras[104]. Dicho pensador llama la atención sobre un hecho muy significativo. Sólo en el momento en que la fe en un
mundo trascendente, basada en la revelación,
comenzó a debilitarse, imponiéndose con fuerza el
proceso de secularización, la energía que antes se
ponía para las cosas de la fe se volcó al perfeccionamiento de este mundo, iniciándose así el impresionante despliegue de la técnica moderna. El
hombre medieval, aunque hubiese podido llevar a cabo dicho despliegue, no se hubiera abocado a ello. Sus metas eran otras. Pero cuando la necesidad de creer, indestructible en el hombre, no recayó ya en su objeto real, se trasladó a estos emprendimientos de la técnica, signados por la búsqueda fáustico-prometeica de la redención del
hombre por sí mismo[105]. Para Brinkmann es éste
un fenómeno característico del mundo occidental
en la época moderna: en lugar de una fe ya socialmente descartada en un mundo trascendente, la mirada se vuelve ansiosa hacia objetos que pertenecen al ámbito meramente terreno, con lo que se
cargan de absoluto y pueden aparecer como substitutos de los contenidos originarios de la fe[106].

Brinkmann trae a colación el testimonio de Jung
quien relacionó este tema -el anhelo intramundano de salvación- con el origen de la alquimia: «De
esta realidad psicológica se desprende, diríamos
necesariamente, la proyección del tipo del Mesías,
es decir el paralelo del Lapis-Christus, así como el
paralelismo del salvador opus o bien officium divinum con el magisterium químico, si bien con la
distinción de principio de que el opus cristiano es
un operari del ansioso de salvación en honor del
dios redentor, mientras en el opus alquimístico se
manifiesta la preocupación del hombre salvador
por el alma universal y divina que duerme en la
materia y espera que se la libere. El cristiano gana
para sí los frutos de la gracia ex opere operato; en
cambio el alquimista se apropia ex opere operantes (en el sentido más literal) de un «remedio de la vida» (pharmakon zoes), que se le aparece como un
sustituto apenas disfrazado de los medios con que
la Iglesia conquista la gracia, o como perfeccionamiento y paralelo de la obra divina de redención, continuada ahora por el hombre»[107].

Precisamente la alquimia comenzó a difundirse
cuando ya la fe cristiana se había debilitado y era
fuertemente cuestionada en sus dogmas. Sólo quedaba una nostalgia de la fe, que se veía suplida
por la actuación demiúrgica del hombre. El alquimista cree que en la medida en que transforma el
inundo material, también se va redimiendo a sí
mismo[108].

Concluye Brinkmann su interesante análisis
diciendo que el pasmoso entusiasmo que embriaga al mundo moderno de la técnica y sin el cual jamás
hubiera llegado a ser lo que es hoy, sólo se vuelve
inteligible cuando lo entendemos como un apasionado esfuerzo, impulsado por una fe cristiana
temporalista y horizontalizada, para lograr activamente la propia salvación. De este resorte de índole religiosa, si bien tergiversada, se deriva el increíble despliegue de la técnica, tal como lo ha contemplado el mundo occidental desde los comienzos de la Edad Moderna[109].

Tal es la primera forma de tentación que la técnica propone al mundo moderno: que la vea como
un sucedáneo de la salvación del hombre, pero
esta vez aquí en la tierra.

La segunda tentación a que alude Daniélou, ligada con el entusiasmo que suscita la técnica tal
cual hoy se la considera, es la fe en el progreso.
También éste es, desde luego, un tema antiguo,
pero que hoy pareciera reverdecer con renovado
empuje. No se trata, por cierto, de negar las adquisiciones que las ciencias nos aportan en todos los
campos. Pero una cosa es eso, y otra muy distinta
asignar al progreso material pretensiones hasta hoy
desconocidas. Se nos dice que gracias a dicho progreso aparecerá un hombre nuevo, una cultura[110].

Daniélou relaciona este encantamiento frente
a la técnica con el famoso mito del progreso indefinido. La idea nació en el siglo XVIII, y luego se
fue consolidando, hasta llegar a convertirse en una
especie de slogan universal: estábamos progresan-
do, y el movimiento seguiría así de manera ilimitada. En una reciente conferencia sobre ello, Alexandr Solzhenitsyn, tras decir que la humanidad
sedicente «ilustrada» depositó su fe en este progreso, agrega: «Y, sin embargo, por alguna razón, nadie preguntó: Progreso sí, ¿pero en qué? ¿Y para
qué? Y ¿no es acaso posible que perdamos algo
en el curso de este Progreso? Se pensó con entusiasmo que el Progreso abarcaría todos los aspectos
de la existencia y a la humanidad en su totalidad.
Fue a partir de este intento optimista que Marx, por ejemplo, concluyó que la historia nos llevaría
a la justicia sin la ayuda de Dios. El tiempo pasó, y resultó que el Progreso de hecho avanza, e incluso sobrepasa sorprendentemente las expectativas,
pero lo hace sólo en el terreno de la civilización tecnológica, donde descuella en el campo de las comodidades materiales y de las innovaciones militares»[111].

En el fondo de este mito, se esconde una especie de cronolatría, o adoración del tiempo, como
si necesariamente hoy tuviese que ser mejor que
ayer, y mañana mejor que hoy. No deja de resultar
extraño, escribe C. S. Lewis, que lo que otras sociedades llamaban «permanencia» hoy se lo califique
de «estancamiento, y que «lo último en la publicidad signifique siempre «lo mejor» en la realidad[112].
En su opinión, ello se debe a un concepto «magnificante» del devenir histórico: «Es la imagen de las
máquinas viejas reemplazadas por nuevas y mejores. Porque en el mundo de las máquinas casi siempre lo nuevo es realmente mejor y lo primitivo realmente es lo tosco[113].

Señala asimismo Solzhenitsyn que el progreso
técnico ha tenido también resultados que las generaciones anteriores no habían previsto, por ejemplo
el derroche de los recursos limitados de nuestro
planeta, olvidando que hay que cuidar la naturaleza en vez de dominarla despóticamente. Y lo que
por sobre todo se ha olvidado es que la naturaleza
humana no mejora necesariamente con el progreso, a diferencia de lo que se nos había prometido. Nos habíamos olvidado del alma humana[114]. Goethe ha dejado sobre esto una frase encomiable: «Es
pernicioso para el hombre todo lo que, sin hacerlo
mejor, lo hace más poderoso». Lo que comenta
Carl Schmitt diciendo que como es evidente que
el progreso técnico lo hace al hombre más poderoso, y de hecho ello no va acompañado de un perfeccionamiento moral, postular la unidad del mundo por la técnica es un sinsentido, pues abre las puerta la autoaniquilación del hombre como tal, da
que «la unidad técnica del mundo hace también
posible la muerte técnica de la humanidad»[115].

Sin duda que el mito del progreso es uno de
los dogmas más indiscutidos de nuestro tiempo.
Se habla de un «sentido de la historia», que a prior¡
va por buen camino. Los hombres de hoy se asemejan a aquel loco que corría a todo lo que daba.
Un presente lo detiene: -¿A dónde vas?, le preguntó. -No lo sé, respondió el loco, pero voy rápido. Se piensa en la historia como en un sucedáneo
de la divinidad o de la providencia[116].

Este mito se ha unido con otro gran mito moderno, el del Superhombre. «El mito del Super-hombre -escribe Sciacca-, bajo el empuje de la mecanización de la vida, del prevalecer de la técnica
y del momento científico sobre el momento personal y espiritual, se ha transformado en el otro mito
de una fuerza ciega, necesaria, tiránica, incontrolable»[117].

Tales son las dos tentaciones que nos propone
el increíble desarrollo técnico de los últimos tiempos. La seducción que crea dicho desarrollo y la
civilización que él ha suscitado, contribuye a difundir una mentalidad donde se valora de manera des-
compensada la instrumentación: las cosas no son,
sino que sirven. Ya casi no se plantea la pregunta
por la existencia y la finalidad de los seres. Para la
técnica moderna, incluso el hombre es algo que
“sirve» . Es cierto que, como señala Marcel, la idea
de servir tiene dos sentidos. Por un lado incluye
un sentimiento de dignidad, extraño a toda utilización, como cuando se dice «tengo el honor de servir». Por otro, significa ser utilizado, como cuando
se dice «esta máquina me sirve». El primer sentido
no se puede aplicar a una máquina, sino sólo a
una persona. Pues bien, la noción de servicio se
ha degradado, confundiéndose «servir» con «rendir». El hombre que no «rinde» no «sirve», ni los
demás «se sirven de él», lo excluyen de su campo
de acción.

Triunfa así socialmente el ideal del homo faber,
fruto de las teorías en cuyo ámbito Max Scheler ve
englobada la antropología correspondiente tanto
a la teoría «naturalista» como a la «positivista», «pragmatista» y «evolucionista». El homofaber no es propiamente un «ser racional», un homo sapiens, sino
un «ser instintivo’, un animal evolucionado. A este respecto escribe Viktor Frankl: «(Los reduccionistas) niegan la existencia de un fenómeno únicamente
humano … ; insisten en que no hay nada en el hombre que no pueda encontrarse también en los animales. O, para variar un aforismo conocido, nihil est in homine, quod non prius fuerit in animalibus… Comienzan con una suposición a priori de que si
hay algo en el hombre debe ser posible explicarlo dentro de las líneas de la conducta animal. Eventualmente, redescubren en el hombre todos los reflejos condicionados, procesos condicionantes,
mecanismos de liberación innatos y todo lo demás
que han estado buscando. «Ahora lo tenemos -dicen… pero ¿dónde está el hombre?»[118]

El triunfo del homo faber significa el triunfo del hombre en cuanto fabricador de objetos. Dicha capacidad de fabricación, nos dice del Acebo Ibáñez, comenzó con los rudimentarios instrumentos de que se valió el hombre primitivo para defenderse en un medio que le era hostil, y culmina con el portentoso aparato tecnológico actual. La técnica, cada vez más perfeccionada, no haría más que reemplazar artificialmente aquel bagaje natural que posee el animal para enfrentarse con el medio. «Si bien se trata, en suma, del horno poiético ya presente en el pensamiento aristotélico, en esta idea del homo faber la «eficiencia» y la «pura actívidad» adquieren un papel preeminente, viéndose reducida la inteligencia a una faceta meramente fabricadora, con olvido de la actividad teórico-especulativa que, como hemos visto, ocupa el más alto rango en la idea del homo sapiens. El hombre, según esta concepción del homo faber se realiza actuando, en la
praxis; esto se comienza a dar en particular a partir del hombre renacentista, encandilado triunfalistamente con los nuevos descubrimientos científicos
y geográficos»[119].

Sobre tales presupuestos, el hombre ya no es
medido por lo que es sino por su rendimiento laboral, vale lo que produce. Valorar es evaluar, dar
precio. En Estados Unidos se dice con frecuencia
que un hombre «vale» tantos dólares. Maurice
Sachs cuenta que cuando lo presentaron antes de
pronunciar una conferencia en San Diego, la presidenta de la institución que lo invitaba dijo más o
menos así: «Señoras: me enorgullezco de haberles
hecho conocer los más grandes conferencistas de
nuestra época cuando aún no valían demasiado
caros. Así, tuvimos a Sinclair Lewis, que hoy vale
cinco mil dólares, cuando no costaba más que cien.
Lo mismo ocurre con Dreiser… Hoy tengo el honor
de presentarles al Sr. Sachs, que sólo vale cien
dolares, pero que muy pronto -así lo esperamos
para él- valdrá mil. Digo para él, pues nosotras
no seremos tan ricas para ofrecérselos.» Bien ha
escrito Marcel en su obra La decadencia de la sabiduría: «Lo siniestro del mundo que se constituye
ante nuestros ojos es esa pretensión de pensar lo
superior o partir de lo inferior. Aquí, como en otras
partes, triunfan las técnicas del envilecimiento».

Nos hemos habituado a proyectar esta mentalidad instrumental, de que algo vale lo que rinde
o lo que cuesta, sobre toda la realidad. No es raro
que tras una conferencia acerca de la Santísima
Trinidad, algún oyente pregunte: «¿Y para qué sir-
ve todo esto?». La única respuesta posible es que
»todo esto” no sirve absolutamente para nada. Como no sirven para nada el amor, la verdad o la
belleza. En todos estos casos no se trata de medios
sino de fines, aunque no sean fines últimos.

Bien ha escrito Folliet que el hombre prometeico es un hombre esencialmente «técnico», avatar
contemporáneo del homo faber. «Horno technicus,
porque a las técnicas debe su formación, su manera de pensar y de obrar, su cultura, su concepción
de la vida; porque confía en las técnicas para resolver sus dudas, para organizar racionalmente cualquier actividad interior o exterior, porque se reconoce deudor a las técnicas de su sustento, de su
confort, de su seguridad, de todo lo que él confunde con la civilización»[120].

No resulta raro que de un ambiente semejante surja la tecnocracia, es decir, el dominio de los hombres a través de la técnica. Los riesgos que la mecanización trae consigo no son tan graves si se los compara con lo que representa la introducción de técnicas en los problemas humanos. Mucho más preocupante que el mal uso de las máquinas es la manipulación técnica de los hombres, es decir, los diversos artificios «científico-sociales» que un grupo en el poder podría emplear para dirigir la sociedad, en base a una cierta homologación entre el funcionamiento del hombre y de la máquina[121].

Lewis se ha referido a esos «ingenieros sociales», puestos al frente de una multitud: de un lado, los expertos planificadores, con una total concentración de poder en sus manos, y del otro una masa despersonalizada, materia apta para una manipulación sin límites. A su juicio, la triple conjunción de democracia, ciencia y planificación, proporcionaría la cobertura ideal para un despotismo adaptado a nuestros tiempos. «Y, por tanto, casi por definición, si cualquier hombre o grupo desea esclavizarnos se describirá naturalmente a sí mismo como «democracia planificada científica”[122]

Reiterémoslo, no hay que echar la culpa a la máquina. Porque, como bien dice de Corte, la influencia que la máquina ejerce sobre el hombre y sobre la vida moderna no se debe a ella, en cuanto al, sino que es una consecuencia de la transformación psíquica y moral de la humanidad de hoy. La máquina imita al hombre que la ha creado. Si hoy la máquina tiraniza al hombre y lo despersonaliza, sí el trabajo humano se ha vuelto anónimo, a diferencia de lo que sucedía antes, en el régimen artesanal, donde el producto salía de las manos del obrero como fruto de la fecundidad de su espíritu, es precisamente porque el hombre ha sido previamente despersonalizado. «Le había creado para que fuera espiritual en su carne; y ahora se ha hecho carnal hasta en su espíritu». A estas palabras que Bossuet pone en boca de Dios, podríamos añadir: «¡Y si no fuera más que eso. Se ha hecho mecánico hasta en el espíritu!»[123].

2. Perspectivas del proceso económico

Se nos ha dicho que el desarrollo técnico, cuyo motor es la economía, llevaría al mundo a la felicidad total, que el hombre se volvería demiurgo de sí mismo, se autorredimiría. Pero veamos lo que sucede en realidad, y lo que si seguimos así nos espera, según lo explica Viviane Forrester en un libro reciente que ha conmovido al mundo, El horror económico[124].

Lo que en estas últimas décadas ha sucedido, escribe, es una verdadera revolución, no por imperceptible menos drástica, sin proclamas ni ideologías elaboradas, que se impuso silenciosamente mediante hechos consumados. No fue posible ninguna reacción en su contra, porque cuando se manifestó ya estaba instaurada[125].

Contrariamente a la prosperidad cuya difusión se esperaba, lo que se ha mundializado es la miseria. O mejor, la técnica ha progresado, pero la gente sufre una gran decadencia económica. Leemos en Le Monde el 12 de marzo de 1996: «Los mercados, que temen sobre todo el recalentamiento y la inflación fueron víctimas de una auténtica ola de pánico… las plazas financieras parecen particularmente vulnerables a cualquier mala noticia». La mala noticia era que había descendido el desempleo. Años atrás, los mismos mercados experimentaron un brusco ascenso cuando Xerox anunció el despido masivo de decenas de miles de empleados. En Paris Match del 21 de marzo de 1996 se informa que aunque a grandes empresas les fue bien y lograron considerables ganancias en 1995, previeron importantes reducciones de personal para 1996. ¡De ese modo «se desgrasan»!, se dijo. «Esta expresión cuya elegancia salta a la vista significó suprimir esa grasa nociva que son supuestamente los hombres y mujeres que trabajan. Claro que no se trata de suprimirlos: hacer jabón de su grasa o pantallas de velador con su piel sería de mal gusto, pasado de moda, incongruente con la época; sólo se suprimen sus puestos de trabajo y se los deja en libertad. ¿Desocupados? Hay que saber vivir su época»[126]. La autora es categórica: «Nada se hace en la organización mundial, mundializada, globalizada, desregularízada, desreglamentarizada, descentralizada, flexibilizada, transnacionalizada que no sea desfavorable para los llamados ociosos. Nada que no sea en su contra»[127]

Pero no por ello se deja de lamentar «el desempleo, azote de nuestro tiempo”. Cuando hay elecciones, los candidatos, con hipócrita demagogia, prometen firmemente un retorno milagroso al pleno empleo. De ese modo, la gente se aquieta, creyendo que se trata de una decadencia pasajera. Se quiere evitar, por medio de la mentira, la desesperación y el descrédito total de los políticos.

El trabajo, exaltado en los discursos, se ha convertido en algo superado y arcaico, fuente de pérdidas financieras. Las «riquezas» ya no provienen del trabajo, como sucedía en las sociedades tradicionales, sino de especulaciones abstractas, sin mayor relación con la labor productiva[128]. El primado lo
tiene el capital. «Todo cuanto afecta a esas riquezas
es criminal. Hay que conservarlas a toda costa, jamás ponerlas en tela de juicio, olvidar (o fingir que
se olvida) que siempre benefician al mismo grupo
reducido de personas, cuyo poder se acrecienta
constantemente para imponer esa ganancia (que es suya) como única lógica, como la sustancia misma de la existencia, el pilar de la civilización, la
garantía de la democracia, el móvil (fijo) de toda
movilidad, el centro neurálgico de toda circulación,
el motor invisible e inaudible, intocable, de nuestras actividades»[129]. Sólo después de asegurar lo
que toca a los negocios de ese grupo de personas,
que tiene en cuenta, y cada vez menos, a los demás
sectores de la población.

De ahí el rechazo implacable de todos los que
dejan de constituir una fuente potencial de ganancias. Hay que merecer el derecho de vivir, y en
este sistema sólo lo merece una ínfima minoría. El
resto deberá demostrar que es «útil» para la sociedad, es decir, para los que rigen los negocios, para
la economía de mercado. Sólo será «útil» el que
es «rentable», es decir, el que sea capaz de agregar
ganancias a las ganancias[130].

Los que tienen la dicha de tener algún trabajo,
por mal remunerado que estén, se deberán cuidar
de no ser despedidos, a veces por motivos minúsculos. Pende siempre sobre ellos, como espada de
Damocles, el peligro del despido. Volvemos acá a
lo que decíamos antes: el valor de un hombre se
mide en función de su «rendimiento» económico.
Por eso Stephen Roach, «apóstol de la productividad» norteamericana, no trepida en afirmar que
a medida que se tomen las medidas que él sugiere,
como son «la desregulación, la globalización y las privatizaciones», inevitablemente, por triste que
pueda parecer, habrá despidos masivos[131].

Señala Forrester cómo esta economía de mercado, más que un poder, es la borrachera del poder,
un placer delirante, demencial e inédito en torno
a las ganancias. «Ni siquiera necesitan sedes inmuebles. Casi no emplean personal, porque en última instancia para manejar los mercados virtuales
bastan uno o varios teléfonos y computadoras»[132].

Resulta tragicómico que ante la falta de trabajo
se obligue a millones de personas a hacer colas
permanentes, buscando trabajo donde ya no existe. Rebotar cotidianamente parece ya una especie
de empleo, una nueva profesión. Por lo demás,
dichas personas, siempre pendientes de un hilo de
esperanza, se cuidarán de la menor reclamación
o protesta que pudiese influir en el rechazo de sus
presuntos empleadores. No son explotados, no son
inferiores ni réprobos. Son, simplemente, superfluos, y por ende nocivos. «De la explotación a la
exclusión, de ésta a la eliminación e incluso a espantosas explotaciones aún desconocidas, ¿es ésta
una hipótesis inconcebible?»[133]. Con estas palabras
la autora parece insinuar la posibilidad de una eutanasia masiva de desempleados, de hombres inútiles.

Forrester pronostica el curso favorable que puede ir tomando una nueva palabra: «empleabilidad».

Siempre es peligroso decirlo, no sea que a alguien se le ocurra hacerla real, aunque de hecho ya lo va siendo. Se trata de que el obrero se vuelva disponible para cambiar constantemente de trabajo, lo que lo someterá aún más a su empleador. Sabiendo que deberá aprender lo necesario para su nuevo empleo, evitará a toda costa que su patrón ponga la menor queja, en la angustia de no perder el puesto el día menos pensado, y tener que conseguir uno nuevo, si es despedido. En Inglaterra se usa una expresión original: «el trabajo a cero hora», lo que significa que el obrero sólo cobra cuando trabaja. Ello parece justo, pero el asunto es que sólo trabaja esporádicamente, y en los intervalos debe permanecer en su casa «disponible y no remunerado»[134].

Como se ve, de la multitud de los seres humanos sólo la de algunos tiene sentido. La vida de la mayor parte ya no es «legítima» sino tolerada, consentida por pura benevolencia, por sentimentalismo[135]. A ello se ha referido también Abel Posse en un notable artículo publicado en la revista Próxirno Milenio bajo el sugestivo título de «Habitantes de la Nada». Allí dice que además del primer mundo, el segundo y el tercero que conocemos, ha aparecido en la sociedad moderna un cuarto mundo, integrado por una masa triste y enferma, cuya existencia disimulan los políticos, gente frustrada, que vive en el desconcierto más total. Aunque a veces protestan, no saben bien la razón, ya que, víctimas de mercados y empresas transnacionales, fueron convencidos de que «ser» es sólo rendir, producir y ganar. Por eso cuando votan, lo hacen con total escepticismo. «Occidente llega al paroxismo de su frivolidad filosófica. Es este Occidente que mantuvo a la cultura, a la dimensión poético-religiosa de la existencia como un episodio adjetivo…. desembocando en la sociedad sin sentido, y por tanto, sin dirección… Habitan el Cuarto Mundo, la nada. No quieren heredar el futuro de la tecnología. Esta es la esencia de la enfermedad moral de nuestro fin de siglo, de nuestro fin de ciclo».

Señala Forrester que, para colmo de males, a los desocupados se los culpa por ser tales y ellos se autoacusan de aquello de lo cual son víctimas, preguntándose qué incapacidad, qué error, qué falta, provocó su caída en una situación tan deplorable. «Es que la vergüenza también se cotiza en la Bolsa, es un factor importante de las ganancias»[136]. Por lo demás, los que antes manejaban el capital eran perfectamente identificables: se conocía los nombres de los empresarios, de los gerentes, de los obreros, se sabía dónde vivían, eran personas localizables, de carne y hueso. Llegado el caso, uno sabía ante quién quejarse; era alguien tangible, que hablaba el mismo idioma[137]. Pero hoy esas personas han desaparecido del mapa. Todos son anónimos. Incluso ha desaparecido el mundo mismo en que aún cabía hacer preguntas. Ya no hay lugar para los enfrentamientos, salvo los de las grandes empresas, que trascienden al hombre común. «Todos parecen participar del mismo campo, considerar que el estado actual de las cosas es el único natural, que el punto al que ha llegado la Historia es el que todos esperaban. Nadie apoya a los condenados. El otro discurso ahoga todos los demás. Impera una atmósfera totalitaria»[138].

La economía se ha globalizado, en manos del Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional y de otros entes, organismos multinacionales, que resuelven lo que cada gobierno debe hacer. La economía nacional ya no existe más. En adelante, las naciones son meros municipios de la economía globalizada[139]. Las empresas inversionistas extranjeras no se arraigan en los países donde se encuentran establecidas, sino que están siempre dispuestas a desmantelar sus instalaciones en busca de lugares que les ofrezcan mejores condiciones. Tales desplazamientos resultan devastadores porque fácilmente dejan en la calle a numerosos trabajadores, y a veces a los habitantes de localidades enteras. Los despedidos, vueltos desempleados, difícilmente encontrarán nuevo trabajo en los lugares así abandonados[140]. Todo esto se hace en nombre de catástrofes inminentes de las que hablan sin entrar en detalles[141]. «Se trata sobre todo de preparar a los pueblos a fin de que cuando deban afrontar lo peor, justamente no lo afronten sino que se sometan, ya anestesiados»[142].

Tal es el cuadro horripilante que nos pinta Viviane Forrester, donde pareciera no existir Dios, por supuesto, pero ni siquiera el hombre. ¿Será éste el mundo al que nos encaminamos, colofón de tan empecinado abandono del orden natural y sobrenatural? Una auténtica paradoja: el hombre autoendiosado acaba por destruirse a sí mismo.

VIII. EL CONSUMISMO

Pasemos a otra caracterización del hombre de nuestro tiempo. Se lo ha calificado como hombre consumista, o de hombre que integra una sociedad de consumo. La calificación proviene del vocabulario empleado por los comunistas, pero si la liberamos de este pecado original, creemos que puede resultar esclarecedora. Recordemos aquello de Tocqueville cuando desde el siglo pasado predecía lo que a su juicio sería el hombre y la sociedad del siglo XX, un hombre de escasa estatura espiritual, decía, siempre en busca de utilidades y de pequeños intereses, bajo un Estado de apariencias paternales pero en el fondo totalitario.

Esta peculiaridad del hombre moderno se anuda con la anterior, que nos permitía calificarlo de homo oeconomicus. Por ello trataremos el presente tema en continuidad con aquél. Cuando el dinero, más allá de su fin natural, que es determinar la equivalencia entre las cosas, domina seductoramente sobre los que viven en una ciudad, ésta se convierte en un gran mercado, y su habitante, en un ser productor y consumidor –homo faber atque consumens-, regulado por estrictas normas cuantificables de rendimiento y eficacia[143].

Aquel «hombre económico” de que hemos hablado tiene dos caras: el empresario, por una parte, y el consumidor por otra. Un autor protestante, Werner Sombart, ha descrito de manera magistral los rasgos del primero[144]. El principal intento del empresario, escribe dicho pensador, no es siempre el afán de lucro. Lo que preocupa y absorbe a todo hombre de negocios, lo que llena su vida y da sentido a su actividad, es el interés por su empresa. Sombart trae a colación un texto del político Walter Rathenau: «El objeto en que concentra el hombre de negocios su trabajo, sus preocupaciones, en el que cifra su orgullo y sus deseos, es su empresa, llámese comercio, fábrica, compañía naviera, teatro o ferrocarril. La empresa es para él como un ser de carne y hueso que, gracias a su contabilidad, organización y tratos comerciales, lleva una existencia económica independiente. El hombre de negocios no sabe de otro anhelo, no conoce otra preocupación que la de ver este negocio suyo crecer, hasta convertirse en un organismo floreciente, fuerte y próspero[145]. La mayoría de los empresarios no conciben otra aspiración que la de ampliar el negocio. Si se les pregunta qué objeto tienen en realidad todos esos afanes, le miran a uno boquiabierto y replican, algo irritados, que eso no necesita explicación, que lo requiere el desarrollo de la vida económica, que lo exige el progreso.

Para el observador imparcial, prosigue Sombart su análisis, esta contestación resultará absurda, implicando una especie de regresión al estado elemental del alma infantil. El niño posee cuatro ideales que dirigen su vida. El primero es el de la grandeza, encarnado por las personas mayores, y en último término, por el gigante. Así es también la valoración cuantitativa, tan propia del empresario. Para él, tener éxito significa siempre aventajar a otros, llegar a ser más, tener más que el vecino; ser «más grande», como quieren los chicos, un cierto anhelo de infinitud, que a veces signa al ansia de lucro. El segundo ideal propio de los niños es el del movimiento rápido. Pues bien, la celeridad para llevar a cabo sus planes económicos interesa al empresario moderno casi tanto como su carácter masivo y cuantitativo. El concepto de record llega a los negocios. La tercera afición del niño es la novedad; el niño se cansa pronto de sus juguetes, y tira uno para tomar otro. También al empresario de nuestro tiempo le atrae lo nuevo justamente por ser nuevo, inédito. Finalmente el niño busca sentir que tiene poder, y por eso da órdenes a sus hermanos menores u obliga al perro a hacer piruetas. El anhelo de poder es la cuarta tendencia del hombre de negocios. Como se ve, el empresario moderno, polarizado en su negocio, tiene una tesitura mental que lo asemeja a los niños. Hay en él cierto infantilismo.

No todos los empresarios, por cierto, ya que los hay verdaderamente ejemplares, pero sí la mayor parte de ellos, se dedican febrilmente a su actividad hasta el límite de las posibilidades humanas. Todos y cada uno de los momentos del día, del año, de la vida, todas las aspiraciones del espíritu, todas las preocupaciones y anhelos se consagran a una sola cosa: la producción. Un exceso tal de actividad acaba por destruir el cuerpo y corromper el alma.

Recuerdo aquí lo que no hace mucho me contaron de un hombre que vivía pendiente de los vaivenes de la Bolsa. Se encontraba ya a punto de morir. Sus ojos estaban cerrados. De pronto los abrió y con lo que le quedaba de voz se dirigió a uno de sus hijos preguntándole: «¿A cuánto está hoy la cotización del dólar?». Fueron sus últimas palabras. Semejante polarización en las ganancias hace que este tipo de empresarios, hoy dominante, se desentiendan por completo de toda consideración ajena a ellas, convencidos de la superioridad del valor lucrativo sobre todos los demás valores. Ya no existen escrúpulos de tipo moral, estético o sentimental.

A ellos se les puede aplicar lo que se dijo de uno de los Rockefeller, a saber, que «han sabido pasar por alto toda traba moral con una falta de escrúpulos casi ingenua». John Rockefeller, cuyas Memorías reflejan de manera excelente esta mentalidad, resumió en cierta ocasión su credo diciendo que estaba dispuesto a pagar un sueldo de un millón de dólares a un apoderado, a condición de que poseyese (aparte, naturalmente, de las aptitudes necesarias) una «carencia total de escrúpulos» y estuviese dispuesto a «sacrificar, sin la más mínima consideración, a miles de personas»[146].

Dejemos, ahora, la figura del empresario, cara activa del espíritu consumista, y vayamos a la otra parte de la moneda: la figura del consumidor. También él está obsesionado por el valor económico, también él es homo oeconomicus, siempre en busca de lo útil, de lo cuantitativo por sobre lo cualitativo. En este sentido, la idea que tienen los marxistas no les pertenece en exclusividad, sino que es una forma mentis difundida en todo el mundo. Porque la palabra de orden, tanto en el Oriente como en el Occidente, es «producir al máximo” y el consumir al máximo”. Y el hombre es la máquina de la producción y del consumo.

Sciacca ha precisado la diferencia que media entre los valores económicos y los valores espirituales. Lo propio de los valores económicos consiste en ser «intercambiados» y «consumidos»; lo de los valores espirituales en ser «expresados» y «comunicados». Un valor espiritual, supongamos la magnanimidad, no se intercambia, se comunica; no se consume, se expresa; y cuanto más se comunica y se expresa, más se enriquece, más se acrecienta, más se potencia. Por el contrario, los valores económicos, dinero o cosas, se intercambian, se usan y se consumen. Ello significa que pueden ser comprados o vendidos. Nadie, en cambio, puede comprar o vender los valores espirituales, ya que no son mercadería. Ello no quiere decir que los bienes materiales sean despreciables. Su compra y su venta implican un justo precio, y el justo precio se establece en base a criterios morales, por lo que los intercambios económicos pueden ser un acto de justicia. En tal caso, el vender y comprar, que es propio de los valores económicos, incluye un cierto valor espiritual que, a través de aquellos valores no espirituales, se torna concreto, se actúa en la vida. Por eso sería erróneo denigrar, en nombre de un espiritualismo abstracto, los valores económicos. Muchos valores espirituales se encarnan en valores económicos, los penetran y les dan un significado que sobrepasa su economicidad. Con todo sería también erróneo sobrevalorar, en nombre de un materialismo obtuso, los valores económicos, que es lo que hoy sucede por lo general. Asimismo lo sería poner las dos categorías de valores en el mismo plano. De los valores económicos se hace uso, de los espirituales se disfruta. La expresión es de San Agustín, según el cual a las cosas perecederas corresponde el utilizarlas, y a las cosas que no fenecen corresponde el frui, el gozo. Las primeras son un medio, se consumen; las otras, disfrutando de ellas, se acrecientan[147].

Pero el hombre consumista no establece tales distinciones. Para él sólo cuentan los bienes terrenos, las cosas perecederas, como si fuesen definitivas. Es la era del plástico: tener y usar, usar y tirar, volver a tener… La metafísica de la nada, por la posesión de un montón de cosas y la muerte casi total de los ideales. Rojas afirma que «la enfermedad del Occidente es la de la abundancia: tener todo lo material y haber reducido al mínimo lo espiritual»[148]. Repleto de objetos, el hombre se siente vacío. Al revés de lo que decía San Pablo: «No teniendo nada, lo poseemos todo (2 Cor 6, 10).

Cada civilización ofrece una visión propia del hombre, por la cual puede ser juzgada. Así las civilizaciones del pasado tuvieron sus aristocracias en quienes se encarnaba un determinado ideal humano. Nos sería, por ejemplo, imposible entender la civilización griega sin conocer el ideal del «kalos-kagathós», el bello-bueno, que es su flor; así como no captaríamos la civilización medieval si nada supiéramos del santo, del caballero, del hidalgo; ni la civilización anglosajona sin recordar al «gentleman«, ni la civilización japonesa obviando la figura del «samurai«. Todas las grandes civilizaciones han resaltado un cierto tipo de hombre, un modelo humano que quizás nunca o casi nunca se concretó del todo ni existió de hecho siempre, pero cuyo atractivo resultaba fascinante, suscitando el esfuerzo de todos aquellos sobre los cuales se irradiaba, particularmente de los estamentos dirigentes. Se reconocían determinados arquetipos, se trataba de limitarlos, y hasta se señalaban los caminos adecuados para concretar dicha imitación. El ideal, el paradigma que se asignaban, era el que seleccionaba los medios.

La civilización moderna, que no sabe ya lo que es el hombre, que ignora el sentido de la existencia y está amputada de toda finalidad, puede ser definida esencialmente como una civilización de medios, una civilización técnica. Ya no es el fin el que hace surgir los medíos. Los mismos medios se han convertido en fin. Poseer los medios será poseer el fin.

Es evidente que siempre la riqueza material jugó un papel importante en las sociedades humanas, pero jamás constituyó por sí misma objeto de admiración. El hombre buscó constantemente el oro y el dinero, pero su obtención nunca fue considerada en el pasado como el fin último de la existencia humana. Para los hombres tradicionales la riqueza no podía ser sino lo que hacía a veces viable un esfuerzo creador. Sólo la sociedad actual ha exaltado la figura del hombre consumista, cuyo logro final se realiza aquí en la tierra.

Bien ha hecho Héctor Padrón al señalar la entraña metafísica del consumismo: «Este consumir todo lo que rodea al hombre, alimentos, productos de toda especie, modas, valores, ideas, neologismos, novedades, noticias, ídolos, marcas, imágenes, y todo esto de una manera frenética, manifiesta en el hombre un deseo profundo de asimilarse a lo que él no es ni su condición humana le permite. Se trata de la experiencia multitudinaria y degradada de un éxtasis falaz que exige de este hombre consumir cada vez más y ser cada vez menos, sin hablar del tedio inenarrable que acompaña toda esta agitación»[149].

Tal es el hombre que hoy se propugna, el del ciudadano-consumidor, el hombre ansioso de saciar sus deseos, empleando para ello los recursos de su razón, de modo que sea reconocido como exitoso por los demás, un hombre reducido a sus necesidades materiales. En última instancia, todo gira en torno a la pasión, limitada en buena parte a los bienes de consumo. Es lo propio del hombre apasionado: no ver en sí más que su pasión, dejarse encandilar por ella, identificarse con ella. La propaganda moderna ha comprendido cabalmente esta función mutilante de la pasión cuando se desorbita.

Al hombre light no le interesan más los héroes y los santos, como en otras culturas. Sus modelos son los que han triunfado económicamente, gente llena de cosas, pero a la intemperie metafísica. A fomentar ese espíritu consumista se abocan los que dirigen la televisión, creando necesidades, con frecuencia ficticias, y elaborando casi todo el horizonte de anhelos del televidente.

Hemos tratado ya del influjo de la televisión en la formación del hombre moderno. Si bien pone a los que la miran «al corriente» de casi todo, éstos no tienen opinión personal que emitir sobre casi nada. Sufren una suerte de «indigestión mental» que les imposibilita pronunciarse libremente sobre la calidad de las informaciones que reciben. Esta hipertrofia se acompaña con una especie de bloqueo de las facultades rumiadoras y digestivas del espíritu[150]. Por lo demás, como lo ha señalado Keraly, el extraordinario poder sugestivo de los medios hace de ellos el instrumento privilegiado para la difusión de una nueva «cultura», de nuevos modos de pensamiento y de acción que una revolución sin rostro pretende imponer a todos. La televisión es un arma sumamente efectiva al servicio de la «revolución cultural», al influir profundamente, sin aparente violencia, en la inteligencia y la mentalidad de la mayoría, sustituyendo la cultura tradicional por una nueva cultura, una pseudocultura[151].

Pero lo que más queremos destacar acá es el influjo de la televisión en el espíritu consumista de nuestros contemporáneos. Sin duda es el instrumento más eficaz para suscitar reflejos condicionados en la mayoría de la gente, de modo que compren determinados productos. Esto lo saben todos, tanto las agencias de publicidad como los que miran la televisión. Nadie parece molestarse por ello. Y lo que sucede con la publicidad comercial acontece asimismo en la política, como lo hemos señalado anteriormente. También en este campo el debate se realiza de tal manera que ninguna reflexión individual profunda resulta posible. Las elecciones se ganan a fuerza de slogans y de afiches, con ayuda de los grandes empresarios y las vedettes más atractivas. Los dueños de la publicidad no hacen sino aplicar a su candidato las reglas del marketing publicitario. Se «vende» hoy un partido político o un candidato como se vende un jabón o una salchicha. Y así se va formando una masa sometida al embrutecimiento cotidiano de los media, acostumbrada a reaccionar pasionalmente, sin el menor espíritu crítico, plenamente sumisa a todo tipo de manipulaciones. Se pretende expresar y seguir la opinión de la mayoría, cuando en realidad ella ha sido fabricada por los media.

Acertadamente ha señalado Rojas que este espíritu tiene no poco que ver con el zapping, con la «filosofía del zapping». Esta palabra, de procedencia anglosajona, significa golpear, disparar rápidamente, y expresa la tesitura de aquel a quien le interesa todo y nada a la vez. El telemando trata de saciar su avidez, también ella consumista, de sensaciones. Se pasa así de una película a un debate, de un concurso a un partido de fútbol. Que nada se escape, que todo se posea a la vez. Ver mucha televisión produce hombres robotizados, pasivos, acríticos, aptos para ser manipulados por las propagandas consumísticas. El telespectador, vuelto un zombi, bloqueado por el aluvión de ofrecimientos, es impelido a decir, como un niño pequeño: «Lo quiero todo, ya, ahora». Qué bien lo previó Oscar Wilde al hablar, en una de sus obras, de «aquel que conoce el precio de todas las cosas y el valor de ninguna».

La televisión es sumamente apta para domesticar a los que se pasan horas delante de ella. Como nos lo decía Sartori, también Folliet opina que el universo entrevisto por Aldous Huxley en su libro Un mundo feliz, donde los niños, impulsados por la sugestión fonográfica, entre la vigilia y el sueño, eran llevados a una perfecta aceptación de los criterios dominantes, se parece alarmantemente al mundo actual. Descubriendo los reflejos condicionados por sus experiencias sobre los perros, Pavlov suministró, de hecho, valiosas armas al materialismo vulgar, que entendería al hombre como un montaje de reflejos condicionados. No en vano hablo Lenin de «los ingenieros del alma», que podrían aplicar las teorías de Pavlov al comportamiento de los hombres individuales, del hombre en grupo y, sobre todo, del hombre en masa[152].

No es difícil de imaginar el poder de estos nuevos «ingenieros de almas» que actúan desde la televisión, impulsando a los televidentes a no contentarse con lo que tienen, a tener siempre más. El hombre consumista es un hombre inquieto. No inquieto, por cierto, al modo como lo entendía San Agustín cuando decía que el corazón del hombre está inquieto hasta que no descanse en Dios», inquieto en razón de sus apetencias superiores, sino inquieto por su búsqueda incansable de lo que le es inferior.

Así es el hombre de hoy: homo consumens, un
hombre sin apetencias sagradas y trascendentes, que no admite otro más allá que el de la adquisición incesante y universal de bienes. En su urgencia de consumir cada vez más, el hombre no se consuma como ser humano, consumido por una vida totalmente superficial. Cuán bien lo dijo Valéry: «¡Lo más profundo que hay en el hombre moderno es su piel!».

Cerremos este apartado con un notable texto de Alexandr Solzhenitzyn, que tiene en cuenta diversos aspectos de la crisis del hombre moderno: «La acumulación constante de bienes no aporta nada a la realización personal. (Desde hace muchísimo tiempo, mentes preclaras han comprendido que la posesión no era un fin en sí misma, que debía estar subordinada a principios superiores, tener una justificación espiritual, una misión precisa: como subrayo Nicolás Berdiaiev, echa a perder la vida humana, se convierte en pretexto para la codicia y en instrumento para la opresión del prójimo.) Los avances tecnológicos han abierto de par en par las puertas del mundo. Gracias a Dios, el hombre moderno puede hacer cualquier cosa, excepto escapar a sus propios límites: los ojos de la televisión le permiten estar presente en cualquier parte del planeta, simultáneamente.

«No obstante, ante el ritmo espasmódico de este progreso centrado en la técnica, ante la información superficial, los espectáculos fáciles que nos inundan, el alma no se desarrolla en absoluto; muy por el contrario, se retrae, y la vida espiritual se merma. Y así, nuestra cultura se empobrece poco a poco. El estrépito que acoge tantas novedades vacías subraya aún más esta decadencia.

«En general, el bienestar material se incrementa mientras el desarrollo espiritual se reduce. La sobreabundancia deja en el corazón una lacerante tristeza, del mismo modo que nadie experimenta calma alguna al arrojarse a un torbellino de placeres sino, enseguida, una sensación de agobio. No, imposible confiar todas las esperanzas a la ciencia, la tecnología, el crecimiento económico. La victoria de la civilización científica y técnica nos ha inculcarlo una especie de inseguridad espiritual. Sus dones nos enriquecen, pero nos someten también a la esclavitud. Todo se reduce ya a «intereses», todo es lucha por los bienes materiales; pero una voz interior nos dice que nos dejamos en ello algo puro, superior y frágil. Ya no discernimos siquiera «el sentido, la finalidad» de nuestra existencia. Reconozcámoslo, aunque sea en voz baja y sólo para nosotros mismos: atrapados en ese movimiento vertiginoso, ¿para qué vivimos? Las cuestiones eternas permanecen, sólo depende de nosotros dejar de apreciar el progreso (que nada ni nadie puede detener) como un flujo de ventajas ¡limitadas, para verlo como un regalo venido de arriba, que somete nuestro libre arbitrio a una de sus más arduas pruebas»[153].

IX. EL HEDONISMO

Junto con la actitud consumista, el hombre moderno se caracteriza por una pronunciada tendencia al hedonismo. ¿Qué es el hedonismo? Esta palabra viene del griego, edoné, que significa placer. El origen último del hedonismo es de índole filosófica, ya que propiamente el hedonismo es un sistema filosófico, atinente al campo de la moral, que hace consistir el bien en el placer. Según esta manera de ver, el hombre encuentra su felicidad plenaria en el placer, el placer actual, inmediato, sensible. El hombre, según los hedonistas, está sujeto y la soberanía del instante; la previsión, el anhelo de un placer futuro lleva siempre consigo cierta inquietud e inseguridad, y, por lo mismo, su espera implica una cuota de dolor, que se trata de regir experimentando un nuevo placer lo más rápidamente posible. Interpretada rigurosamente, la moral del hedonismo presupone la superioridad del placer físico sobre el moral, y el principio del egoísmo, mi placer sobre todo. Excluye, asimismo, toda moderación en la búsqueda de la dicha. No importa lo que la moral diga de cada acto; lo importante es el placer que en ellos pueda encontrarse.

Resulta evidente que el hombre de nuestro tiempo parece abocado a satisfacer febrilmente su ansia de placeres, sean ellos honestos o no. Se trata de pasarla lo mejor posible, a costa de lo que fuere, en busca incesante de sensaciones placenteras, siempre nuevas y cada vez más excitantes. Como afirma Viktor Frankl, «en lugar de la primera orientación del hombre a un sentido se ha puesto su pretendida determinación por los instintos, y en lugar de su tendencia a los valores, que tan característica es del hombre, se ha puesto una tendencia ciega al placer»[154]. De ahí brota ese hombre frívolo, que tanto conocemos, impermeable a todo lo que sea espiritual o incluso cultural.

Marcel de Corte ha contrastado dicha actitud con la del hombre tradicional. Cuando la moral era reconocida socialmente, traduciéndose en costumbres sanas, fundadas en el deber cotidiano, el atractivo del placer y el temor del dolor, que se experimentaban, por cierto, como en todas las épocas, no determinaban el comportamiento de la gente, y si en algunos casos ello sucedía, era considerado como una falencia del que así se comportaba. El campesino de antaño, que criaba con abnegación una familia numerosa, y que día tras día, gracias a un trabajo sostenido y sudoroso, lograba que su tierra rindiese lo más posible, no obraba así atraído por el señuelo del placer. Tampoco lo hacía coaccionado desde afuera, sino con cierta espontaneidad. Tal comportamiento lo había heredado de sus padres y abuelos, pero él lo hacia suyo, voluntariamente. Vista desde afuera, su actividad podía parecer como algo monótono, que le había sido impuesto contra su voluntad, cuando en realidad obedecía, según la fórmula bergsoniana, a un impulso vital. Y si por ventura, al terminar el día, o con motivo de una cosecha fecunda, surgía el gozo de su corazón, dicho gozo se incorporaba normalmente a la acción que lo había suscitado, «como a la juventud su flor», según la poética expresión de Aristóteles. El placer de la flor no se separaba jamás de su tallo, ni menos de sus raíces, regadas con la humedad de su sudor. Era simplemente, su coronamiento y su aureola. Todo ello acaecía en un marco de vida plenamente natural y espontáneo. El labrador pensaba en su tierra, en su familia, en sí mismo, de modo que, sin hacer sobre ello desmedidas reflexiones, su trabajo, más allá de las preocupaciones y de los placeres, era un trabajo que lo humanizaba.

Ahora las cosas no son así. En este tiempo, donde el trabajo ha perdido su sentido humanizante, la gente no busca sino el placer. Es lo propio de
las épocas decadentes. La búsqueda omnímoda e insaciable del placer se convierte en una necesidad inconsciente, análoga al uso de estupefacientes para el drogadicto. El sufrimiento aparece con todas las características de un agresor, carente totalmente de significación. Coincidiendo con lo que acabamos de decir, señala de Corte que el hombre decadente necesita un placer inmediato, que invada todo el campo de su sensibilidad. «Ahora bien, para un ser débil sólo pueden realizar aquella condición aquellos objetos que son de consecución fácil y que tocan muy de cerca la excitabilidad nerviosa. Allí donde el fin deseado exige un esfuerzo, el placer no surge sino al término de la acción, a título secundario y como complementario de ésta. La debilidad congénita del decadente siente horror ante una perspectiva tan lejana, arrojándose sensiblemente hacia lo sensible inmediato, hecho a la medida de su agotada vitalidad. Mientras el ser fuerte, de costumbres sólidas, comulga con lo que lo trasciende, con el bien de la especie, con el bien de la Ciudad, con Dios, el ser débil no dispone más que de su pobre yo impotente, cautivado de su propia flaqueza»[155].

Sobre todo a raíz de la influencia de Freud, se ha otorgado peculiar atención al llamado «inconsciente», cuyo descubrimiento se vio acompañado por una veneración casi de carácter místico. Resulta curioso, pero al tiempo que se divinizaron las formas oscuras del psiquismo, como si en ellas persistiesen tendencias primitivas o instintos que habían animado a los antepasados de la prehistoria, se despreciaron los mecanismos de represión, por los que esos mismos antecesores habían encontrado los medios de moderar aquellos instintos y tendencias. Se trabajaba, en resumen, para hacer del hombre actual un nuevo primitivo, que siguiese la inclinación de sus instintos, huyendo del dolor, cualquiera fuese, y buscando el placer, cualquiera fuese, desprovisto de los «tabúes» que le preservaban de ser una bestia feroz.

Particularmente se ha buscado «liberar» el campo del sexo, que ocupa un lugar privilegiado en aquella búsqueda ansiosa del placer que caracteriza al hedonismo. Una canción actual dice: «No importa si yo no soy el primero, si has tenido varios antes que yo, pero conmigo te vas a diplomar».

Se confunde el sexo con el amor, «un amor de rebajas», todo ligero, light él también, sin contenido, siempre listo, al modo del picaflor donjuanesco, ante la primera oportunidad que se presente. Un amor así entendido considera a la mujer como mero objeto de placer, que se usa y se tira, material de descarte. En esta materia se ha llegado hasta la saturación. Recientemente apareció en los Estados Unidos una asociación de gente tan harta de
sexo que se reúnen al modo de los «alcohólicos anónimos» para liberarse de dicha adicción. Al sexo practicado sin compromiso se lo llama «amor», y al «bienestar» se lo equipara con la «felicidad».

Un síntoma de este desenfreno hedonístico lo constituye la erradicación social del pudor, que es la atmósfera protectora del sexo. Jacinto Choza, autor contemporáneo, nos ha dejado sugerentes reflexiones sobre este tema en un libro que lleva precisamente por título La supresión del pudor, signo de nuestro tiempo[156]. Resumamos sus asertos.

En una primera aproximación, escribe, podemos decir que el pudor es la tendencia y el hábito de conservar la propia intimidad a cubierto de los extraños. Se dice que una persona no tiene pudor cuando manifiesta en público estados afectivos o situaciones personales íntimas, y en general, cuando se comporta en público como las demás personas suelen hacerlo solamente en privado. Así obran los animales, que no se cubren ni se ocultan aun para sus funciones más íntimas. Hay formas de comportamiento que se consideran anormales en la calle y adecuadas dentro del hogar, y otras que ni siquiera se consideran correctas dentro del hogar en presencia de los «íntimos», pareciendo pedir la soledad más estricta. Esta protección de la intimidad que es el pudor se expresa principalmente en tres ámbitos: la vivienda, el vestido y el lenguaje.

Ante todo en la vivienda. El hecho de la vivienda es un hecho bien humano. ¿Por qué el hombre construye una casa para él y su familia? No solamente para protegerse del frío, como alguno ha dicho, ya que también se la encuentra en zonas cálidas. Tampoco para defenderse de la lluvia o de los animales. Los hombres construyen casas para proteger su intimidad. La casa es la propia intimidad, el lugar íntimo, y si se invita a un amigo, se lo invita a compartir dicha intimidad, a reunir varias intimidades. El segundo ámbito donde se manifiesta el pudor es el del vestido. Tampoco éste se justifica como una manera de defenderse del frío. Sirve, por cierto, para eso, pero su significación es mucho más profunda y tiene que ver directamente con el pudor. El cuidado en cubrir el propio cuerpo significa que el que lo viste se juzga en posesión del mismo, afirmando que no está a disposición de nadie más que de él, que no está dispuesto a compartirlo con cualquiera, a no ser por propia voluntad. De ahí el celo que muestra el marido o el novio por la decencia en el vestir de su esposa o de su novia. El tercer ámbito del pudor es el del lenguaje. Éste sirve no sólo para expresarse sino también para esconder los estados afectivos, no haciéndolos «de dominio público».

Pues bien, nuestra época se caracteriza por la creciente desaparición del pudor en todos sus niveles. La propia intimidad ha pasado a ser «res nullius«. La gente no se entrega, se abandona. Los rasgos típicos de la sociedad actual que hemos ido analizando, la masificación, el desarraigo, el igualitarismo, la falta de interioridad, etc., tienen no poco que ver con esta supresión del pudor.

Es cierto que actualmente el hombre sufre mucho, a veces como consecuencia de sus propios defectos, sufre soledad, problemas económicos, aburrimientos y angustias. Estos padecimientos pueden llegar a hacerse tan insoportables que la apertura de la propia intimidad, la «evasión» de sí mismo, se presentan a veces como una liberación. El hombre que se retira de su trabajo poco menos que robotizado, siente la atracción vertiginosa del goce. Choza afirma que el mundo moderno conoce esta nueva especie de actividad que nuestros antepasados, ni en la época del panem et circenses, no habían nunca separado de las demás: la función hedonística. Se busca la comunicación con los demás
y la superación de la propia soledad en la abolición de la intimidad personal; en ese mismo momento, el pudor ha quedado descartado. «No es que no haya pudor «de hecho», es que no lo puede haber de ninguna manera porque no hay intimidad que se posea desde una instancia personal». Y así la protección del vestido o la cobertura de la vivienda pierden totalmente su sentido. Por eso no hay que extrañarse de la impudicia creciente que se manifiesta en el modo de vestir, ni del abandono de la casa familiar, sea viviendo sin hogar, en la vereda y al aire libre, como hacían los hippies, sea edificando casas «comunitarias», que hacen imposible todo conato de vida íntima. También el pudor sexual ha perdido su significación; la relación sexual ya no es una entrega de la intimidad, sino un «abandono del cuerpo», que como «res nullíus» queda a merced del primero que lo solicite para sí.

Tanto el marxismo «comunitarista» como el liberalismo «permisivista» constituyen un atentado contra el valor de la intimidad. Si tenemos en cuenta que estas ideologías, o bien actúan como presupuestos configuradores de la mentalidad del hombre contemporáneo, o bien se derivan de dicha mentalidad, resulta lógico que el pudor carezca de sentido para una buena parte de los hombres de hoy. Concluye Choza su análisis con una observación digna de interés. Tras afirmar que la supresión del pudor, que implica la supresión de la intimidad, es un signo de nuestro tiempo, agrega que en tal situación el ateísmo se vuelve inevitable, porque el encuentro con Dios sólo se puede realizar en el centro mismo de la intimidad personal[157].

El hedonismo constituye la atmósfera de la sociedad en que vivimos, una actitud que no tolera ningún tipo de cuestionamiento. Cuando frente al desboque de la pornografía y de los placeres degradantes alguien intenta levantar todavía el ideal de la decencia y de la pureza, con frecuencia los medios de comunicación reaccionan tratando de descubrir intereses egoístas en el que defiende las normas de la ética, o sacando gozosamente a luz las inmoralidades secretas de algunas personalidades públicas que parecían encarnarlas. Resulta inocultable la satisfacción con que algunos medios se detienen morosamente en revolver las presuntas lacras de algunos sacerdotes y obispos, así como su gusto cuando, en un arrebato de necropornografía, atribuyen homosexualidad a grandes políticos y artistas de tiempos pasados. Todos somos iguales, igualmente corruptos. Ello constituye un eficaz aliciente a las corrientes hedonistas hoy imperantes.

La tendencia al hedonismo es la consecuencia más cabal del desarraigo y el vacío que caracterizan al hombre moderno. Los fines de semana se convierten en un período de evasión de las preocupaciones presentes y futuras, con la consiguiente sumersión en los placeres que embotan el espíritu. Se compra el olvido con el alcohol, el ruido, el placer sexual, buen pasto de cultivo para la drogadicción. Cuántas veces, caminando por la calle, nos ha impresionado ver tantos rostros sin profundidad, sin realidad, rostros epidérmicos. La civilización del goce es la muerte de los rostros[158].

No hace mucho ha dicho Sábato en un reportaje: «Fíjese en la nación más desarrollada del mundo, Estados Unidos, que tiene unos 240 millones
de habitantes contra los 6000 millones del planeta. Y bien: el 80% del consumo mundial de drogas
se realiza en ese país. El paraíso del desarrollo, con todos los cachivaches de la sociedad de consumo,
está condenado a la muerte por drogas. Pronto veremos la catástrofe espiritual en el Japón, acompañada de drogas, suicidios y locura. Ya que hemos perdido este prestigioso tren del desarrollo, en lugar de soñar con él meditemos que nos salvamos de las peores calamidades que esperan a la humanidad. La droga no es un problema policial, es un problema psicológico y espiritual»[159]

X. EL RELATIVISMO

Otra de las notas del hombre moderno es el relativismo. Caracterízase esta tendencia por una interpretación muy peculiar del concepto de verdad. Por cierto que ésta, que no es sino la conformidad de la inteligencia con el objeto considerado, implica, sin duda y esencialmente, una inobviable relación, y en este sentido se puede decir que la verdad es relativa. Pero el relativismo afirma algo diferente al considerar que la norma de la verdad no es el objeto acerca de] cual se emite un juicio, sino otras cosas, por ejemplo, la psicología del sujeto, lo que se afirma en el ambiente, las condiciones culturales de una sociedad. En otras palabras, toda verdad es relativa en el sentido de que sólo es válida en relación con el sujeto que piensa; por tanto, el bien, la ética, la religión, etc., sólo valen para el sujeto, o a lo más para un grupo de sujetos, y ello en dependencia de diversos condicionamientos, sin que sea admisible verdad alguna necesaria. Mientras para la filosofía realista el objeto es la medida de verdad válida para todos los sujetos, enteramente igual, sean cuales fueren las condiciones en que se produce el conocimiento, esta medida común desaparece tan pronto como se la ubica en un sitio distinto del objeto mismo. En su encíclica Fides et ratío dice el Papa que para no pocos de nuestros contemporáneos «el tiempo de las certezas ha pasado irremediablemente; el hombre debería ya aprender a vivir en una perspectiva de carencia total de sentido, caracterizada por lo provisional y fugaz»(nº 91).

La verdad se vuelve entonces relativa en el sentido de que existe para una persona y puede simultáneamente no existir para otra. Con ello el relativismo rechaza la validez universal de la verdad. Como escribe el Papa en la encíclica recién citada, la legítima pluralidad de posiciones ha dado paso a un pluralismo indiferenciado, basado en la convicción de que todas las posiciones son igualmente válidas. «Este es uno de los síntomas más difundidos de la desconfianza en la verdad que es posible encontrar en el contexto actual… En esta perspectiva, todo se reduce a opinión»(nº5). Tal es el relativismo en sentido estricto. No sería, en cambio, relatívismo creer que nuestro entendimiento puede comprender el objeto «relativamente», con mayor o menor perfección, si bien nunca de manera exhaustiva.

En otras palabras, como escribe Lewis, el relativismo subjetivista «no cree que los juicios de valor sean siquiera realmente juicios. Son sentimientos, o complejos, o actitudes, producidos en una comunidad por la presión de su ambiente y de sus tradiciones, y difieren de una comunidad a otra. Decir que una cosa es buena es simplemente expresar nuestro sentimiento hacia ella; y nuestro sentimiento hacia ella es el sentimiento que hemos sido condicionados a tener»[160]

En la encíclica a que acabamos de aludir afirma
el Papa que toda verdad, incluso parcial, si es realmente verdad, se presenta como universal. «Las
hipótesis pueden ser fascinantes, pero no satisfacción. Para todos llega el momento en el que, se
quiera o no, es necesario enraizar la propia existencia en una verdad reconocida como definitiva,
que dé una certeza no sometida ya a la duda» (nº27).

Existe también un relativismo en el campo de los valores, y es cuando se atribuye a éstos una validez relativa, es decir, que sólo tienen importancia para un hombre, raza o tiempo determinados. Según dicha posición, no hay valores absolutos, que valgan independientemente de esas determinaciones particulares. Por eso todos ellos, sin excepción, están sujetos a los sucesivos avatares de la historia, no existiendo valores imperecederos, que obliguen a todos los hombres, razas y épocas. Según Nietzsche, compete a «los señores de la tierra» determinar en cada época las tablas de valores que la humanidad y los pueblos deberán acatar. También a ello se ha referido Lewis denunciando «la fatal superstición de que los hombres pueden crear valores, que una comunidad pueda elegir su «ideología» como los hombres eligen su ropa». Este tipo de relativismo no comprende que si bien hay valores mudables y creados por el hombre, los valores fundamentales de la existencia están necesariamente ligados a la estructura esencial del hombre.

El relativismo no es de fresca data. Podríase decir que el hombre se siente permanentemente tentado a forjarse una tabla propia- de verdades y de valores, según su idiosincrasia o sus conveniencias. Ya hay de ello antecedentes en el antiguo pensamiento griego, por ejemplo entre los estoicos. Pero detengámonos mejor en la concepción relativista que propugnaron algunos autores de los últimos siglos, y que fundan más de cerca el actual relativismo. Una figura clave es Hume, quien exhortaba a acometer una grave revolución en el campo de la ética. ¿Cómo determinar qué cosa es valiosa y qué reprobable?, se pregunta. Para responder a ello, distingue cuatro clases de cualidades valiosas: cualidades que son útiles para la comunidad, cualidades que son útiles para nosotros, cualidades inmediatamente agradables a nosotros mismos, y cualidades inmediatamente agradables a otros. Queda claro que ya no hay verdad ni valor en el sentido clásico: adecuación de la mente con la realidad, sino que la verdad y el valor dependen de la utilidad y del agrado que las cosas produzcan. Hume concedía el primado no a la inteligencia, sino a lo que él llama «la inclinación». Lo que es inteligible solicita sólo la fría aprobación del entendimiento. Lo que es bueno, en cambio, toma posición del corazón, y nos mueve a abrazarlo. Como se ve, el filósofo inglés exalta el sentimiento, que pasa a ser el criterio último de valoración moral, con lo que muestra que es hedonista y, a través de ello, relativista. Se ha dicho que la exaltación del instinto, la inclinación natural, el sentimiento, los intereses, lo material, todo ello en oposición a la razón, es muy propio de los pensadores ingleses, pero sobre todo de Hume.

Nos hemos detenido un tanto en este autor, porque su influjo en la historia posterior del pensamiento ha sido notable. También es importante en este sentido el pensamiento de Herder. Julián Benda en su libro La trahison des clercs, publicado en 1926, afirma que la transmutación de la cultura en mi cultura es el distintivo de la era moderna, uno de los legados del romanticismo alemán, con su admirado Volksgeist, el genio nacional, según lo explica Herder en su libro Otra filosofía de la historia, de 1774. El pensador alemán afirma que es preciso terminar con ese error recalcitrante de juzgar con criterios intemporales el Bien, la Verdad y la Belleza. No son éstos valores ideales, sino que tienen origen en el espacio y en el tiempo, son locales. Sólo hay valores regionales. Sócrates es un ateniense del siglo V antes de Cristo; para valorarlo como corresponde, hay que compararlo con sus compatriotas y los hombres de su tiempo, no con un hombre ideal, ni con Spinoza o Kant. La Biblia es una expresión poética del alma hebraica; hay que valorarla en su contexto. De donde concluye Benda, quizás con cierta exageración: «Desde siempre, o para ser más exacto, desde Platón hasta Voltaire, la diversidad humana había comparecido ante el tribunal de los valores; apareció Herder e hizo condenar por el tribunal de la diversidad todos los valores universales».

En el actual relativismo han influido diversas corrientes de pensamiento. Por ejemplo, el pragmatismo, que en su última encíclica define el Papa como «la actitud mental propia de quien, al hacer sus opciones, excluye el recurso a reflexiones teoréticas o a valoraciones basadas en principios éticos» (nº 89); se esconde en él una tendencia preferencial por lo práctico y fáctico, en detrimento de la contemplación de la verdad. Asimismo el fideísmo, o sea, el hecho de creer porque se cree, sin basamento alguno en lo que diga la razón. Pero principalmente el evolucionismo, según el cual la verdad es algo en perpetua transformación. Así como nada existe en el mundo orgánico, afirma Paulsen, que permanezca de un modo absoluto, lo mismo ocurre en el orden intelectual, todo en él es mudable. Cassirer, filósofo neokantiano, piensa que es inútil pretender que el entendimiento conserve ciertas formas permanentes de verdad. Para Eucken, también neokantiano, la verdad es hija del tiempo. Dicho evolucionismo está íntimamente unido con el historicismo, cuya tesis fundamental, como dice el Papa en su encíclica, «consiste en establecer la verdad de una filosofía sobre la base de su adecuación a un determinado período y a un determinado objetivo histórico. De este modo, al menos implícitamente, se niega la validez perenne de la verdad. Lo que era verdad en una época, sostiene el historicista, puede no serlo ya en otra» (nº 87). Resulta interesante advertir cómo el Papa incluye entre estas corrientes el democratismo liberal: «Se ha ido afirmando un concepto de democracia que no contempla la referencia a fundamentos de orden axiológico y por tanto inmutables. La admisibilidad o no de un determinado comportamiento se decide con el voto de la mayoría parlamentaria» (nº89).

La postura relativista se ha extendido hasta el campo del arte, donde triunfa también el subjetivismo más radical, la «originalidad» a ultranza. No pensaban así los artistas de antaño. Como ha escrito A. K. Coomaraswamy: «El hombre libre no trata de expresarse a sí mismo, sino aquello que ha de ser expresado… Desde todos los puntos de vista, el artista tradicional se consagra al bien de la obra que hay que hacer. La operación es un rito, el celebrante ni intencional ni siquiera conscientemente se expresa a sí mismo[161].

¿Cuál será el origen mental de esta posición filosófica? Quizás tenga algo que ver con lo que Nietzsche llamó la ley del resentimiento.

Cuando uno es incapaz de vivir según lo que señala la razón, fácilmente, en un secreto deseo de venganza, minimiza o desprecia racionalmente el sistema de valores positivos que no ha podido o querido encarnar. Así, el relativismo doctrinal puede provenir del resentimiento contra las ideas consagradas por la tradición. Si se aceptara que la verdad es permanente e invariable habría que hacer un esfuerzo de reforma personal para adecuarse a la misma. Como no se lo quiere hacer, se inventan sin pausa nuevas doctrinas, o mejor, ideologías, que van reemplazándose unas a otras, merced a las cuales el hombre adquiere una aparente tranquilidad intelectual y se venga de lo que no dudo o no quiso hacer. Paralelamente a este procedimiento mental, Max Scheler ha elaborado una luminosa demostración de cómo la doctrina del «humanitarismo» disimula paradojalmente una fundamental incapacidad de amar al hombre y una aversión tenaz a la naturaleza humana, a sus ideas y a sus valores.

En la misma línea, señala Marcel de Corte cómo a veces la gente, para vengarse de los valores permanentes, para desquitarse de lo que llaman «el fixismo de la verdad», que resulta tan antipático, se aplica, deliberadamente, y con una inquina minuciosa, a mancillar dichos valores: Dios, la verdadera libertad, la fidelidad conyugal, la misericordia con el prójimo, la patria, etc., sea tratando de destruirlos por medio del ridículo y la parodia, sea deformándolos de una manera hipócrita y vaciándolos de su contenido para subordinarlos a apetitos inferiores o bastardos. Este proceso clásico está admirablemente ilustrado por la fábula del zorro y las uvas: «Están verdes las uvas…». El hombre moderno ha inaugurado la época de la devaluación generalizada. Una serie increíble de teorías abstractas, de calidad cada vez más mediocre, y que pasan una tras otra, hundiéndose siempre de nuevo en la mitología, han sido elaboradas para disolver las doctrinas y los valores que durante siglos formaron la trama de una existencia humana moralmente equilibrada[162].

Hemos tratado de exponer las raíces históricas del relativismo y sus razones, llegando a lo que sucede en nuestro tiempo. El hecho es que tras la renuncia a una tabla de valores y de doctrinas permanentes e inalienables, tras la renuncia a los dogmas sobrenaturales y a las verdades naturales, el relativismo, con una sonrisa de escepticismo en los labios, anuncia la supervivencia de un solo absoluto: que todo es relativo. Ésta pasa a ser la única verdad intangible. Allan Bloom, en un estudio sobre la decadencia de las humanidades en los Estados Unidos, nos informa: «Hay una cosa de la que un profesor que enseña en una Universidad norteamericana puede estar seguro y es que cada uno de sus alumnos, en el momento en que emprende estudios superiores, cree o dice que cree que la verdad es relativa»[163].

En la actualidad, no son pocos los que piensan que es más propio de una persona inteligente «dudar» que «afirmar». El que «afirma» es considerado como una persona cuadriculada, de mente obtusa, incapaz de matices. Ahora, dice Rojas, «todo es negociable»[164]. Todo es traficable en el supermercado de las verdades. No existe más «la verdad», sino «mi verdad», «tu verdad», cada quien se fabrica la suya, según sus propias preferencias, lo que le gusta y apetece, «una verdad a la carta»[165]. El relativismo se muestra así como el nuevo código ético, el código hoy imperante. Todo puede ser, alternativamente, positivo o negativo. No existe nada absoluto. Ello hace imposible cualquier tipo de diálogo serio, ya que no hay puntos comunes de referencia, no hay una realidad exterior en la cual coincidir. El hombre moderno es, así, un hombre esencialmente pragmático, lo que lo vuelve un sujeto trivial, volátil, a la deriva, como un corcho sobre el oleaje. No interesándose por los grandes temas de la existencia, sólo le resta una difusa «melancolía», una cierta nostalgia de la verdad, sin significación ni contenido.

Se ha dicho que nuestra época es la época de la incertidumbre. En tiempos anteriores el hombre se preguntaba: «¿Estoy dispuesto a hacer lo que debo?». Pero en estos tiempos la pregunta es otra: «¿Cómo saber qué es lo que debo?». La desesperada solución propuesta por Sartre de que cada cual debe establecer su propio código de conducta no parece satisfactoria, ya que resulta difícil admitir que una persona pueda sentirse éticamente obligada a algo cuya única razón de valer ha sido su personal y arbitraria decisión.

El argumento hoy más recurrido para calmar la conciencia es el del consenso. Algo es verdadero si hay consenso acerca de ello. Es decir que se hace depender la verdad de la convergencia de opiniones. Algo será negativo o positivo según opine la mayoría. Lo que hace que este hombre relativista sea «un hombre sin referentes, sin puntos de apoyo, envilecido, rebajado, cosificado…, que no sabe adónde va; un hombre que, en vez de ser brújula, es veleta»[166]. Viene aquí al caso recordar lo que dice Rafael Gambra en su magnífica obra El silencio de Dios, a saber, que el lema subliminal del hombre moderno pareciera ser «¿Por qué no?», es decir, no afirmes nada seguro, como estable y permanente, atrévete a ir siempre más allá.

De esta manera, como escribe Rojas, ha aflorado en el hombre una nueva pasión, «la pasión por la nada». Ni siquiera es capaz de auténticas rebeliones, porque en la «era del vacío» su ideal es aséptico”. Sólo le queda intentar un nuevo experimento: «hacer tabla rasa de todo para ver qué sale de esta rotura de directrices»[167]. Al no tener ninguna certeza donde aferrarse ha perdido la capacidad de comprometerse, según se ve con especial claridad en el campo conyugal, donde el matrimonio es cada vez menos estable. Ya no hay fidelidades permanentes. Todo es revertible, revisable, rescindible.

La victoria del relativismo trae consigo el imperio de la mediocridad. Ernest Hello nos ha dejado una descripción pormenorizada del hombre mediocre: siente especial deferencia por la opinión pública; no habla jamás, siempre repite; admite a veces algún principio, pero sin atreverse a sacar las consecuencias; si llegas a ellas te dirá que exageras; si la palabra exageración no existiera, el hombre mediocre la inventaría; admira un poco todas las cosas, pero no admira nada con calor; teme comprometerse; le gustan los escritores que no dicen sí ni no sobre asunto alguno, que nada afirman, que se avienen con todas las opiniones contradictorias; se destaca por seguir la corriente; se erige en el enemigo más feroz del hombre de genio. Lamenta que la religión cristiana tenga dogmas; quisiera que enseñara tan sólo la moral; y si le dices que su moral sale de sus dogmas, como la consecuencia sale del principio, responderá que exageras[168].

XI. LA INFORMALIDAD

Otra expresión del hombre de hoy es su tendencia a la informalidad. Analizaré este tema sobre todo en base a las interesantes reflexiones de André Piettre, en su libro Carta a los revolucionarios bien- pensantes[169]. El subtítulo de dicha obra es: «Acerca del precio y el desprecio de las formas».

Comienza el autor por ceder la palabra a los jóvenes inconformistas para que expresen, en forma a veces cruel, su denuncia de la sociedad actual. Injusticia, hipocresía, ineficacia: tales son los vicios fundamentales que se encubren tras las elegantes «formas» supérstites. «Sí, somos, queremos ser y continuaremos siendo vulgares. Estamos hartos de vuestras formas, de vuestras maneras. No contestaremos las cartas. Pondremos los pies en la mesa. Si nos da la gana, haremos el amor en público. Si nos da la gana, bailaremos ante el altar, como David. Somos adultos ¿sí o no?»[170] . A estos objetores dedica Piettre su libro: «A los jóvenes, a los sublevados generosos -laicos y clérigos-, a los apasionados por la fraternidad y la sinceridad, que, con su vulgaridad, creen dar testimonio a favor del amor entre los hombres»[171].

Estos inconformistas no son tan originales como se creen. Tienen célebres precursores: desde aquellos cínicos griegos -los hippies de la Antigüedad-, granujas que cuestionaban toda la sociedad y la moral, pasando por los monjes giróvagos y los vagabundos universitarios de la Edad Media, siguiendo por los «sansculottes» de la Revolución francesa, hasta los románticos del siglo pasado que vestían un chaleco abotonado en la espalda para obligar a los fieles de su secta a requerir desde la mañana la ayuda de otro compañero y así acordarse de la solidaridad entre los hombres!

Se trata de una rebelión profunda, que va más allá de lo político y de lo social. Es una revolución contra las formas, a las que se acusa de ser meras «formalidades». Pero las formas no sólo expresan el fondo, sino que lo enmarcan. El hecho es que la vulgaridad se extiende cada vez más en el mundo moderno, sobre todo entre los jóvenes. Y ello no queda impune. Porque la vulgaridad en los modales acaba por hacer vulgar el corazón y la inteligencia. Una ciudad que se abandona en sus modales, como la nuestra, es una ciudad gravemente enferma. «Una juventud que, por sistema, se disfraza de granuja, más pronto o más tarde tendrá costumbres de granuja; tal es la nuestra… La civilización comenzó por vestir al primate desnudo. Cuando le desviste en público, vuelve al estado de naturaleza; es decir, se niega a sí misma»[172].

De ahí la contundente afirmación de Piettre: «El primer pecado del mundo moderno es su fealdad»[173]. Ese pecado ya existía, pero era inconsciente. Hoy se lo comete voluntariamente. Se emprende la destrucción sistemática de todo aquello que en los gestos, las palabras, las costumbres, el arte e incluso el pensamiento, tendía a elevar al hombre por encima de la vulgaridad y del instinto, por encima de la bestia.

Es cierto que a veces tras las viejas formas atildadas se escondía un gran vacío. Pero los modernos «de-formadores» son excesivos, barren con todo; no arreglan la gotera sino que tiran abajo el techo. Los vestidos les pesan; vuelven a los harapos. Por eso son «destructores», no «creadores». Y como las formas son por esencia jerárquicas, apedrean todas las jerarquías. Entran «a saco en las cátedras y en los altares»[174]. Su ideal es el igualitarismo, de que hemos hablado. Igualitarismo que llega hasta el lenguaje. Señala Piettre cómo en francés se disponía de tres palabras al menos para designar a la mujer: niña, joven y «chica»; este último término, cuando se empleaba a secas, se reservaba para las mujeres de mala vida. Hoy todas son iguales, todas son chicas…[175].

En el fondo estos revolucionarios, aparentemente tendidos hacia el futuro, son solemnes retrógados. Van a contracorriente del progreso. «¿No ha consistido toda la evolución humana en el ascenso gradual de la bestia peluda al hombre civilizado? Ahora bien, vosotros volvéis a la primera»[176] Van en marcha, pero ¿hacia qué? A lo más hacia una sociedad materialmente saturada, de horizontes estrictamente cerrados, infrahumana, en último térmíno. Y «el hombre necesita aureolear su vida. Tiene tanta sed de fiestas como de poesía. Tiene hambre de amor -y no hay amor humano sin poesía-. Pues bien, ¡es esto lo que matáis al matar las formas!»[177].

Señala Piettre cómo entre los gritos proferidos durante la revolución estudiantil de París en mayo del 68 hay uno rescatable: «La imaginación al poder», palabras sensatas, por cierto, pero equivocadas en su interpretación, ya que esos jóvenes creían que la imaginación se despertaría a partir de los escombros del mundo anterior. Por eso el caminar de estos hombres modernos no conduce a la cumbre, sino al abismo. Es el vértigo de la nada, el llamado de las alucinaciones, precisamente por falta de imaginación creadora, es la droga, el suicidio. «Lo informe lleva a lo informe. Y en el límite, lo informe es la muerte»[178].

Tras describir esta tesitura «informal» del hombre de nuestro tiempo, insinúa Piettre algunas soluciones. Excedería el marco de las presentes conferencias exponerlas aquí. En todo caso, remitimos a su libro. Sólo digamos, en líneas generales, que allí incluye la necesidad de llevar formas a la enseñanza, así como al ámbito social, e incluso político. El autor hace una especial referencia al terreno del arte. La palabra «belleza» equivale a «hermosura», formositas, palabra que viene de forma. El arte moderno ha desterrado la estética de las formas. Un gran exponente de esta destrucción fue Pablo Picasso, el genio de lo disforme. Sus períodos azul y rosa quedaron superados y, tras el purgatorio de sus intentos cubistas, irrumpieron sus monstruos deformes. ¿Qué pasó en el artista? Quiso rebelarse contra los maestros, saquear la tradición. Su pintura es el resultado de una protesta, pero al destruir la forma del rostro humano hizo un acto de barbarie. Algo semejante acaece en la música. En los círculos hippíes se dijo que el fin del fin en la música es «tocar sucio». «Hoy no se puede pretender ser un «ídolo» si no se está dotado de una voz cascada, rota, apagada, gutural o asexuada; hay que «cantar sucio»[179]. También habla Piettre de la necesidad de estetizar la ética. Hay que juntar
el Bien con la Belleza. «La más ignorante de las madres que prohibe el mal porque es «feo», sabe tanto como los griegos y mucho más que vosotros»[180].

Finalmente será preciso restaurar el valor de las formas también en el ámbito de lo sagrado. Refiriéndose a ello, nuestro autor señala la enorme crisis por que se atraviesa en estos momentos. «Pues bien, creemos que la cuestión de las formas y el arte sacro es un aspecto mayor de esta crisis»[181].

En algunos sectores de la Iglesia, influidos por el espíritu del mundo, se ha ido perdiendo la vivencia de lo sagrado, el sentido de la reverencia y del misterio, del que es propio el gesto de solemnidad y de contemplación admirativa, la conciencia de un ser que está por encima del hombre, cuyo valor no deriva de que pueda ser utilizado para el logro de fines humanos, por elevados que sean, sino del hecho de que participar de él y glorificarlo es ya una gracia de la existencia humana. Por lo demás, ciertos sacerdotes, a tono con el mundo, desataron una revolución iconoclasta creyendo que las formas y el arte eran sinónimos de lujo y riqueza, y por ende de poder e iniquidad. Anhelando una Iglesia «pobre» y «misionera», creyeron que se debía renunciar a toda forma exterior, que Cristo debía pasar a ser un «camarada» y las iglesias mudarse a salas de baile. Esta revolución tuvo sus motivos: es innegable que años atrás se hizo gala de cierta ostentación hueca; por otra parte, el arte religioso estaba pauperizado. Una prueba de ello es el llamado «arte sulpiciano”, hecho de manierismo y acaramelamiento. Con todo, la solución no era su sustitución por la informalidad. «En realidad, bajo esta batalla de las formas, lo que subrepticiamente libráis es un combate de fondo (tan cierto es que el fondo y la forma son inseparables)»[182].

En el siglo XVIII, Federico de Prusia, el amigo de Voltaire, recomendaba transformar a la Iglesia en un «buho triste y solitario para hacerla antipática». Hoy parece que se hace lo posible por relegar todo lo que pueda hablar al corazón, lo que es ornato, decoro, solemnidad, por ejemplo el incienso, o los ornamentos para la celebración de la Santa Misa. «Atención al escándalo. Cuando se ve a clérigos jóvenes o laicos jóvenes desaliñados participar con desenfado en los misterios excelsos ha los que los más grandes santos se acercaban con un respeto infinito, es difícil no plantearse la cuestión: ¿Aún creen en lo que hacen?»[183]. Tras tales despojos, la gente sencilla y pobre se siente todavía más empobrecida. Cita Piettre estas desgarradoras palabras de una anciana de condición pobrísima: «Con nuestro nuevo párroco y todas las cosas bellas que ha quitado de nuestra iglesia, aún me siento más pobre»[184]. No se trata, por cierto, de propender al boato. A veces el mejor arte está dotado de la más alta sencillez, como el románico, por ejemplo, o el de nuestras capillas de la Quebrada de Humahuaca o la Puna de Atacama, hechas de adobe y paja, pero espléndidas en su sencillez. Mas lo que esa ofensiva contra las formas destruye no es simplemente la sencillez sino el arte mismo.

Frente a este culto a la «informalidad», muchas veces los padres y los superiores no ejercen sino el permisivismo. Es lógico. Ya que el hombre para el cual nada es verdad, el hombre relativista de que acabamos de hablar, es un hombre radicalmente «tolerante», en el peor sentido de la palabra, un hombre capaz de aceptar lo que venga. La permisividad llega a ser una suerte de religión, cuyo credo consiste en no coartar ninguna libertad, aunque sea abusiva, permitir que aquellos sobre los que se tiene cualquier tipo de custodia, se atrevan a superar todos los límites preestablecidos. Pero, como bien escribe Rojas, «de la tolerancia interminable nace la indiferencia pura»[185].

XII. EL NATURALISMO

Otra de las características del hombre moderno es su tendencia al naturalismo. Quizás sea ésta la tesitura principal tanto del individuo como de la sociedad de los últimos siglos. Vamos a exponer esta característica siguiendo sobre todo las enseñanzas del cardenal Louis Pie, gran prelado de
fines del siglo pasado, obispo de Poitiers, experto
conocedor del mundo moderno.

Escribe el Cardenal: «La inclinación actual de
los espíritus y de los corazones, el rasgo principal
de los caracteres, el hábito de los individuos, la
costumbre de las sociedades, la ley que las rige y
el espíritu político que las gobierna, la tendencia
de la ciencia y en consecuencia la orientación de
los estudios y de toda la educación, el estado general que de ello resulta, en fin, el signo propio de nuestro tiempo… es el «naturalismo»»[186]

¿Cuál es el origen, la filiación de esta idea? Porque el naturalismo no es un aerolito caído del cielo
sino que brota de errores anteriores. Puede verse
un antecedente de dicho error en la Reforma protestante, con su sometimiento de las cosas religiosas al juicio de cada individuo. En los siglos XVII
y XVIII el proceso se acrecentó con la negación
de la divinidad de Cristo hasta culminar en el rechazo de todo el orden sobrenatural. Éste pareció
entonces como supremamente superfluo, y la
naturaleza como poseyendo en sí misma las luces, fuerzas y recursos necesarios para ordenar las cosas
e la tierra, el entero orden temporal, para trazar
la conducta de cada individuo, para proteger los
intereses de todos, y para conducir a los hombres
a su destino final que no es otro que la felicidad.

De este modo, la naturaleza se fue convirtiendo
en una especie de recinto fortificado y campo atrincherado, donde el hombre se encierra como en
dominio propio e inalienable, juzgando de todo
con absoluta independencia. En suma, la naturaleza se basta, y poseyendo en sí su principio, su
ley y su fin, construye su propio mundo, plenamente emancipado de toda instancia trascendente.
Pero como es manifiesto que muchas veces el individuo no es autosuficiente, experimentándose incapaz para muchas cosas, busca y cree encontrar
en la sociedad, sin salirse del orden natural, lo que
e falta personalmente. Allí está el fundamento de
la doctrina revolucionaria de la soberanía del
hombre, completada en la soberanía del pueblo.
En resumen, la naturaleza es el único y verdadero
tesoro[187].

En la raíz del naturalismo hay un acto de soberbia, semejante al de nuestros padres en el paraíso.
El hombre del naturalismo se abroquela en su
naturaleza. No quiere ser ni ángel ni bestia, ni tan alto ni tan bajo. Quiere ser simplemente hombre,
y nada más. No le interesa la felicidad que Dios le
ofrece. Le basta con esta felicidad que él podrá
alcanzar recurriendo a sus propias fuerzas y a las de la sociedad, una felicidad en la tierra. Y así renuncia conscientemente a su elevación al orden
superior, por el temor de que en la alianza de lo
humano con lo divino, a que Dios lo invita al revelarle el orden sobrenatural, lo humano resulte
destruido, absorbido, o al menos aminorado.

De esta manera, el naturalismo, al tiempo que
se obstina en afirmar la dignidad de la naturaleza,
frustra al hombre en su impulso hacia lo alto. En
el fondo no es sino la consecuencia del miedo que
producen las alturas a que Dios nos ha llamado.
Estando hace algunos años en Roma, mantuve varias entrevistas con Giuseppe Vattuone, destacado
neuropsiquiatra italiano. Entre otras cosas me dijo
que su larga experiencia médica le había mostrado
hasta qué punto el hombre moderno es un hombre
que vive en el miedo, miedo sobre todo de la infinitud a que Dios lo llama[188]. La cosmovisión del
naturalismo frena al hombre, le corta las alas. En
el momento mismo en que éste pone su acto de
soberbia, se está rebelando contra su verdadera
grandeza. Siempre la Iglesia ha exaltado la naturaleza humana, su dignidad, su esplendidez, su libertad. Pero al hacerlo no considera sólo lo meramente natural, sino que atribuye al hombre otro título
de grandeza que ninguna filosofía iluminada por
la razón hubiera sospechado, a saber, su aptitud
para unirse con la naturaleza divina, su capacidad
de recibir tal suplemento inesperado de exaltación.

«Siendo esto así, me animo a decir que la nobleza
suprema de nuestra naturaleza consiste en que, dado los atributos y las facultades que la constituyen,
sea potencialmente apta para ser desposada o
adoptada por la divinidad»[189]. Dios, que es la fuente de todo bien, no se contentó con hacer al hombre como una creatura más, sino que resolvió asociarlo a su naturaleza divina, uniendo la naturaleza
humana a su divinidad, en una admirable elevación de aquélla. No hay, pues, ninguna destrucción, ningún aplastamiento de la naturaleza más
débil bajo el peso de la naturaleza más fuerte. En
el fondo, el naturalista es un pusilánime, que no
se anima a cargar sobre sus hombros ese pondus
gloricie que se le ofrece desde lo alto.

Trágicamente lamentable, pues, la actitud del
naturalista, que se autoconfina en sus estrechos límites humanos, y se resiste a participar de la naturaleza divina, que para ello el Verbo se hizo carne
y fundó la Iglesia. Si con razón alabamos a aquellos
inventores que encuentran el modo de ampliar el
alcance de los órganos físicos, por ejemplo mediante un nuevo telescopio más poderoso que los antiguos, con cuánta mayor razón deberíamos celebrar
el inconmensurable acrecentamiento que nos ofrece la revelación, gracias al cual podemos penetrar
en el orden increado, en la familiaridad de Dios[190].

Una oposición tan frontal con el cristianismo, suscita en el naturalismo, como necesidad intrínseca suya, un proyecto siniestro, el de destronar a Cristo, arrinconarlo y, por fin, expulsarlo de los individuos y de las sociedades, erradicándolo así de todos los reductos «humanos» sobre los que tiene alguna pretensión. Oponiéndose a la encarnación del Hijo de Dios, oponiéndose a la adopción divina del hombre, oponiéndose a la penetración sobrenatural del orden natural, el naturalismo busca herir al cristianismo no sólo en su misterio central sino en todas sus derivaciones.

Pie cree descubrir el origen último de este proyecto en la rebelión de Lucifer, su negativa al servicio y adoración de Dios, su pretensión de igualarse al Creador con las solas fuerzas de la naturaleza, la invitación astuta que dirigió a nuestros primeros padres: Seréis como dioses si le desobedecéis»[191].

Tal es el gran proyecto de la «modernidad», desde el Renacimiento hasta nuestros días. No deja de resultar esclarecedor, a este respecto, el siguiente texto de Marsilio Ficino, filósofo italiano del siglo XV: «El hombre mide la tierra y el cielo, escruta las profundidades del Tártaro, y el cielo no le parece demasiado elevado ni el centro de la tierra demasiado profundo… Y puesto que ha descubierto el orden de los cielos, y quién los mueve, y sus medidas y productos, ¿quién osará negar que posea, por así decirlo, el mismo genio que el autor de estos cielos y que en cierta manera podría incluso crearlos?… El hombre no admite superiores o iguales; no tolera que por encima de él haya un imperio del cual esté excluido… Se esfuerza en dominar por doquier, ser ensalzado en todas partes. Se esfuerza en ser en todas partes como Dios. Al igual que Dios, se esfuerza por existir siempre. Atque ita conatur esse, ut Deus, ubique. Concitur quoque esse et semper, ut Deus (y así intenta ser, como Dios, por doquier. Intenta también ser, como Dios, siempre)». Señala de Corte que este notable pasaje, donde lo que importa no es tanto la comparación ut Deus (como Dios) sino el acento puesto sobre el esse, sobre el existir, condensa admirablemente el antropocentrismo de la civilización
moderna[192].

Es aquel «seréis como dioses», dicho cada vez
con menos eufemismos, la raíz última del error
naturalista. Como se ve, resulta preciso remontarse
muy atrás, al drama del paraíso, para poder captar
en toda su hondura la odiosa impiedad de aquellos
»que adornan tan falsa como fatuamente con el
nombre de espíritu moderno a aquel que es el más
viejo de los espíritus, el espíritu de la antigua serpiente, el espíritu del hombre viejo, el espíritu que
hace envejecer todas las cosas»[193].

Este error, intensificado en los últimos siglos,
está hoy plenamente vigente. Véase, si no, lo que
hace pocos años afirmó Alfonso Guerra, dirigente
del PSOE y vicepresidente de España, refiriéndose
al impresionante cambio de alma que su partido
en el poder logró llevar a cabo en la España moderna: «Hicimos una revolución absolutamente tremenda. Casi no nos dimos cuenta, lo que es mejor
aún. Hay en este país una revolución cultural, verdaderamente asombrosa…. una revolución magnífica que es la vuelta a la naturaleza»[194]. Y José
María Carrascal, un periodista ensalzador de aquel
régimen, escribe: «Una revolución formada concomitantemente por una multitud de revoluciones:
la revolución sexual, la revolución femenina, la revolución penal, la revolución homosexual, la revolución filial, la revolución estudiantil. Todo eso unido a una nueva relación con la naturaleza…»[195].
Así está España, la nueva España de la «naturaleza», destruida. No en vano dijo el filósofo ruso Nikolai Lossky que si una persona no se orienta a
valores más altos que el yo, inevitablemente la corrupción y la descomposición se apoderarán de
ella. Lo mismo pasa con las naciones.

Si tuviéramos que hacer un diagnóstico preciso
de la sociedad moderna diríamos que está enferma
de aquello que los griegos llamaban hybris, es decir, orgullo desmesurado. El hombre ha llegado
hasta querer matar a Dios para que éste lo dejase
en paz y pudiese así vivir conforme tan sólo a su
naturaleza. Nietzsche nos ha dejado sobre esto un
texto impresionante en su obra Die Fróhliche
Wíssenschoft (La Gaya Ciencia). Tras decir que hay
dos tipos de ateísmo: el de los superficiales, que
pierden a Dios como quien extravía algo sin importancia, y el de los hombres trágicos, que son
plenamente conscientes del tremendo vacío que significa renunciar a Dios, pero consideran que dicha renuncia libera a la humanidad para un destino más alto, agrega:

¿No habéis oído hablar de aquel hombre loco
que, en pleno día, encendía una linterna y echaba
correr por la plaza pública gritando sin cesar: «Busco a Dios, busco a Dios»?. Como allí había muchos
que no creían en Dios, su grito provocó hilaridad.
¿Qué, se ha perdido Dios?», decía uno. «¿Se ha extraviado, como un niño pequeño?», preguntaba
otro. «¿O es que está escondido?. «¿Tiene miedo
de nosotros?», «¿Se ha embarcado?». «¿Ha emigrado?
Así gritaban riendo unos con otros. El loco
saltó en medio de ellos y los taladró con sus miradas. «¿Dónde se ha ido Dios?», exclamó. «Yo os lo
voy a decir. ¡Lo hemos matado nosotros, vosotros
y yo! ¡Todos somos sus asesinos! Pero ¿cómo hemos podido obrar así? ¿Cómo hemos podido vaciar el mar? ¿Quién nos ha dado una esponja capaz de borrar el horizonte? ¿Qué hemos hecho para desprender esta tierra del sol? ¿Hacia dónde se
mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros apartándonos de todos los soles? ¿No nos precipitamos continuamente? ¿Hacia adelante, hacia
atrás, de lado, de todos lados? ¿Existe todavía para
nosotros un arriba y un abajo? ¿No vamos errantes
como a través de una nada infinita? ¿No nos persigue el vacío con su hálito? ¿No hace más frío? ¿No
es la noche para siempre, más y más noche?
o se han de encender linternas en pleno medio día? No oímos todavía el rumor de los sepultureros, que entierran a Dios? ¿No olemos todavía nada de la corrupción divina? ¡También los dioses
se corrompen! ¡Dios ha muerto! ¡Dios está muerto!
¡Y somos nosotros quienes lo hemos matado!
¿Cómo nos consolaremos nosotros, asesinos entre
los asesinos? Lo más santo y lo más poderoso que
el mundo poseía hasta ahora se ha desangrado bajo nuestros cuchillos. ¿Quién puede limpiarnos de
esta sangre? ¿Con qué agua podremos purificarnos? ¿Qué expiaciones, qué juegos sagrados nos
veremos forzados a inventar? ¿No es demasiado
grande para nosotros la grandeza de este hecho?
¿No deberemos convertirnos en dioses nosotros
mismos, al menos para parecer dignos de los dioses? No hubo en el mundo acto más grandioso, y
las generaciones futuras pertenecerán, por virtud
de esta acción, a una historia más elevada de lo
que fue hasta el presente toda la historia».

«Aquí calló el loco y miró de nuevo a los que le
escuchaban. También ellos se habían callado y le
miraban extrañados. Por último, arrojó al suelo la
linterna, que se apagó y se hizo pedazos. «He llegado demasiado pronto, dijo; no es mi tiempo aún.
Este acontecimiento enorme está todavía en camino y va avanzando; no ha penetrado aún en los oídos de los hombres. El relámpago y el trueno necesitan tiempo; la luz de las estrellas necesita tiempo; los hechos necesitan tiempo, aun después de
haberse realizado, para ser vistos y oídos. Este hecho está más lejos de los hombres que las estrellas
más lejanas; y, sin embargo, ellos lo han realizado».
Se cuenta, además, de este loco que el mismo día
entró en varias iglesias y entonó en ellas su Requiem aeternam Deo. Y que habiéndosele expulsado e interrogado, siempre había respondido lo mismo: «¿Qué son, pues, estas iglesias ya sino las sepulturas y los monumentos funerarios de Dios?[196].

Para Nietzsche tal fue el acto supremo de los
hombres: matar a Dios. Y si el hombre ha perdido
a Dios, no le queda otra salida que renunciar a su
vieja historia, la que le contaron sus padres, e iniciar
una nueva existencia, aceptando, con el más crudo de los realismos, que su esencia no radica
en el ser, sino en el poder ser. Desde ese momento,
será lo que él pueda ser con sus solas fuerzas, y
hará lo que él pueda hacer por sí mismo. De este
modo se erigirá en superhombre, en su propio
creador. Ha muerto Dios, viva el hombre, dirá
Nietzsche. En otras palabras: Ha muerto lo sobrenatural, viva la naturaleza.

El naturalismo tiene dos expresiones principales,
una en el campo de la inteligencia, y otra en el de
la política.

La primera de dichas vertientes es el racionalismo. Porque aquella naturaleza en la que vimos se
encastillaba el hombre moderno es, ante todo, la
razón propia. Por eso algunos autores hablan indirectamente de naturalismo y de racionalismo, como si fuesen sinónimos. No es así, ya que el racionalismo es un error menos vasto que el naturalismo, que abarca al hombre entero, incluida su voluntad. El racionalismo es una de las formas mas elocuentes con que se manifiesta el hombre moderno. No fue casual que la exaltación del revolucionario alcanzase su paroxismo en la idolatría de la Diosa Razón. Pero aun cuando no se llegue hasta ese
extremo, basta con leer los diarios y los libros u oír
hablar a la gente para advertir cómo se da por supuesto el primado de la razón sobre toda autoridad
diversa de ella. Se ha dicho que el pecado original
del mundo moderno consistió en «el acto irracional
de la razón de proclamarse absoluta».

En su reciente encíclica Fides et ratio, el Santo
Padre trata especialmente, como lo indica el nombre mismo del documento, de la relación entre la
fe y la razón, que «son como las dos alas con las
cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad», según se dice al comienzo.
Por cierto que el hombre, cuando acepta la realidad, es consciente de los límites de la razón, pero
dichos límites, en vez de abatirlo, le permiten suspirar «hacia la infinita riqueza que está más allá, porque intuye que en ella está guardada la respuesta
satisfactoria para cada pregunta aún no resuelta»
(nº 17). Si así se entienden las cosas, la razón es
valorada, pero no sobrevalorada. «En efecto, lo
que ella alcanza puede ser verdadero, pero adquiere significado pleno solamente si su contenido se
sitúa en un horizonte más amplio, que es el de la
fe» (nº 20). Ello no ocurre cuando la razón se encierra unilateralmente en sí misma. En dicho caso,
cada uno queda a merced del arbitrio y su condición de persona acaba por ser valorada con criterios pragmáticos… Así ha sucedido que, en lugar
de expresar mejor la tendencia hacia la verdad, la
razón, bajo el peso de tanto saber, se ha doblegado
sobre sí misma, haciéndose, día tras día, incapaz
de levantar la mirada hacia lo alto para atreverse
a alcanzar la verdad del ser» (nº 5).

De la emancipación de la razón se pasa fácil-
mente a la emancipación en el campo de las normas de la moral. El hombre busca sustraerse a la
ley sobrenatural, que brota de la revelación como
el calor brota del sol, para enclaustrarse en la ley
natural, que puede, justamente, conocer por la razón. Pero como el desorden es arrollador, pronto
tratará de liberarse de esta última traba, que de
algún modo lo sigue ligando a Dios, ya que no es
sino Él quien ha grabado dicha ley en el corazón.
Tal será el último paso: no sólo desterrar a Dios
autor de la gracia, sino también a Dios autor de la
naturaleza, de tal suerte que el hombre establezca
su propia ley, su moral independiente»[197].

En las décadas que rodearon a la Revolución
francesa se gustaba llamar «filósofo’ al pensador
que se limitaba a su sola razón, con total independencia de toda verdad proveniente del mundo de
la revelación. Dicho nombre constituía todo un
signo de reconocimiento de la mentalidad iluminista tan bien plasmada en la Enciclopedia. Joseph
de Maistre le hace hablar así a uno de aquellos filósofos: «La verdad en toda Europa está escondida
por la humareda del incensario; es tiempo que
salga de esa nube fatal. No hablaremos más de ti
[de Dios] a nuestros hijos; a ellos, cuando sean hombres, les tocará saber si existes, y lo que eres, lo que pides de nosotros. Todo lo que existe nos
disgusta porque tu nombre está escrito sobre todo
lo que existe. Queremos destruir todo, y rehacer
todo sin ti. Sal de nuestros consejos, sal de nuestras
academias, sal de nuestras cosas; la razón nos
basta. ¡Déjanos!»[198].

A esos «filósofos» les dice el cardenal Pie: «¡Vosotros no sois filósofos, sois anti-filósofos, anti-racionales!» ¿Cómo llamar filósofo, prosigue, a
aquel que se cierra a Dios, cómo llamar filósofo,
es decir, amigo de la sabiduría, al que no quiere
saber nada con la Sabiduría eterna que ha bajado
a la tierra?»[199]. En el racionalismo exacerbado de
su tiempo, que se ha hecho piel en el hombre moderno, Pie no veía sino «ateísmo, idolatría, o, si se quiere, antropolatría, y el retomado culto de la Diosa-Razón o de la Diosa-Humanidad[200]. Un racionalismo semejante no es sino otra forma de auto-adoración del hombre.

Acertadamente habló Xavier Zubiri de «un ingente y paradójico voluntarismo: el voluntarismo
de la razón». Coincide en ello con Cassirer quien
afirma que cuando el siglo XVIII quiso designar
»la fuerza en la cual se concentran las diferentes
energías del espíritu», apeló al sustantivo razón.
Fue un modo de adquisición, el resultado de un
esfuerzo, no tomando la razón «como un contenido firme de conocimientos, de principios, de verdades, sino más bien como una energía, una fuerza
que no puede comprenderse plenamente más que
en su ejercicio y en su acción».

El racionalismo fue así uno de los arietes que
empleó el naturalismo para atentar contra el orden
sobrenatural. Lo curioso y paradojal es que en los
últimos tiempos el hombre ha pasado con frecuencia del racionalismo al antirracionalismo más salvaje, juntando los dos excesos a que había aludido
Páscal: «excluir la razón, sólo admitir la razón». Este
doble desorden, escribe de Corte, se ha vuelto familiar a nuestros contemporáneos. La misma humanidad que se opone a todo lo que está por encima de la razón, sometida a las leyes del número y
de la estadística, de la regla y del compás, es 1a
que no vacila en entregarse a los más desorbitados
y destructores instintos. Espantosa contradicción
del mundo moderno, que vive simultáneamente
los contrarios[201].

La segunda vertiente del naturalismo es el liberalismo. La palabra «liberal» es, de por sí, una palabra noble. Santo Tomás llamaba «liberal» al hombre desprendido, dadivoso, Pero ello poco tiene
que ver con aquella corriente ideológica. Sobre este tema no hemos leído nada mejor
que el libro del cardenal Louis Billot llamado E1
error del liberalismo[202]. Allí se dice que la libertad
a que se refieren los liberales no es precisamente aquella de que tratan los metafísicos, es decir, la
facultad del libre albedrío, sino la facultad de obrar
sin ninguna coerción exterior que impida su autónoma expansión. Y entienden por coerción todo
vínculo que coarte o restrinja la libertad de cualquier modo, a tal punto que la medida ideal del
hombre no se encuentra sino en aquel estado asocial en el cual reinase la sola ley del individualismo
puro y perfecto[203].

La libertad es lo único que se busca, porque
todas las cosas existen desde la libertad, por la
libertad y para la libertad. Contra ella atentan todos
los vínculos, sean ellos religiosos, familiares, corporativos o políticos. «Es consecuencia lógica, por lo
tanto, que el liberalismo en los hechos deba, o negarse a sí mismo, o avanzar hacia la disolución de
toda sociedad distinta del Estado, no deteniéndose
nunca en su nefanda obra de destrucción o pulverización, hasta reinar sobre mónadas perfectamente desconexas, y meramente aglomeradas, al modo
como se aglomeran los granos de trigo en una
parva»[204].

Billot detalla los atentados perpetrados por el
liberalismo. La primera sociedad afectada, instituida por Dios mismo, autor de la naturaleza, es la
sociedad doméstica o familiar. El liberalismo pretende de toda forma y con todo empeño, destruir
a la familia y sacarla de en medio. La destruye,
ante todo, en su fundamento, el matrimonio indisoluble, que se opone claramente a la libertad tal
como la entienden los liberales. Comenzarán por
reducirlo a la condición de mero contrato, sancionado por la autoridad civil. Luego se pasará al divorcio legal, y no sin cierta lógica, ya que lo que
se liga por la autoridad de la ley civil, también por
la autoridad de la misma ley puede rescindirse.
Finalmente, del divorcio legal se llegará al libre concubinato, en el cual se alcanza la plenitud de los
principios, con lo que no quedará ya más vestigio
de la familia que el que se da entre los animales.
Impresiona este análisis de Billot, al ver cómo se
ha ido aplicando punto por punto.

Pero el atentado no se reduce a la familia, agrega el Cardenal. El liberalismo atacó también a las
corporaciones de artesanos, reunidos en el ejercicio
del mismo oficio, bajo determinadas leyes y estatutos, que ligaban a los obreros casi connaturalmente. La Revolución francesa, la revolución fundada en el liberalismo, abolió las corporaciones
perpetuamente, mediante una sola ley, con verdadera prepotencia. Y el pretexto fue siempre el mismo: la libertad del individuo debe ser conservada
en toda su integridad.

La única sociedad que se mantuvo fue la del Estado, pero sólo si se constituía de acuerdo a los
principios del «contrato social», que reúne a los
individuos como otras tantas unidades aritméticas
totalmente iguales entre sí, bajo un gobierno emanado de la suma de las voluntades individuales[205]

Nuestro autor agrega una consideración genial: «Es manifiesto, por lo tanto, que la obra del liberalismo
consiste en disolver en uno solo todos los órganos
sociales. Porque así como los órganos del cuerpo
físico no son las moléculas y los átomos, sino las
articulaciones y los miembros, así también los órganos del cuerpo social no son los individuos, sino la familia, la corporación y el municipio»[206].

Billot es tajante: De este nuevo orden social el
pretexto fue la libertad; el código, el contrato social;
el medio, la demagogia; la razón última, la constitución de un Estado ateo y colosal, árbitro supremo
de todos los derechos, y dictaminador indiscutido
de todo lo lícito o ilícito. A ello apunta todo lo demás: la destrucción de la familia, de las corporaciones, de las libertades municipales o provinciales, para que sólo quede al final la potestad restante
del Estado impío, sin cuyo imperio no puede nadie
mover ni manos ni pies, en todo el ámbito del universo. Como puede vislumbrarse, tras los diversos
atentados contra el orden socio-político, lo que últimamente se busca es, junto con la erradicación
de Dios, la instauración de un Estado mundial, esjatológico y apocalíptico, el de la Bestia terminal.
No en vano dijo Jules Ferry, político francés del
siglo pasado: «Queremos organizar una humanidad que pueda prescindir de Dios». Y George Clemenceau, de este siglo: «Desde la Revolución estamos en rebelión contra la autoridad divina y humana, con la que hemos arreglado de un solo golpe una terrible cuenta el 21 de enero de 1793[207]. Hasta acá el análisis del cardenal Billot.

Sobre este telón de fondo, el liberalismo declara
la absoluta independencia y autonomía del individuo y la absoluta libertad en todas las manifestaciones de su existencia. Igualmente considera que
la ciencia y el arte, la economía y la técnica, el
derecho y el Estado, la educación y la política son
esferas totalmente autónomas, no sujetas a ninguna crítica proveniente de instancias morales o religiosas. Reclama, asimismo, absoluta libertad para
la prensa, el cine, el teatro, la televisión, la diversión, el uso del tiempo libre, los centros de entretenimientos, con el derecho de ofrecer aquellos periódicos y espectáculos que le produzcan al organizador una ganancia abundante y a los lectores y
asistentes los placeres que apetecen.

El poder político, como nos lo dijo Billot más
arriba, ya no procederá de lo alto, de Dios, fuente
de toda autoridad, sino de abajo, de la voluntad
del hombre, de pactos sociales, de sufragios multitudinarios. Es cierto que tales instancias pueden
contribuir exteriormente a la concreción de un poder determinado, pero no constituyen su origen
metafísico. «El poder -escribe Pie- no es algo que
tiene su raíz abajo. No; como la luz, como la inteligencia, como la gracia, como todo lo que la tierra
recibe del cielo, el poder viene y no puede no venir
sino de lo alto»[208]. Y así se ha suprimido la noción del Estado cristiano, de la ley cristiana, del príncipe
cristiano. El liberalismo moderno proclama la secularización absoluta de las leyes, de la educación,
del régimen administrativo, de las relaciones internacionales y de toda la economía social, como el
principio dominante de la sociedad nueva, de esta
sociedad emancipada de Dios, de Cristo y de la
Iglesia. El error naturalista, que se refracta en la
política, busca ser considerado como un dogma
social, como ley de los Estados, como principio
regulador del mundo moderno. Y así, «el edificio
del naturalismo filosófico espera su coronamiento
del naturalismo político. Llamo con este nombre
al sistema según el cual el elemento civil y social
no hace referencia sino al orden humano y no tiene
relación alguna de dependencia respecto del orden
sobrenatural»[209].

Hay en todo esto una cierta lógica. Si se rechaza
para el individuo la posibilidad o al menos la existencia del orden revelado como un absurdo alienante o una mentira interesada, no se ve por qué
el hombre social tendría que estar más sujeto a ese
orden que el hombre privado. Cualquier influencia
de la religión sobre la política implica una usurpación, una tutela humillante, una traba al libre desarrollo de las fuerzas de la sociedad.

En última instancia, lo que proclama el liberalismo es el divorcio entre la libertad y la verdad.
Pero «una vez que se ha quitado la verdad al hombre -escribe el Papa en su última encíclica-, es pura ilusión pretender hacerlo libre; en efecto, verdad
y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente» (n’ 90). No en vano ha dicho el mismo Jesucristo: «La verdad os hará libres» (Jn 8,
32).

El hombre del naturalismo pretende ser el «hombre nuevo», un hombre hecho sobre los escombros
de la visión trascendente, que se encierra en el
reducto de su propia naturaleza, frustrando así todo
impulso hacia lo alto. De este modo, el naturalismo
se revela como la antítesis misma del cristianismo.
El misterio central del cristianismo es la Encarnación del Verbo. Dios se hace hombre, sin dejar de
ser Dios, para que el hombre se haga Dios, sin dejar de ser hombre. El fin del cristianismo no es sino
la elevación del hombre al orden sobrenatural. Decía el cardenal Pie que si se quiere buscar la primera y la última palabra del error contemporáneo,
se advertirá con evidencia que lo que se llama espíritu moderno no es sino la reivindicación del derecho a vivir en la pura esfera del orden natural.
Y el cristianismo es, en su esencia, completamente
sobrenatural, es la elevación, el éxtasis, la deificación de la naturaleza creada”[210]. Cerrándose el misterio de la Encarnación del Verbo, al misterio del
descenso que se hace ascenso, oponiéndose a la
adopción divina del hombre, el naturalismo busca
herir al cristianismo no sólo en su fuente sino en
todas sus derivaciones, rechazando la penetración
de lo sobrenatural en el orden natural. Por eso, como dice Pie, «el naturalismo, hijo de la herejía,
es mucho más que una herejía: es el puro anticristianismo. La herejía niega uno o varios dogmas;
el naturalismo niega que haya dogmas, y que
pueda haberlos. La herejía expulsa a Dios de tal o
cual porción de su reino; el naturalismo lo elimina del mundo y de la creación.[211]

El hombre moderno es un hombre rusoniano,
un hombre que se cree naturalmente bueno, a mil
leguas del concepto cristiano del hombre: creatura
hecha a imagen de Dios, caída y redimida. Porque
según la idea cristiana, el hombre no es sólo naturaleza, al modo de las piedras, los árboles, los animales; ni siquiera es la parte más sublime de la
naturaleza. Como persona viva, frente a un Dios
vivo y personal, el hombre ingresa a otra esfera,
la esfera del pecado y de la gracia, que es de suyo
sobrenatural, si bien ilumina con nueva luz su ser
natural.

El hombre del naturalismo quiere permanecer
en una suerte de neutralidad aséptica, la de quien
no acepta dejarse endiosar por la gracia, pero tampoco degradarse, cayendo por debajo de su dignidad humana. Quiere ser hombre a secas. Dicha
posición es insostenible. Porque el hombre está hecho para el «éxtasis», para salir de sí. Si no sale de sí hacia lo alto, elevándose por la gracia, saldrá
de sí hacia lo bajo, degradándose en la animalidad.
El mismo Cristo nos describió magníficamente este
envilecimiento del hombre en la parábola del hijo pródigo, donde el hijo menor, que quiso correr la
aventura de la libertad sin límites, la aventura del
naturalismo, en el abandono de su vínculo y condición filial, acabó vacío de sí mismo, y apacentando
cerdos, es decir, acabó animalizado.

XIII. EL INMANENTISMO

La consideración de las anteriores notas que
parecen signar al hombre de nuestro tiempo, sobre
lodo las del relativismo y naturalismo, nos abre
paso a una nueva característica: el hombre moderno es un hombre esencialmente inmanentista.

Entendemos por inmanencia la actitud de]
hombre que vive en la tierra como si fuera ésta su
patria definitiva, no un albergue, un lugar de tránsito, sino la mansión terminal. La palabra inmanentismo viene del latín in-manere, permanecer en.
Es lo contrario del trascendentalismo -de trans-scendere- que significa la disposición a ir más allá,
pasar más adelante, tesitura de los que saben que
esta vida es pasajera y que no se encuentra aquí
la morada final, por lo que es preciso transponerla,
si se quiere llegar a la meta, que está allende este
mundo, signado por el espacio y el tiempo.

Existe lo que podríamos llamar «el principio-
inmanencia», que impregna los distintos campos
del saber y del actuar.

Ello se hace ostensible, ante todo, en el campo
de la filosofía moderna, principalmente en el idealismo alemán. El punto de partida ya no es el ser
extramental, sino el cogito, el pensar subjetivo.
Sería largo y fuera de propósito desarrollar aquí
este tema, pero al menos lo dejamos insinuado.
El hombre se encierra en sí mismo, y su pensamiento, dejando de ser contemplativo, se vuelve
activo y creador. En adelante el hombre es el punto
de partida y de llegada del pensar y del razonar.

El inmanentismo filosófico se vuelve absoluto,
fundando la actitud antropocéntrica y soberbia del
hombre moderno, conocedor y creador del bien y
del mal[212].

Pero el principio-inmanencia no se limita al plano filosófico sino que trata de introducirse en la
misma teología. Porque aquel «principio” tiene pretensiones totalizantes, procurando alcanzar todos
los órdenes de la realidad, tanto el natural como
el sobrenatural. A primera vista parece absurdo
querer compaginar el espíritu de inmanencia con
la Revelación cristiana, porque si todo debe permanecer dentro del pensamiento y de la propia voluntad autosuficientes, no se ve cómo sería aceptable
una verdad que viniese de lo alto, fuera del alcance
de cualquier tipo de «verificación» intelectual o empírica. Sin embargo ello se ha intentado, y con resultados nefastos. Porque, como dice Caturelli, si
el método de inmanencia, aplicado a la filosofía,
conduce fatalmente al ateísmo, si se aplica al orden
sobrenatural, negándose la distinción entre naturaleza y gracia, se llega inevitablemente a la «muerte»
del Dios vivo y a la disolución de la teología. En
adelante es el hombre, y no ya Dios, el centro de
la reflexión teológica. Se cumple así aquello de
Nietzsche de que la muerte de Dios es el hito necesario para que el hombre viva. La teología se vuelve antropología y la conciencia humana ocupa el lugar del Verbo[213]. Dicha corriente es fácilmente
advertible primero en la tendencia modernista, y
luego en el ulterior y consecuente progresismo de
las últimas décadas. No son pocos los teólogos que,
apartándose de la filosofía escolástica, han asumido la filosofía idealista como base de su pensar
teológico. Su aceptación de los principios de la inmanencia los ha llevado a rechazar el único método hermenéutico aceptable, que partiendo de la
Escritura, pasa por los Santos Padres, Concilios y
Magisterio de la Iglesia. A juicio de dichos teólogos,
la investigación no debe partir de allí, ni basarse
en esas fuentes, que en última instancia provienen
de lo alto, sino que debe partir de la vida, del hombre, de la experiencia histórica, de donde se sigue
la secularización total de la teología[214].

Esta sumersión en el mundo con total prescindencia -si no suplencia- de Dios, tanto en el plano
filosófico como en el teológico, encuentra sus últimas resonancias en el orden temporal, sobre todo
en lo que se refiere a la construcción de la ciudad.
Todo lo que se relaciona con la polis debe permanecer en el plano intramundano, sin dependencia
de instancia alguna superior, desapareciendo así
del horizonte del ciudadano no sólo la ley divina
sino también la ley natural, en cuanto expresión
de la ley divina en el hombre. El entero quehacer
de la ciudad, el trabajo, la técnica, la cultura, se
enclaustra en la tierra, todo se vuelve intramundano, sin apertura alguna a la trascendencia, como
ya lo hemos insinuado anteriormente.

Esta característica del hombre de nuestro tiempo está estrechamente relacionada con el naturalismo y el liberalismo de que acabamos de hablar. Su
exaltación de la libertad, o si se quiere, su torcida
concepción de la libertad, acaba por hacerle insoportable cualquier tipo de subordinación a principio alguno superior. En el reconocimiento de la trascendencia de Dios no puede sino ver una alienación que lo destruye. Jean Daniélou se ha referido
a este asunto con la claridad que lo caracteriza. El
hombre moderno, escribe, considera que no es verdaderamente hombre más que si constituye la realidad suprema. Así es el llamado «humanismo moderno”, incompatible con la visión trascendentalista. El hombre de hoy, que sólo anhela pertenecer-
se, prefiere una condición modesta, con tal que la
obtenga por sí mismo, antes que una vocación divina a las alturas, por la que se vea necesitado a dar
gracias. La acción de gracias se ha vuelto poco me-
nos que imposible. Quizás sea éste uno de los equívocos más grandes de nuestro tiempo, la idea de
que el hombre se disminuye cuando reconoce una
grandeza que lo supera. La verdad es lo contrario:
la capacidad de reconocer la superioridad de las jerarquías naturales, y especialmente la capacidad de
reconocer a Alguien absolutamente superior -no otra
cosa es la adoración- constitiye algo así como el distintivo de la magnanimidad de un ser humano[215].

Según puede verse, la inmanencia trae consigo
el olvido de la trascendencia, el olvido de Dios. El
mundo de hoy es un mundo creado por el hombre y clausurado dentro de los límites de la historia[216]. La concepción inmanentista rige tanto en el liberalismo, heredero del pensamiento iluminista, como
en el marxismo, hijo del liberalismo. En los años
de su juventud Marx escribió estas palabras terribles: «Si un hombre se da cuenta de su contingencia, tiene que creer en Dios, pero esta pregunta
está prohibida al hombre socialista». Más adelante
proclamaría que «el hombre es el único absoluto
para el hombre». No hacía sino sacar las últimas
consecuencias del liberalismo, pregonando la divinización del hombre. «Con este acto -afirma Caturelli-, como nuevo Caín desesperado que se ofrece
holocaustos a sí mismo, logra el aniquilamiento de
sí mismo: absolutización del velle, del sentire y del
cogitare, como supremo desorden del ser y los trascendentales, el inmanentismo moderno hace del
hombre un finito vuelto infinito, un contingente
convertido en necesario; es decir, un remedo simiesco del único Absoluto ahora «aniquilado» en
el Devenir»[217].

En el campo del pensar político, dos autores
han ejercido un influjo considerable en nuestro
tiempo, El primero de ellos es Antonio Gramsci, sobre quien hemos escrito un breve ensayo[218]. El
marxismo que él defiende es, a su juicio, el resultado de un prolongado itinerario histórico y filosófico. Así leemos en uno de sus escritos: «La filosofía
de la praxis [nombre con el cual siempre menciona
al marxismo] presupone todo un pasado cultural,
el renacimiento, la reforma, la filosofía alemana,
la Revolución francesa, el calvinismo y la economía
clásica inglesa, el liberalismo laico y el historicismo
que se encuentra en la base de toda la concepción
moderna de la vida». O sea, nada menos que desde el Renacimiento hasta aquí, se ha desarrollado
un largo y secular proceso cuyo fruto maduro es
el marxismo.

El nuevo principio, afirma el pensador italiano,
el principio moderno, irrumpió en Alemania como
concepto, mediante la filosofía idealista de Kant y
Hegel, mientras que en Francia se desplegó como
realidad literaria y política a través de la Revolución
francesa; a ello debe agregarse el aporte de Inglaterra, con su economía liberal. De esas tres fuentes
ha brotado el marxismo. Pues bien, se pregunta
Gramsci, ¿qué es lo que une a esos tres movimientos? Sin vacilar responde: el nuevo concepto de
inmanencia. Tal es el principio sintetizante que se
esconde detrás de la economía inglesa, con su exaltación del homo oeconomícus, un hombre para la
tierra; de la filosofía alemana, con su enclaustración del hombre en la subjetividad, desde donde
se convierte en nuevo demiurgo del mundo; y de la política francesa de la Revolución, con su negación a reconocer ninguna instancia superior, dado
que la soberanía proviene no ya de lo alto, sino
del pueblo, de abajo. La síntesis unificante es el
principio de la inmanencia, depurada de todo resto
de trascendencia y de teología.

En nuestro estudio sobre Gramsci hemos señalado que su pensamiento se funda en tres presupuestos filosóficos. Ante todo el materialismo, pero
entendido en el sentido de antiespiritualismo, como
oposición al trascendentalismo religioso. En segundo lugar, el historicismo, ya que el hombre no
es sino que se hace, deviene, según el proceso de
la historia, proceso que camina ineluctablemente
hacia el triunfo del marxismo. El tercer presupuesto
es, precisamente, el inmanentismo, que para
Gramsci resulta algo así como el telón de fondo o
la base de todo el edificio marxista. Tiene a este respecto un texto verdaderamente incisivo: El marxismo es «historicismo absoluto, la mundanización y
terrestridad absoluta del pensamiento, un humanismo absoluto en la historia». La insistencia en el
calificativo «absoluto’ no es fortuita sino plenamente pretendida. Al calificar así a cada uno de aquellos tres sustantivos, lo que intenta es señalar el completo y definitivo repudio de toda trascendencia.

Historicismo absoluto significa que no se puede
admitir nada eterno, nada extra-histórico, nada supra-histórico, todo dentro de la historia. Mundanización y terrestridad absoluta significa que no hay
un más allá, sino que todo es aquende, todo es este
mundo, al punto que la afirmación de «otro mundo o de una «tierra nueva» constituye una utopía,
una evasión, y una evasión peligrosa ya que impide empeñarse en lo único que es verdaderamente
real. Humanismo absoluto significa que hay que
desechar cualquier concepción del hombre que no
considere lo humano como supremo y terminal.
La fórmula tan vigorosa de Gramsci podría resumirse en un «inmanentismo absoluto, es decir, el
total y consciente rechazo de la trascendencia.

Hay un segundo autor que expresa bien el proyecto inmanentista moderno. Es Francis Fukuyama, sobre el que también hemos escrito en otro
lugar[219]. A su juicio, el mundo actual ha llegado a
un momento de plenitud histórica, «el fin de la historia», como él dice. La victoria, al parecer universal y definitiva, de la democracia liberal parecería
denotar tal evento decisivo. Para confirmar dicha
aseveración recurre a un texto de Platón según el
cual el alma del hombre posee tres franjas que deben ser satisfechas si se quiere ser feliz, la franja
de los deseos, la de la razón y la del anhelo de ser
reconocido. En la situación actual, la franja de los
deseos quedará satisfecha con la economía liberal,
motor de la técnica, que le permitirá al hombre
saciar sus apetencias materiales y consumistas. La
franja de la razón se verá saciada con la política
liberal, que da sentido a su vida y le permite proyectar conscientemente el logro de sus aspiraciones. Y la franja del anhelo de ser reconocido quedará colmada con la democracia liberal, en razón
de la cual el hombre sabe que vale algo, que es alguien, capaz de votar y de elegir a sus representantes. De este modo, todo el hombre quedará plenamente satisfecho. Por eso Fukuyama se atreve
a afirmar que ha llegado el fin de la historia y el
consiguiente estado de felicidad en la tierra.

Tal es el proyecto del Nuevo Orden Mundial, según lo expone este pensador japonés-norteamericano, que fue asesor del Departamento de Estado
de los Estados Unidos. Un proyecto netamente inmanentista. El hombre encontrará en la tierra la satisfacción plenaria de todos sus anhelos y expectativas. El paraíso en la tierra, que propiciara Marx, y
que no se realizó en la Unión Soviética, se cumplirá
ahora, merced al liberalismo triunfante. Pero para
ello, prosigue Fukuyama, será preciso dejar de lado
la religión, sobre todo la católica, a no ser que la
Iglesia renuncie a declarar que su doctrina es verdad absoluta y se vuelva «tolerante e igualitaria»,
es decir, se contente con ser una opinión mas en
la sociedad, igual a las otras, no reivindicando el
absolutismo de la verdad. O, si se quiere, sea «una»
verdad», no «la» verdad. Habrá que prescindir del
catolicismo, porque predica la trascendencia, y si
bien exalta la felicidad y la libertad, las postula no
aquí, en la tierra, sino sólo allá, en el reino de los
cielos, mostrándose así como una nueva forma de
la alienación». Será preciso que el cristianismo «secularice» sus metas, se «inmanentice». No otra cosa
recomendaba Ernst Bloch cuando decía que lo que
todavía falta en el gran proceso libertario de la
modernidad es la secularización de las virtudes teologales. La fe, sí, pero no en Dios, sino en el hombre; la esperanza, sí, pero no en Dios sino en los proyectos políticos del hombre; la caridad, sí, pero
entendida como lucha de clases.

El proyecto al que se apunta es notorio, palmario. Y ello no sólo en lo que resta del comunismo,
según lo ha revelado Gramsci, cuyo pensamiento,
a pesar de lo que algunos afirman, sigue influyendo en la actualidad, sino también en el liberalismo
triunfante, tal cual lo expresa Fukuyama. En ambos
propósitos, un craso inmanentismo.

Estas reflexiones nos traen al recuerdo aquella
conversión que, en un mundo todavía trascendentalista, propiciaba Nietzsche, una conversión de lo
alto a lo bajo, del cielo a la tierra. «Yo os exhorto,
hermanos míos -le hace exclamar a Zarathustra-,
a permanecer fieles a la tierra y a no creer en los
que os hablan de esperanzas supraterrestres!». Por
eso hay que proclamar altivamente «la muerte de
Dios» y la «soberanía del hombre», de un hombre
que, por otra parte, «debe ser superado’. Sólo su
» fidelidad a la tierra», a la inmanencia, lo convertirá en Superhombre.

Este gran proyecto de la modernidad concuerda
puntualmente con los designios de la Ciudad del
Mundo, según lo enseñó San Agustín en su libro
De Civitate Dei. La Ciudad de Dios, afirma allí, se
caracteriza por el primado de Dios y la consiguiente
subordinación del hombre. La Ciudad del Mundo,
por el contrario, afirma el primado del hombre y
la subordinación o marginación de Dios. Hay que
elegir: o el amor Dei o el amor sui. La conversión
al inmanentismo, comenta Caturelli, implica una
suerte de alianza con el máximo enemigo de Dios
que es el mundo, en el sentido peyorativo de la
palabra. Quien dijo que su Reino no es «de este
mundo se ha colocado en las antípodas del principio de inmanencia[220], que es la expresión más lograda del «espíritu del mundo, el lugar donde éste
parece haber llegado a su máximo desarrollo[221]. Sería interesante exponer aquí lo que es dicho espíritu». Pero no disponemos del tiempo necesario[222]. Sólo digamos que el «espíritu del mundo»,
de que habla San Pablo, como directamente opuesto al «espíritu de Cristo», se corporiza, por así decir
lo, en aquellos a los que Cristo enrostró luego habernos enseñado las bienaventuranzas: «Ay de
los satisfechos, ay de los que ríen, hay de los que
buscan el aplauso de los hombres…» ¡Ay de los
que buscan la felicidad en la inmanencia!

Para cerrar este tema, digamos algunas palabras
acerca de las expectativas del hombre moderno,
del hombre de la inmanencia. Nos atrevemos a decir que el hombre moderno es un hombre que ha
perdido la esperanza. Tal afirmación parece demasiado contundente, demasiado extraña precisamente cuando el hombre de hoy está lleno de
expectativas. Pero no es lo mismo expectativas que
esperanza. Justamente las expectativas son muchas
veces los sucedáneos de la esperanza. Se tiene expectativa de éxitos terrenos. La esperanza es de
orden sobrenatural.

Pues bien, el hombre moderno pasa con frecuencia de la presunción a la desesperación, que
son, justamente, los dos pecados contra la esperanza. Presunción, ante todo, cuando cree que podrá
alcanzar su felicidad plenaria, edificando con sus
propios músculos el paraíso en la tierra, un paraíso
para siempre, que no conocerá ocaso. Pero ante
el fracaso de sus planes y sobre todo ante el espectáculo de la muerte, que le muestra de manera irrefutable la vacuidad de sus propósitos, fácilmente
la presunción se vuelve desesperación.

Sobre esto ha escrito Solzhenitsyn: «Nada revela más la actual vulnerabilidad de nuestro espíritu,
nuestro desconcierto intelectual, que el que ya no
tengamos una actitud clara y tranquila frente a la
muerte. Cuanto mayor es el bienestar del hombre
moderno, más profundo cala en su alma el miedo
aterrador a la muerte. Este miedo masivo, el miedo
que los antiguos no conocían, nació de nuestra
vida insaciable, vociferante y ajetreada. El hombre
ha perdido el sentido de que es un punto limitado
del universo, si bien un punto que posee libre albedrío. Empezó a considerarse el centro de lo que lo
rodeaba; no se adaptó al mundo sino que adaptó
al mundo a él. Y en esas circunstancias, obviamente, pensar en la muerte se hace intolerable: es la extinción de todo el universo en un solo golpe[223].

El hombre pelagiano, prometeico y fáustico,
choca siempre de nuevo con ese terrible horizonte de la muerte, donde todos sus proyectos inmanentistas, aparentemente ínvulnerables, se deshacen
como pompas de jabón. Muchos querrían decir en
ese momento lo que suplicaba la pobre condesa
Jeanne Du Barry cuando los esbirros de la Revolución se aprestaban a dejar caer la guillotina sobre
su cabeza: «Todavía un instante, señor verdugo”.

Que el hombre pueda alcanzar la felicidad en
la inmanencia no es sino una falacia. En su obra
de teatro Vous serez comme des dieux, Gustave
Thibon describe un mundo que parece feliz. El
hombre no sólo ha logrado evitar los diversos tipos
de sufrimientos, físicos y morales, sino que incluso
ha descubierto un antídoto que lo preserva de la
muerte. Pero cuando todo indicaba que por fin el
paraíso había florecido realmente en la tierra, una
joven, Amanda, muestra no encontrarse plenamente satisfecha. Y ante el estupor de todos, quiere
morir, única manera de romper el círculo de la inmanencia dando el salto a la trascendencia. Es que
la vida, por feliz que sea en la tierra, no logra satisfacer enteramente. El hombre tiene alas de águila,
no de gallina. Por eso siempre le será necesario
dejar abierta «la puerta de la trascendencia».

XIV. LA PÉRDIDA DEL SENTIDO
DE LA EXISTENCIA

Otra caracterización del hombre de nuestro
tiempo es su vacío existencial. Mucho se habla de
la autorrealización», pero ésta se torna imposible
cuando el hombre ha perdido el sentido de su existencia, cumpliéndose aquello de la zamba: «No sé
de ande vengo, ni pa’donde voy«. Si la vida no
tiene sentido, no se puede ir sino a la deriva. Bien
ha escrito Heidegger: «Cuando el más apartado
rincón del globo haya sido técnicamente conquistado y económicamente explotado; cuando un suceso cualquiera sea rápidamente accesible en un
lugar cualquiera y en un tiempo cualquiera; cuando se puedan «experimentar» simultáneamente el
atentado a un rey, en Francia, y un concierto sinfónico en Tokio; cuando el tiempo sea sólo rapidez,
instantaneidad y simultaneidad, mientras que el
tiempo entendido como historia haya desaparecido
de la existencia de todos los pueblos; cuando el
boxeador rija como el gran hombre de una nación;
cuando en número de millones triunfen las masas
en los mitines, entonces, justamente entonces, volverán a atravesar todo este aquelarre, como un
fantasma, las preguntas: ¿Para qué?, ¿hacia dónde?, ¿y después qué?»[224]

Lo que quiere decir el filósofo alemán es que
aun cuando el hombre moderno tuviese en sus
manos el control de todo, a través del progreso técnico, siempre quedará en pie la pregunta fundamental: ¿Por qué? ¿Para qué? ¿En orden a qué?
Porque lo propio del hombre es saberse orientado
a algo, a algo que lo trascienda. Ello es lo que da
el sentido a su vida. No se trata de algo que el hombre elija a su arbitrio, sino de algo superior que lo
convoca, lo aguarda, lo interpela siempre de nuevo. Sólo es responsable el hombre que da la debida
respuesta a dicha vocación, sólo entonces es libre.

El hombre contemporáneo ha perdido la brújula. Razón tenía Ortega cuando lo comparó con
el de la decadencia del Imperio Romano, trayendo
a colación el epitafio de un hombre pudiente de
aquellos tiempos, transcrito en el Satyricon de Petronio, y que podría aplicarse perfectamente a cualquier industrial globalizado: «Aquí yace G. Pompeyo Trimalción… nació pobre y se hizo rico, inmensamente rico. Dejó treinta millones de sestercios y
nunca jamás acudió a las lecciones de los filósofos.
Tú, que pasas, igual suerte te deseo».

Aunque la ecuación no sea necesaria, lo cierto
es que a medida que el hombre de los últimos siglos fue adquiriendo más dominio de la técnica
se ha ido vaciando existencialmente. A este respecto Heidegger es contundente: «Las ciencias nos pro-
curan un saber cada día más acrecentado, pero tenemos cada vez menos claridad sobre el sentido
de la existencia. Ninguna época ha acumulado sobre el hombre conocimientos tan numerosos y tan
diversos como la nuestra, pero también ninguna época ha sabido menos lo que es el hombre». Solzhenitsyn, por su parte, señala que el alma humana
no ha crecido correlativamente con el ritmo vertiginoso de la tecnocracia, sino que ha perdido profundidad y vida interior. El hombre se encuentra
poco menos que sofocado por tantas comodidades, olvidando las cosas esenciales. «Todo se traduce en intereses que no debemos descuidar; todo
se reduce a una lucha por poseer bienes materiales, pero una voz de dentro nos dice que hemos
perdido algo puro, sublime y frágil. Hemos perdido
de vista Ici finalidad. Admitámoslo, aunque sea murmurando palabras que sólo nosotros podamos oír:
en este vértigo de nuestra vida a la velocidad del relámpago, ¿para qué estamos viviendo?»[225]

En su encíclica Fides et ratio, ha dicho el Papa
que la verdad se presenta inicialmente al hombre
como un interrogante: ¿Tiene sentido la vida? ¿Hacia dónde se dirige? (nº 26). Pero el hombre moderno es un ser radicalmente enfermo, incapaz de
ponerse a sí mismo dicho interrogante. Experimenta, como dice Jean Cocteau por boca de uno de
sus personajes, la gran enfermedad contemporánea que es «la dificultad de ser». Quizás sea éste
el indicio más inquietante, porque radica en sus
entrañas mismas. El hombre no sabe ya quién es ni a dónde va, camina en la oscuridad de la noche
metafísica.

Probablemente sea Viktor Frankl quien mejor
ha desarrollado este tema, desde el punto de vista
médico, ofreciéndonos un diagnóstico severo del hombre de hoy. Si el psicoanálisis de Freud sólo detectó en el hombre la voluntad de placer, y la
psicología de Adier la voluntad de poder, que también exaltó Nietzsche, Frankl tiene en cuenta algo
más profundo, lo que llama la voluntad de sentido.
Su vasta experiencia psicopatológica, como médico psíquíatra, le permitió descubrir en numerosos
pacientes suyos una especie de «vacío existencial»
acompañado de un sentimiento de «pérdida del
sentido de la vida». Más allá de las conocidas frustraciones sexuales, complejos de inferioridad, u
otros traumas comunes en las llamadas «psicologías profundas», Franld ha señalado lo que llama
»el complejo dé vacío» (Sinnlosigkeitsgefühl) literalmente «sentimiento o complejo de falta de sentido), una existencia carente de significación. Enfermedad muy propia del hombre moderno y la
cultura de nuestro tiempo, esta radical alienación
del hombre que ha perdido el norte de sus acciones tanto como el significado global de su existencia.

En las antípodas de aquel Freud que no vaciló
en escribir: «Cuando uno se pregunta por el sentido y el valor de la vida es señal de que se está enfermo, porque ninguna de estas dos cosas existe
en forma objetiva; lo único que se puede conceder
es que se tiene una provisión de libido insatisfecha», Frankl sostiene que no sólo es específicamente humano preguntarse por el sentido de la vida,
sino que es también propio del hombre someter a
crítica dicho sentido.

Y recuerda cómo Einsteín afirmó una  vez que el que considera que su vida carece de sentido no
sólo es un desdichado, sino que apenas si tiene
capacidad de vivir, algo cercano a lo que la psicología norteamericana llama survival value[226]. A juicio
de Frankl, dentro del sentido general de la existencia humana, cada persona tiene su propio sentido
de la vida, es decir, que existe un sentido particular
de cada cual. Dicho sentido va cambiando en las
distintas etapas de la vida, o mejor, el sentido general de la existencia humana va encontrando, a
lo largo de los años, distintas posibilidades de aplicación, distintas tareas singulares[227].

Expliquemos un tanto la idea del psiquiatra vienés. Su pensamiento médico se concentra en un
síntoma que llama frustración existencial, o sea,
la sensación de falta de sentido de la propia existencia. El hombre actual no sufre tanto pensando
que vale menos que los demás, sino más bien que
su existencia no tiene sentido alguno. Y para colmo no sabe cómo puede llenar ese «vacío existencial”[228]. Trátase de un «complejo de vacuidad» o “complejo de vacío” que se añade a los célebres
»complejos de inferioridad», «complejo de Edipo”
y otros en boga en las diversas escuelas psicologistas. En su opinión, tal sería «la patología de la
época».

Franld señala un dato curioso, y es que la pregunta por el sentido de la vida brota no sólo cuando alguien se ve en la incapacidad
las necesidades elementales, sino y sobre todo
cuando dichas necesidades están perfectamente
cubiertas, como sucede por ejemplo en la «sociedad de opulencia». Pareceria que
the affluent society no debería dejar insatisfecho ninguno de los requerimientos del hombre. Pero no
es así. Si bien es cierto que dicha sociedad es capaz
de aquietar diversas necesidades, no llega a satisfacer la necesidad más profunda, la voluntad de sentido. Véase si no lo que escribía un estudiante norteamericano: «Tengo 22 años. Poseo un título universitario, tengo un coche de lujo, gozo de una total
independencia financiera y se me ofrece más sexo
y prestigio del que puedo disfrutar. Pero lo que me  pregunto es qué sentido tiene todo esto»[229]

Observa Mario Caponnetto, en un esclareced,
libro sobre Frankl[230] que cuando éste habla del “vacío existencial» que muchas veces padece el
hombre triunfador en las sociedades prósperas,
que quiere destacar es la insatisfacción que el sol
disfrute de los bienes útiles y deleitables trae aparejado consigo si no lo acompaña la posesión de
bienes superiores. ¿Es acaso otra cosa lo que enseña Santo Tomás en la Suma Teológico al decir que
jamás el hombre podrá encontrar su felicidad terminal en las riquezas, ni en los honores, ni en el
poder, ni en la salud?[231]. Acertó Jung, prosigue, Caponnetto, cuando a comienzos de siglo se animó
a decir que la neurosis es «el sufrimiento del alma
que no ha encontrado su sentido’. En esto superó
a Freud quien así escribía a Ludwig Binerwanger:
»Yo me he limitado siempre a los sótanos y a la
planta baja del edificio’. Existe una psicología que
se da a sí misma el título de «profunda», afirma
Frankl, pero ¿dónde está la «psicología elevada»,
la psicología no de las «profundidades» sino de las
»alturas», la que incluye en su campo de visión la voluntad de sentido?[232].

Como resultado de largas horas de atención
médica, Frankl llegó a la conclusión de que el complejo de vacuidad se va extendiendo día a día, y
no sólo en la juventud. Coincidió en ello con un
colega suyo, que tras llevar a cabo una amplia investigación entre los ex-alumnos de la Universidad
de Harvard, constató que veinte años después de
haber terminado sus estudios, un notable porcentaje de ellos, de vida acomodada, que ocupaban
lugares privilegiados en la sociedad, se quejaban
de una abismal sensación de vacuidad. De donde
confirma su conclusión: «El paciente típico de nuestros días no sufre tanto, como en los tiempos de
Adler, bajo un complejo de inferioridad, sino bajo
un abismal complejo de falta de sentido, acompañado de un sentimiento de vacío, razón por la que
me inclino a hablar de un vacío existencial»[233]. En otro lugar lo llama «complejo de futilidad».

Mario Caponnetto parangona este «vacío” descubierto por Frankl con lo que la mística y la moral
cristianas han calificado como «tedium vitae» o acedia[234]

Este tipo de hastío, que para Santo Tomás consiste en un «entristecerse» ante el bien espiritual,
desanimándose en cuanto a su consecución[235], es
un vicio de enorme gravedad ya que, anclándose en lo más profundo de la interioridad, le impide,
al hombre abocarse a lo que constituye el fin mismo de su existencia, su propia realización como
persona. La acedia, plenamente consentida, no es
sino una virtual renuncia a la vocación humana.
Como se ve, no hay que adjudicarle a Frankl una
especial originalidad en este campo. Pero sí es
novedoso en lo que respecta a su aplicación al terreno específico de la psicopatología y de la psicoterapia[236].

La constatación de Frankl parece innegable
cuando observamos a tantos de nuestros contemporáneos, sobre todo los que habitan en aquellas
megalópolis inhumanas de que hemos hablado. La
inacción interior, que caracteriza al hombre acédico, se vuelve paradójica al encontrársela en el hiperactivo habitante de dichas ciudades gigantescas.

La acedia se une, como telón de fondo, a las anteriores características del hombre moderno. Bien
ha señalado del Acebo Ibáñez que el hombre hastiado es consecuencia de un modo de vida signado
por lo cuantificable e impersonal. El negotíum prevalece sobre el otium, ese ocio verdaderamente creador, que justamente facilita al hombre acceder a
su propia interioridad y le permite vivir en un ámbito de sosiego y festividad. Señala Santo Tomás que
entre las consecuencias más inmediatas de la acedia se hallan la desperatio y la vagatio mentis, la
inquietud errante del espíritu[237]. Dicha «errancia espiritual» se manifiesta, entre otras formas, en el relativismo doctrinal, así como en la «inestabilidad de
lugar y de propósitos», característica de quien, navegando siempre en el puro devenir, va perdiendo
el quicio de su propio e intransferible proyecto vital, lo cual nos remite nuevamente al concepto de
»desarraigo»[238]. La acedia no permite echar raíces.
El hombre acédico, marcado por un activismo exteriorizante y descomprometido, se ve cada vez más
imposibilitado de habitarse, y la habitación existencial constituye el fundamento de todo arraigo[239].

Diversas pueden ser las evasiones que intentan
quienes han perdido su voluntad de sentido: el placer, las diversiones, el alcohol, todos «rodeos» en
busca de una felicidad que les escapa. Frankl ha
constatado que en los drogadictos el complejo de vacuidad aparece en el cien por ciento de los casos[240]. En lo que toca a los criminales, sus índices
de frustración existencial son muy superiores a los
del común de la población, por lo que se puede
colegir que dicha sensación es quizás el fundamento primero de la agresividad. El mismo fenómeno
es detectable en los lujuriosos ya que «sólo en un vacío existencial prolifera la libido sexual[241]

De singular interés nos ha resultado el análisis
de Viktor Frankl sobre la imposibilidad que el hombre existencialmente frustrado experimenta para
llenar el tiempo libre, que se acrecienta siempre
más. A su juicio, existe una suerte de «neurosis dominguera», es decir, «una depresión que acomete
a aquellas personas que se hacen conscientes del
vacío de contenido de sus vidas cuando, al llegar
el domingo y hacer alto en su trabajo cotidiano,
se enfrentan con el vacío existencial[242]. Ese tiempo libre, que podría servir de marco para una vida
plena de sentido, abierta a la contemplación, no
hace sino contribuir a aquel terrible vacío. Cada vez
es mayor el número de personas para las que los
domingos son demasiado largos. Cuando no trabajan, se sienten inútiles, vacíos, no saben qué hacer.
»Lo más oprímente no es la falta de trabajo en sí,
sino el complejo de vaciedad existencial. El hombre
no vive sólo del subsidio de desempleo[243].

Frankl relaciona dicha frustración con la sensación de aburrimiento, que la gente experimenta cada vez más, un aburrimiento que no carece de afinidad con la acedia, un aburrimiento «mortal». Este último adjetivo debe ser tomado en sentido literal, ya que buena parte de los suicidios son atribuibles a aquel vacío interior que responde a la frustración existencial[244]. En una encuesta a personas que
intentaron suicidarse sin consumar su intento, se
dice que el 85% de ellos no veía ya ningún sentido
en sus vidas. Lo curioso es que el 93% tenían excelente salud física y psíquica, así como una buena situación económica, carecían de problemas familiares y llevaban una activa vida social. No podía,
pues, hablarse de una insuficiente satisfacción de
necesidades[245].

De ordinario, prosigue Frankl, la frustración
existencial no es manifiesta, sino que yace latente
en el fondo del alma. Varias son sus posibles máscaras: una actividad sin pausa, la bebida, la juerga,
siempre buscando huir de sí mismo. Para cubrir este
horror vacui -angustia del vacío- nada mejor que
el rugido de los motores, la embriaguez de la velocidad. «Considero el ritmo acelerado de la vida actual como un intento de automedicación -aunque
inútil- de la frustración existencial. Cuanto más des-
conoce el hombre el objetivo de su vida, más trepidante ritmo da a esta vida»[246]. Un cantor actual así lo describe: «No tengo ni la menor idea de adónde voy, pero desde luego voy a toda máquina»[247]

Este hombre así desvitalizado está en condiciones ideales para dejarse llevar por la corriente o
para rendirse inerme ante el totalitarismo. Frankl
nos ha dejado sobre ello una espléndida reflexión:
»Cuando se me pregunta cómo explico la génesis
de este vacío existencial, suelo ofrecer la siguiente
fórmula abreviada: Contrariamente al animal, el
hombre carece de instintos que le digan lo que tiene que hacer y, a diferencia de los hombres del
pasado, el hombre actual ya no tiene tradiciones
que le digan lo que debe ser. Entonces, ignorando
lo que tiene que hacer e ignorando también lo que
debe ser, parece que muchas veces ya no sabe
tampoco lo que quiere en el fondo. Y entonces sólo
quiere lo que los demás hacen (¡conformismo!), o
bien, sólo hace lo que los otros quieren, lo que
quieren de él (totalitarismo)»[248].

El que vive en la frustración existencial ignora
cómo encarar el sufrimiento, no le encuentra sentido alguno. Frankl nos ofrece páginas muy sugerentes donde explica el sentido del dolor, y su aptitud para que el hombre alcance la madurez[249].
El sufrimiento, nos dice, alcanza su sentido más
cabal cuando se lo ofrece por una causa, por ejemplo, cuando se convierte en «sacrificio’ consentido[250]. El sacrificio, que no es sino el sufrimiento cuando se ve iluminado por el sentido, puede, incluso, dar significación a la muerte, como lo muestran los héroes y los mártires. En cambio, el sufrimiento del hombre vacío es un sufrimiento sin sentido, que abre las puertas al nihilismo. «La posibilidad radical de la negación de sentido -escribe
Frankl- nos sale al paso en la realidad fáctica de
eso que se llama nihilismo. La esencia del nihilismo
no consiste, como suele suponerse, en negar el ser;
el nihilismo no discute propiamente el ser -o, más
exactamente, el ser del ser-, sino el sentido del ser.
El nihilismo no afirma que nada exista en realidad;
afirma que la realidad no es nada más que esto o
aquello; el nihilismo reduce la realidad a las formas
concretas que toma en cada caso o la deriva de
estas formas concretas[251].

Nuestro autor exhorta a salir de esta chatura
frustrante, apelando a la autotrascendencia de la
existencia humana. Será preciso que el hombre
apunte por encima de sí mismo, hacia algo que
no es él mismo, hacia algo superior, trascendente,
lo que dará sentido a su existencia. Sólo podrá
“realizarse» en la medida en que se olvide de sí
mismo, en que se pase por alto[252]. Frankl trae diversas citas en su apoyo. Por ejemplo, una de Albert Einstein, para quien el que ha encontrado una
respuesta al sentido de la vida es un hombre religioso. Asimismo, de Paul Tillich, según el cual «ser
religioso significa plantearse apasionadamente la pregunta del sentido de nuestra existencia». Y de Ludwig Wittgenstein: «Creer en Dios significa ver que la vida tiene un sentido”. Por eso la logoterapia
que él preconiza «está legitimada para ocuparse
no sólo de la «voluntad de sentido», como la designa la logoterapia, sino también de la voluntad de
un sentido último, de un suprasentido como acostumbro a llamarlo yo. La fe religiosa es en definitiva
la fe en este suprasentido, un confiar en el suprasentido[253]

He ahí una síntesis del pensamiento de Víctor Frankl, que como psicoterapeuta ha descrito de manera muy esclarecedora una de las grandes enfermedades o síntomas de¡ hombre moderno, sugiriendo algunos remedios.

XV. LAS FALSAS ESPIRITUALIDADES

La última característica de] hombre actual que
vamos a considerar es su apertura a las pseudos-espiritualidades y religiones esotéricas. Como el deseo de Dios está inscrito en lo más hondo del corazón del hombre, según nos lo acaba de recordar
Frankl, porque el hombre ha sido creado por Dios
y para Dios, y Dios no cesa de atraerlo hacia sí, el
hombre moderno, a pesar de su profunda decadencia, de su naturalismo, hedonismo, desarraigo,
inmanentismo, y todas las notas que vimos lo signaban, no deja de poseer un instinto religioso, que
radica en su propia naturaleza, y es, por tanto, indestructible. Cuando no lo vuelca en el Dios verdadero, no puede menos que fabricarse dioses propios, ídolos, en quienes busca saciar su anhelo de
trascendencia.

En lugar de la verdadera religión, el hombre
moderno ha puesto sus ojos en las llamadas
religiones orientales. Sucede algo parecido a lo que
aconteció cuando el Imperio Romano entró en decadencia. Por aquel entonces, los romanos más religiosos, no encontrando ya satisfacción en los cultos oficiales, fríos y burocráticos, se volcaron a las
religiones orientales, que no sólo se mostraban más
vitales, sino que prometían la salvación mediante
diversos y progresivos grados iniciáticos. Así muchos abrazaron el culto de Eleusis, de Baco, y especialmente de Mitra. Este último culto se difundió
en tal grado por todo el Imperio que, como se ha
dicho, si no fuese por el cristianismo, hoy seríamos
todos mitríacos. En nuestros tiempos sucede algo semejante. El hombre moderno, a pesar de haber
abandonado el «diálogo» con Dios, para abocarse
al fútil «monólogo» del racionalismo, del laicismo,
del agnosticismo, hasta llegar a ese hastío y abatimiento metafísicos de que nos hablaba Frankl, no
puede extinguir del todo su sed de trascendencia.
Como frecuentemente no encuentra en la Iglesia
la espiritualidad que quizás lo atraería, se vuelve,
al mundo oriental, más mistérico y convocante.

Surge así un crisol de alternativas pseudo-espirituales, mezclas de religión y filosofía, que amalgaman sincréticamente panteísmos orientales hinduismo, taoísmo), con preocupaciones ecológicas,
cristianismo, espiritismo, esoterismo, gnosticismo,
magia, todo ello barnizado con una ciencia desquiciada.

Es preciso señalar que estas religiones orientales
llegan al Occidente muy deformadas. Basta leer lo que sobre dicha exportación de religiones
ha escrito René Guénon, quien al tiempo que manifestaba su admiración por algunas de ellas, considerándolas como expresiones auténticas de sociedades tradicionales, denunciaba su tergiversación
y hasta comercialización en el Occidente. Algo semejante ha hecho el Papa en su encíclica Fides et
ratio. Por lo demás, la Santa Sede ha advertido
reiteradamente de un grave peligro de sincretismo
para los cristianos.

Se observa, también, un auge de supersticiones
que van desde el culto a fetiches hasta la adivinación y la magia. La consulta a horóscopos, la astrología, entendida como un poder de los astros sobre la voluntad del hombre, la quiromancia, la predicción de suertes, el recurso a medíums, y tantas otras prácticas que todos conocemos, parecen ofrecerle al hombre vacío de hoy la
sensación de cierta espiritualidad.

La difusión de las sectas, por su parte, implica
un grave desafío para la Iglesia. Se sabe que a través
de ellas lo que se busca es destruir la homogeneidad de nuestros pueblos iberoamericanos, rompiendo sobre todo su unidad religiosa. La lucha contra
la Iglesia parece pertenecer a la esencia misma de
tales grupos. El peligro que representan consiste principalmente en el ofrecimiento de una pseudo-espirítualidad que ha logrado hacer defeccionar, no pocas veces, a algunos católicos despistados.

Podríamos agregar la adicción a las drogas, a
que ya hemos aludido. Si tantos jóvenes las adoptan no es sólo porque están de moda, sino también
porque «se quiere vivir intensamente», e incluso como una forma de rebelión contra la sociedad actual: su moral se interpreta como hipocresía, la felicidad que propone como autoengaño, y su vida como un puro tener y acumular. Trataríase, así, de
una reacción, si bien equivocada, contra el vacío
espiritual de nuestro tiempo, contra la desaparición
del misterio, un deseo de viaje, una forma pervertida de mística en el seno de un mundo materialista,
hedonista y consumista. Es, a la postre, una pseudorreacción, «una mística de la nada», la llama Rojas[254].

La pseudorreligión más sintomática de nuestro
tiempo es, a nuestro juicio, la New Age. Por su peculiar relación con el tema que nos ocupa, la ex
pondremos con mayor detenimiento. ¿Por qué su.,,
adeptos hablan de una «nueva era»? Porque, según
dicen, nos encontramos en la etapa final de un ciclo astronómico y vamos a entrar en un nuevo ciclo. El sol, de hecho, está pasando de un signo
del zodíaco -Piscis- a otro -Acuario. Según los astrólogos, siempre que el sol cambia de signo, suceden cambios radicales en el desarrollo de la civilización, principalmente en el ámbito religioso. Apunta, pues, una era nueva, bajo el signo de la abundancia. La edad de los peces se distinguía por el
fanatismo, la ignorancia, el dolor, la división y el
escepticismo. Ahora viene la edad acuariana que
implica fraternidad, conocimiento, nueva visión de
lo trascendente. Desaparecerá el cristianismo, y se
implantará una nueva religión a escala mundial.
Será una vuelta a la Edad de Oro.

El movimiento de la New Age apareció a comienzos de los ’70 en California. A su nacimiento
contribuyó el malestar de la sociedad en su conjunto y de los individuos en particular, generando el
oscuro deseo del fin de dicho mundo y el anhelo
de un mundo diferente y mejor. Más particular-
mente influyeron el desencanto producido por los
peligros que hizo posible el progreso de la técnica,
el sentimiento de que la religión que ofrecían las
Iglesias cristianas era algo formalístico, carente de
interioridad e impulso místico, y finalmente aque1
atractivo de la religiosidad oriental a que acabamos
de referirnos. Recordemos que fue precisamente en la década del 70 cuando algunos «maestros espirituales» de tradición hindú y budista emigraron
de la India y Japón a California. Fueron los años
de la cultura hippie, del uso de productos psicodélicos para acceder al sub-consciente y al supra-consciente, del feminismo, del pacifismo… Conforme
a secretas instrucciones, el Movimiento debía permanecer oculto hasta 1975. A partir de esa fecha,
las ideas de la Nueva Era serían dadas a conocer
y propagadas a nivel mundial por todos los medios
disponibles.

La New Age es un cocktel ideológico, una pseudo-religión con sus «escrituras sagradas», centros
espirituales y oraciones litúrgicas. El Movimiento
propaga por todo el mundo que el hombre «ha
creado a Dios a su propia imagen», y que ha llegado el momento de que él mismo se reconozca
como dios.

¿Cuál es, más concretamente, el contenido doctrinal de este movimiento?

La primera afirmación consiste en la unidad holística del universo. Todo es una sola cosa: Dios y
el mundo, el espíritu y la materia, el hombre y la
naturaleza, el cuerpo y el alma, el yo y el tú. Todo
es una gran totalidad.

El segundo aserto es la divinización del cosmos.
Con ello se liga la tendencia a la ecología, no como
preocupación por la naturaleza y cuidado consiguiente de la misma, sino en la inteligencia de que
la tierra entera es un organismo viviente de carácter divino.

La tercera aseveración la constituye el rechazo
del concepto cristiano de creación, que establecería
un abismo infranqueable entre Dios y el hombre.
Dios no es una persona y yo otra persona, sino
que el yo mismo se experimenta como divino.

En esta exaltación del género humano, la New
Age proclama, como cuarto elemento, el feminismo. El ciclo de Piscis enalteció al hombre. Ahora
ha llegado la hora de la mujer, el triunfo de lo receptivo e intuitivo, tan peculiar del sexo femenino,
frente a lo agresivo, expansivo y racional-analítico,
más propio del hombre. El cristianismo es machista, ya que presenta al Dios de la revelación como
masculino. Habrá que introducir el mito de Gaia,
la Madre Tierra, restaurándose, si ello fuera necesario, cultos de diosas antiguas, como el de Isis, Astarté, etc.

La quinta afirmación se refiere a la mística propia de los acuarianos. Será preciso liberar todo el
potencial encerrado en la mente humana, sobre
todo sus elementos más femeninos, los instintos,
las fantasías y las intuiciones, con la ayuda de determinadas «psico-técnicas», como la hipnosis, el
yoga, e incluso las drogas, por ejemplo el LSD, que
al ayudar a la apertura espiritual constituirán como
un primer paso en el proceso de iniciación.

El sexto aserto es la teoría de la evolución. Todo
ser existente comienza a existir en un nivel muy
bajo, por ejemplo como piedra, para ir ascendiendo, en el transcurso de millones de años, mediante
múltiples reencarnaciones, por los reinos vegetal
y animal hasta llegar al ámbito de lo humano.

de allí el hombre seguirá elevándose hacia lo divino. Este último paso, que trasciende lo sensorial y
lo racional, se manifestará en experiencias místicas,
éxtasis, vivencias parapsicológicas, etc. En la cumbre, el hombre se perderá en la unidad cósmica,
experimentando que no es sino una chispa de la
Conciencia absoluta. Se ha señalado en este
proceso la influencia del budismo. Gautama Buda
fue un hombre que «se realizó» de manera perfecta, con su propio esfuerzo, llegando así al ámbito
de lo divino. La humanidad no tiene ya necesidad
de una salvación que provenga de lo alto, no necesita ser redimida por Dios, sino que se autorredime.

Hemos dicho que en eso consistía el naturalismo. La New Age insiste en el papel del conocimiento para llegar a la cumbre. Lo que evoca la
tentación paradisíaca del árbol de la ciencia del
bien y del mal; si nuestros padres comían de su
fruto «se volverían como dioses». La fe es sustituida
por la gnosis, es decir, por el conocimiento que
brota de la iluminación interior. Este hombre nuevo
no tiene necesidad de gracia; le basta poner en
marcha los poderes que ya posee, hasta ahora
insuficientemente utilizados por su conciencia.

La extraña «espiritualidad» de la New Age recurre al uso de diversos símbolos. Por ejemplo el del
número 666, del que Alice Bailey, uno de los principales mentores del movimiento, dice que tiene
»propiedades sagradas», por lo que debe ser utilizado lo más frecuentemente posible para acelerar
el proceso y la llegada de la Nueva Era. También el arco iris, que simboliza el alma
humana individual y el «alma superior» o «Gran
Mente universal». No deja de ser sintomático que
este signo hoy se encuentre por doquier: en los
membretes de cartas, camisetas, juguetes infantiles… y hasta tarjetas de Navidad! Porque, por desgracia, hay católicos incautos, generalmente sentimentales, que no temen emplear algunas ideas y
símbolos acuarianos en congresos, retiros y aun
en la catequesis.

No es la New Age un movimiento organizado
en estructuras jerárquicas. Lo constituyen pequeños grupos, independientes entre sí, pero que mantienen relaciones informales. Suelen tener como
punto de reunión determinadas librerías especializadas en esoterismo y temas afines. Así forman un
entramado de personas y grupos que «conspiran
dulcemente» para el advenimiento de la nueva era.
A participar en esta «conjura» son llamados todos
los contestatarios de la sociedad actual y de las
Iglesias establecidas, así como los que anhelan un
mundo nuevo y diverso del actual, tanto social como religiosamente[255].

El principal enemigo de la New Age es el cristianismo auténtico. Carlo Fromenti, en un libro aparecido en 1991, Píccole apocalissi (tracce della divinita nell’ateismo contemporaneo), nos ofrece un suscinto bosquejo histórico. Desde hace dos milenios,
escribe, dos religiones lucharon por lograr la hegemonía sobre el Occidente. Triunfó primero el cristianismo, y ello por largo tiempo, pero ahora se
ha producido su colapso. «Hoy la religión cristiana
es sólo una de las grandes religiones del planeta,
mientras que la moderna versión del gnosticismo…
se ha vuelto el credo fundamental de la entera raza
humana, la ideología que orienta y une las masas
del Occidente capitalístico a los ex súbditos del declinante imperio soviético. Según los acuarianos,
Jesús es uno de los Maestros que vendrán pronto
para tratar de modificar el cristianismo, adaptándolo a la nueva realidad. El Plan incluye cuatro fases:
1)Transformación del Cristianismo; 2) Fusión de
todas las religiones en una Nueva Religión; 3) Imposición por la fuerza de esta Religión; 4) Destrucción de los grupos refractarios.

Para llevar a cabo una campaña eficiente en
orden a destruir lo que queda de cristianismo, sugieren dos procedimientos. El primero es el de la
“contaminación sincretística», tratando de que los
cristianos, sin dejar de serlo, adhieran a la New Age,
engañados al ver cómo en ella se recurre también
a la Biblia, e incluso a la persona de Jesús. Pero
también, si se hiciere necesario, habrá que recurrir
al combate frontal. «Hace años -escribe A. Bailey-,
he dicho que la guerra que podría seguir a ésta
[la segunda guerra mundial] sería una guerra de
religión. Tal guerra no conducirá a una carnicería
como la que hemos conocido. Será librada en gran
parte con medios mentales y en el mundo del pensamiento». Enseguida aclara que la lucha será contra los que ella llama «fanáticos», es decir, los que
se oponen a la religión mundial y sincrética. Mas
no sólo será una guerra ideológica o cultural. «(La
bomba atómica es) un medio en las manos de la
UN para imponer las apariencias de la paz y así
dejar el tiempo a la enseñanza de la paz… La bomba atómica pertenece a la UN para que ella la utilice (o, esperámoslo, para que amenace sólo usarla)
contra toda nación que quiera cometer una agresión. Importa poco que esta agresión provenga de
una nación en particular o de un grupo de naciones, o de grupos políticos o de una poderosa organización religiosa, como la Iglesia Romana, que son
por el momento incapaces de no mezclarse en
política».

El optimismo anima a la New Age, en contraposíción a lo que ellos llaman el «catastrofismo” actual
de muchos cristianos o a predicciones de índole
esjatológica. Trátase de una versión secularizada
del milenarismo cristiano, marcada por la «vuelta
de Cristo”, pero no del Cristo de los Evangelios,
sino del Cristo cósmico, el Espíritu crístico universal, que a lo largo de la historia se ha encarnado
en Buda, Krishna, Jesús, Mahoma, y que deberá
encarnarse todavía bajo otros nombres. Esta «energía» estaría ya obrando entre nosotros en lo recóndito de las experiencias espirituales y los nuevos
movimientos religiosos.

Se profetiza, asimismo, la venida de una figura
clave para el proyecto de gobierno y religión mundial, cuyo nombre será Maitreya. Su figura ha sido
ampliamente publicitada. Resulta interesante repasar fragmentos de la proclama en favor suyo publicada oportunamente en periódicos de muchos países, entre otros, argentinos, el 25 de abril de 1982:

«Cristo está ahora entre nosotros… para mostrarnos cómo salir de la crisis actual… No viene a juzgarnos, sino a ayudar a la humanidad y a inspirarla… Es Señor Maitreya, el «Educador del Mundo»,
conocido como el Cristo por los cristianos. Y así
como los cristianos anticipan la Segunda Venida,
los judíos esperan al Mesías, los budistas el quinto
Buda, los musulmanes el Imán Mahdi, y los hindúes a Krishna. No son sino distintos nombres dados a una sola persona… Con su ayuda construiremos un nuevo mundo».

Los jerarcas de la Era de Acuario anuncian que
ella deberá ser inaugurada oficialmente por Maitreya, quien intentará imponer la Nueva Religión
Mundial en forma obligatoria. A todos los que se
rehúsen a aceptarlo les espera «la espada de la escisión». Es verdad que los seguidores de la Nueva
Era hablan de libertad religiosa, pero están dispuestos a hacerla efectiva sólo para un cristianismo
adulterado, dispuesto a aliarse con el poder triunfante. Preferentemente recurrirán a métodos persuasivos, procurando engañar a los cristianos mediante una nueva visión del mundo mucho más
sutil y seductora que cualquier otra que se haya
conocido jamás. ¿Será resultado de ello la gran
apostasía que anuncia el Apocalipsis?

Para el Dr. Hunt, matemático de la Universidad
de California, profesor y dirigente empresario, «la
New Age es un satanismo encubierto». David
Spangler, por su parte, destacado director de la
Findhorn-Foundation de Escocia, en un libro de
su autoría llamado Reflexiones sobre Cristo escribió: «Lucifer actúa en cada uno de nosotros para
introducirnos en un estado de perfección, para
llevarnos al todo y, como entramos en una Nueva
Edad, que es la edad del todo, en cierta manera
cada uno de nosotros es llamado al punto que yo
llamo la iniciación luciferiana, la puerta especial
por la que todo individuo debe pasar para llegar
plenamente a la presencia de su luz y de su perfección. Lucifer viene para darnos el regalo final de
la totalidad. Si lo aceptamos, él es libre y nosotros
somos libres. Es la iniciación luciferiana. Es ella la
que numerosas personas, hoy y en los días siguientes, recibirán porque es la iniciación de la New Age.
Esta iniciación nos hace abandonar nuestros
miedos y nuestras culpabilidades, nuestras angustias, nuestras necesidades, nuestras tentaciones y
nos hace volver a un todo en paz, porque hemos
reconocido nuestra luz interior y la luz que nos
envuelve, la luz de Dios». Varios líderes del Movimiento han intentado entronizar a Lucifer (ya hay
templos erigidos en su honor) por cuanto, al decir
de Adice Bailey, «él es el dueño y señor de la humanidad».

Nos hemos detenido en esta forma de pseudo-
espiritualidad por la vigencia que tiene en nuestro
tiempo. La New Age se nos presenta como ofreciendo cierta «dosis de espiritualidad» a una humanidad enferma y quebrantada. En definitiva, lo que
propugna es una nueva religión antropocéntrica.
Nos impresiona su especial relación con las Naciones Unidas, de la que sería su brazo religioso, o si
se quiere, aquéllas, el brazo secular de ésta. No en
vano decía Alice Bailey: «Los fines y la obra de las Naciones Unidas al fin madurarán, y una nueva
Iglesia de Dios, sacada de todas las religiones y de
todos los grupos espirituales, pondrá fin a la gran
herejía de la separación». He ahí el proyecto del
pseudo-ecumenismo, la unión no en Cristo sino en
el hombre endiosado. Por eso no hay que extrañarse del acercamiento advertible entre la Nueva Era
y prestigiosas organizaciones internacionales, no
sólo las Naciones Unidas, sino también la UNESCO,
el Consejo Mundial de las Iglesias, el Club de Roma, la Fundación Rockefeller, la Fundación Ford,
la Francmasonería, etc.

Dom Gérard Calvet, abad del monasterio benedictino de Le Barroux, en Francia, piensa que los
planes de la New Age tienen no poco que ver con
el proyecto del Nuevo Orden Mundial. Aquélla
sería la religión de este Nuevo Orden, una religión
fabricada por los hombres en un laboratorio químico, con trozos de Cristo, de Mahoma, de Buda,
de espiritismo, etc. Según Dom Gérard, el Nuevo
Orden Mundial y la New Age podrían corresponder
a las Dos Bestias del Apocalipsis, la primera, en el
ámbito político, y la segunda, en el círculo de una
falsa religión, sustitutiva del cristianismo.

CONCLUSIÓN

Cerremos este diagnóstico del hombre de nuestro tiempo. Hoy se habla de «posmodernidad».
Sobre dicho tema Anibal D’Angelo Rodríguez acaba de escribir un libro muy esclarecedor[256]. A su
juicio, la llamada «modernidad», a pesar de su alejamiento del espíritu evangélico que caracterizó a
la Edad Media, siguió viviendo de viejas verdades
cristianas, aunque «vuelto locas». Las palabras-slogans de los últimos siglos -libertad, fraternidad,
dignidad humana- por vaciadas que estén de su
contenido original, son de indiscutible origen cristiano. Lo que la posmodernidad señala no sería
sino el término de lo que en la modernidad quedaba aún de cristiano, es decir, la desaparición de
cualquier resabio de Cristiandad. El hombre posmoderno sucede así al hombre moderno, haciendo
suyas sus principales ideas, pero ya sin la menor
conexión con sus antecedentes cristianos. El
nombre mismo de «posmodernidad» parece indicar la raigambre moderna de los posmodernos,
pues a los renacentistas no se les hubiera ocurrido
llamar a sus tiempos «posmedioevo». «¿No será
que nos hallamos en el peligroso punto que deriva
del fin de la Cristiandad? Es decir que la modernidad no convive ya, como en el resto de su trayectoria, con la Cristiandad. Ahora se encuentra sola,
expuesta a regir el mundo con su solo contenido
y entraña, al tiempo que éstos muestran su atroz insuficiencia. ¿No será ésa la médula de la crisis
que perciben los posmodernos al hablar del «fin
de los grandes discursos»?»[257]. Y más adelante:
»Cuando muere totalmente la Cristiandad, el iluminismo, que se alimentó parasitariamente de ella,
se queda solo»[258]. Notable a este respecto nos parece la frase de Alain Finkielkraut: «La escuela es moderna, los alumnos son posmodernos».

Con todo, como sagazmente observa el mismo
D’Angelo, si bien los posmodernos critican en algunos puntos a la modernidad, en último término
no se trata sino de una crítica hecha por los «hijos de familia», por los «herederos», incapacitados,
consiguientemente, «para llegar al fondo de la
cuestión, puesto que en su formación han mamado los principios que ahora critican y, entonces,
no pueden llegar mucho más lejos que tomar conciencia de su crisis y sumirse en un modesto apocalípsis, en el que intentan paliar la importancia de
su caída diciéndose: «Bueno, pero todo cae»[259].

Tales son los tiempos en que nos encontramos.
Cuán clarividente se mostró el recordado P Julio
Meinvielle, cuando en una conferencia pronunciada en 1969, hace casi treinta años, decía: «¡Estamos viviendo los días de la muerte en el mundo y
en la Iglesia. El mundo marcha hacia una planificación universal, hacia un proselitismo mundial en
una mezcla de confusión de todas las ideas, de todas las religiones, de todas las normas de pensamiento y de sociedad, una sociedad mundial sin
fronteras, sin Iglesia y pueblo, sin jerarquía, sin
otros valores que los inferiores del sexo y el dinero.
Esta sociedad así igualada por la depravación mundial y social marcha por encima de pueblos, de
razas, de culturas, de naciones, de religiones, hacia
una igualación en los medios: prensa, radio, televisión y cine, hacia una masificación homogénea y
total. Esta sociedad indiferenciada, homogénea,
viscosa, donde se han de dar cita todos los vicios
y corrupciones, va a ser gobernada igualmente por
un poder mundial, que ha de repartir entre todos
sus integrantes las dosis correspondientes de trabajo, de cultura, de placer y de ocio. Todo estará
perfectamente planificado, el hombre quedará absorbido por las preocupaciones y entretenimientos
terrestres, de suerte que no le quedará tiempo para
pensar en su salvación. En ella nadie pensará en
el pecado y en la virtud, nadie en Cristo y en Dios.
Será una sociedad materialista y atea, todos estarán totalmente absorbidos en el trabajo, la cultura,
el placer, el sexo y la diversión… El evangelio será
proscrito pero no porque su predicación sea perseguida sino porque será silenciado, se hablará en
cambio del hombre, del alimento terrestre, del perfeccionamiento físico y psíquico de la humanidad,
de la paz, de la felicidad terrestre… Nada del más
allá, ni de religión, ni de lo sobrenatural…. se hablará del cristianismo, al menos en ciertos ambientes, pero de un cristianismo terrestre, con preocupaciones puramente humanas y temporales…

Compitiendo con la exhortación del Apóstol de
crear un «hombre nuevo» en Cristo, parece prosperar otro tipo de «hombre nuevo”, que se asemeja
singularmente al «hombre viejo», al Adán caído pero aún no redimido, sediento de placer y de dominio, esclavo de la triple concupiscencia. Se hacen
dolorosamente actuales las palabras de San Pablo:
»Has de saber que en los últimos días sobrevendrán tiempos difíciles porque habrá hombres egoístas, avaros, altivos, orgullosos, maldicientes, rebeldes a los padres, ingratos, impíos, desnaturalizados,
desleales, calumniadores, disolutos, inhumanos,
enemigos de todo lo bueno, traidores, protervos,
hinchados, amadores de los placeres más que de
Dios, que con una apariencia de piedad niegan
su poder. Guárdate de ésos, pues hay entre ellos
quienes se introducen en las casas y se captan el
ánimo de mujerzuelas cargadas de pecados, que
se dejan arrastrar de diversas concupiscencias, que
siempre están aprendiendo sin lograr llegar jamás
al conocimiento de la verdad» (2 Tim 3, 1-7).

Claudel lo ha dicho a su modo y de manera
trágica: «En un mundo en el que no conocemos
ni el sí ni el no de nada, en el que no hay ni ley
moral ni ley intelectual, en el que todo se permite
y en el que no hay nada que esperar ni que perder,
en el que el mal no acarrea castigo ni el bien recompensa, en tal mundo, ya no hay drama porque
ya no hay lucha, y ya no hay lucha porque ya no
hay nada que valga la pena».

Podríase decir que como resultado de todo lo
sucedido, no sólo ha desaparecido Dios del horizonte de este hombre naturalista, hedonista, consumista, sino también, en cierta manera, el mismo
hombre. Nietzsche clamó en el siglo pasado: «Dios
ha muerto”. Cuando pensamos, como ahora, que
el hombre es una mera superestructura de lo económico, de lo sexual, de la voluntad de poder, cuando vemos al hombre tal cual ha quedado después
de este largo y secular proceso de apostasía -modernidad y posmodernidad-, advertimos que también «el hombre ha muerto’. Nietzsche había dicho:
»Dios ha muerto y lo hemos matado nosotros».
Acota Sciacca que esa frase debería ser aclarada:
»Nosotros hemos matado a Dios, por lo tanto el
hombre ha muerto’. Viene aquí al caso aquella afirmación del P Henri de Lubac: «No es verdad que
el hombre no pueda organizar la tierra sin Dios. Lo
que es verdad es que, sin Dios, a fin de cuentas no
puede organizarla sino contra el hombre. El humanismo exclusivo es un humanismo antihumano’.

En última instancia, quien ha destruido al hombre es el hombre mismo, siendo infiel a su propia
naturaleza y a su propia vocación. Bien ha escrito
Folliet: «Zeus no necesita encadenar a Prometeo
al Cáucaso y llamar un buitre para que roa su hígado. El hombre prometeico lleva en sí mismo su buitre, sus contradicciones, que le devoran el corazón»[260]

El mismo Folliet ha señalado cómo la gran revolución moderna, que se presentó cual un sucedáneo del absoluto, no podía sino fracasar estrepitosamente[261]‘. «La ausencia de la divinidad lo deja
[al hombre] en una espantosa soledad, y los pequeños dioses de reemplazo que él se fabrica, lo
traicionan uno después de otro. A fuerza de superarse, no sabe ya dónde se encuentra. Sucesivamente, superhombre y hombre de masas, homo
technicus que soberanamente administra las matrículas y él mismo es administrado como una cosa,
dominador o rebelde, ingeniero de las almas o material humano, el más precioso de los materiales,
dice Stalin con ironía inconsciente, profeta o tonto
tragón de slogans, superadulto e infantil»[262]. Para
volver a Nietzsche, el crepúsculo de los ídolos ha
seguido a la muerte de Dios[263]

No se equivocaba Marcel de Corte al afirmar que
las civilizaciones no mueren por el impacto de los
bárbaros de afuera, sino por el influjo de esa descomposición interna que se llama la barbarie del
alma, y como bárbaro significa extraño, por la introducción en nosotros de un elemento extraño
que hace estallar las fronteras de lo humano[264].

Lo más trágico es que nuestros contemporáneos
se sienten eufóricos, creyendo que han llegado a
la «plenitud de los tiempos». Justamente ahora,
cuando se anuncia «el fin de la historia», se está
proyectando lo que pomposamente se llama «La
Carta de la Tierra», programa político de «La Cumbre de la Tierra». Refiriéndose a ella dijo Gorbachov, uno de sus principales promotores que, el
mecanismo que usaremos será el reemplazo de los
Diez Mandamientos por los Principios contenidos
en esta constitución de la Tierra». Dieciocho son
estos «principios», nuevo Credo donde se incluye
el feminismo, la homosexualidad, el aborto, la salud reproductiva»…[265]

¡Desdichado hombre de nuestro tiempo! No se encamina precisamente hacia una «cumbre» sino hacia el «abismo”. Y lo hace convencido de que es
un triunfador, de que es «moderno”, por antonomasia. Como ha escrito Ortega y Gasset, al autocalificarse de tal, quiso afirmar que era el hombre último, definitivo, en relación con el cual todos los anteriores no fueron sino puros pretéritos, modestas
preparaciones y aspiraciones hacia él, saetas sin brío
que fallan en el blanco. Sólo él ha acertado[266].

Bien decía San Agustín que lo peor que le puede pasar a un enfermo es creerse sano. No otra
cosa es lo que le sucede a la sociedad moderna,
una sociedad desorientada, perpleja, aséptica, que,
como escribe Rojas, «va a la deriva pero orgullosamente, radiante de caminar hacia atrás, a un cierto
galope deshumanizado”.[267]

Al término de este curso podrá parecer que el
diagnóstico que hemos expuesto resulta demasiado pesimista. Sin embargo, hay pesimismos que pueden servir de goznes para un viraje hacia tiempos
más promisorios, así como optimismos que sumergen más aún al hombre en su decadencia. Sobre
esto ha escrito de Corte, calificado él también de
pesimista: «El pesimismo que profesamos es, para
quien conozca concretamente a los hombres, un
signo de salud y la manifestación de una esperanza
inmunizada contra todos los delirios… Conviene
distinguir con la mayor claridad entre un pesimismo teórico que, sustrayendo al hombre a las condiciones de la existencia concreta, lo considera como
ontológicamente pervertido, y un pesimismo práctico que sabe lo que vale el hombre colocado en
una circunstancia concreta determinada…

«Partiendo de esto, el pesimismo se revela infinitamente más moral y más humano que todo optimismo. Sin él nada grande se ha cumplido en la
Historia, y el Cristianismo sabe, sin duda, el vigor
de su fuerza expansiva a la. doctrina del pecado
original, del mismo modo que debe su decadencia
a las componendas con las ideologías optimistas
que han contaminado su historia desde el advenimiento del racionalismo. El optimismo es, por el
contrario, el insípido manjar que conviene a las
almas débiles, ávidas de decepcionantes esperanzas, y que, al buscar refugio en los sueños que por
impotencia o compensación se tejen ellas mismas,
protestan contra la realidad y fomentan las desesperadas insurrecciones de la utopía y el odio[268].

Por nuestra parte, no hemos querido sino ser realistas, más allá de todo pesimismo u optimismo
banales. Sabemos que hay gente buena, excelente,
tanto entre los adultos como entre los jóvenes. Pero
el serlo se torna cada vez más heroico. La mayor
parte responde, en mayor o menor grado, a las
caracterizaciones que hemos señalado. La solución
no será sencilla. Hoy se hace apremiante recordar
aquello que decía Pío XII: Es todo un mundo que
hay que rehacer desde sus fundamentos, de salvaje
hacerlo humano y de humano hacerlo cristiano.
El hombre moderno ha caído tan bajo, la confusión
de la inteligencia y el debilitamiento de la voluntad
se han vuelto tan «normales», que la obra regeneradora tendrá que ser de largo aliento. Todos los
remedios parciales y los «tratamientos locales» han
fracasado. La crisis actual es, esencialmente, una
crisis antropológica, más aún, una crisis metafísica,
por lo que Gabriel Marcel decía que posiblemente
no exista peor solución que la que consiste en imaginarse que tal o cual retoque social o institucional
pueda ser suficiente para apaciguar una inquietud
que viene de los subsuelos mismos del ser[269].

Volvamos a lo que sabemos por la fe y por la teología. El hombre no es una piltrafa, esta piltrafa que nos muestra el mundo de hoy, como resultante de un prolongado proceso de apostasía, que ha ido separando progresivamente al hombre primero de la Iglesia, luego de Cristo y de Dios, y finalmente de sí mismo. El hombre, de por sí, es algo grande.

Es imagen de Dios, porque su inteligencia, su voluntad, su memoria, su amor, no son sino un reflejo del que lo creó. Una imagen llamada a hacerse semejanza por la gracia y la práctica de las virtudes. Hoy como nunca se hace necesario volver a exponer la grandeza metafísica y teológica del hombre. Pero ello está más allá del tema que se nos ha pedido. Sólo lo indicamos para dejar bien en claro que lo que hemos pretendido al redactar este ensayo se reduce a describir lo fáctico, lo que se ve. El ideal permanece siempre en pie. Digamos, finalmente, que más allá de cualquier tipo de optimismo o pesimismo, actitudes ambas que están en el orden psicológico, será preciso levantar el estandarte de la esperanza, que se mueve en el orden sobrenatural.

[1] Cf. sobre esto José Ferrater Mora, El hombre en la encrucijada, Sudamericana, Buenos Aires 1965, p. 152.

[2] Introducción a la antropología filosófica, 2a ed., Eunsa, Pamplona 1980, pp.98-99. Para el conjunto del tema ver pp.90-116.

[3] Cf. J. Folliet, Adviento de Prometeo, Criterio, Buenos Aires 1954, p.29.

[4] De descriptione temporum, incluido en Selected Literary Essays, p.5.

[5] Ibid., p. 10

[6] IV, 24.

[7] El hombre light. Una vida sin valores, Planeta Argentina, Buenos Aires 1994, p.88.

[8] Ibid., p. 11

[9] Cf. Encarnación del hombre, Labor, Barcelona 1952, p.28.

[10] Cf. Philipp Lersch, El hombre en la actualidad, Gredos, Madrid 1967, p.46.

[11] Michele E Sciacca, Fenomenología del hombre contemporáneo, Asoc. Dante Alighieri, Buenos Aires, 1957, p. 10.

[12] Cf. Encarnación del hombre…, pp.136-137.

[13] Cf. Michele E Sciacca, Fenomenología del hombre contemporáneo…, pp.47-49.

[14] El hombre en la actualidad…, p.54.

[15] Cf. Marcel de Corte, Ensayo sobre el fin de nuestra civilización, Fomento de Cultura Económica, Valencia s/f., p. 103.

[16] Cf. Encarnación del hombre…. pp.16-17.

[17] Cf. Pasado y porvenir para el hombre actual, en Daniélou-Ortega y Gasset, Hombre y cultura en el siglo XX, Guadarrama, Madrid 1957, p.342.

[18] Cf.: La huida de Dios, Guadarrama, Madrid 1962, pp.65.66,78-80

[19] Cit. en Hugues Keraly, en Los media, religión dominante, Tradición, México 1978.

[20] Cf.: M. de Corte, Encarnación del hombre…, p.175.

[21] José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, 19ª ed., Espasa-Calpe, Madrid 1972, p.17.

[22] Ci.: ibid, p.103.

[23] Cf. H. Pfeil, La humanidad en crisis, Guadalupe, Buenos Aires 1965, pp.167-168.

[24] Cf. ibid., pp. 168-170.

[25] Cf. Adviento de Prometeo…. p.282.

[26] Cf. El hombre doliente, Herder, Barcelona 1987

[27] Cf. La rebelión de las masas…. pp. 73. 74. 78.12 1.

[28] Resulta interesante conocer la proveniencia de la palabra snob. Cuando en Inglaterra se confeccionaban listas
de vecinos, solía indicarse junto a cada nombre el oficio y rango propio de cada cual. Pues bien, junto a los nombres
de los simples burgueses aparecía la abreviatura s.nob., es ,decir, sin nobleza. Tal es el origen de la palabra. Cf. J.Ortega, Gisset, op.cit., p.17, en nota.

[29] Cf. J. Folliet, Adviento de Prometeo…, p.60.

[30] Cf. M. de Corte, Encarnación del hombre,.., p.128.

[31] Cf. ibid., p.57; cf. J. Folliet, Adviento de Prometeo…, p.79.

[32] Cf. ibid.

[33] Benignitas et humanitas, nn. 15-17.

[34] Cf. Luis Recasens Siches, Sociología, p.442.

[35] Encarnación del hombre . . . , p.67.

[36] Cf. Los hombres contra lo humano, Hachette, Buenos Aires 1955, p. 141.

[37] Cf. La rebelión de las masas…. p.48.

[38] Cf. J. Folliet, Adviento de Prometeo…. pp.55-56.

[39] Encarnación del hombre…, p.119.

[40] Cf. ibid., p.152.

[41] Cf. id., Los hombres contra lo humano…, p. 141.

[42] Encarnación del hombre…, pp. 168-169.

[43] La rebelión de las masas…. p.42.

[44] Cf. Los hombres contra lo humano…. p.126.

[45] Cf. Marcel de Corte, Encarnación del hornbre…. p.

[46] Cf. ibid, p.74.

[47] Cf. ibid, p.97.

[48] Cf. ibid. Pp. 120-121

[49] Diario La Nación, 24 de junio de 1991.

[50] Taurus, Madrid, 1998.

[51] Cf. Ibid, p.11.

[52] Cf. Ibid, pp.35-36.

[53] Ibid, p.51.

[54] Cf. ibid.

[55] Cf. Ibid., p.47.

[56] Cf. ibid., pp.23-26.

[57] Cf. H. Keraly, Los media, religión dominante…. p.73.

[58] Cf. Ibid., p.575

[59] Les puissances de I’image, Flammarion, Paris 1965.

[60] Cf. Homo videns…, pp. 13.129.

[61] Cf. ibid., pp.79-81.

[62] Cf. ibid., p.12.

[63] ibid., p.11. Recordemos aquello que dijo Pier Paolo Pasolini, director de cine comunista y homosexual, refiriéndose a los medios de comunicación, en especial a la televisión: «Quien ha manipulado y radicalmente mutado a las grandes masas… es un nuevo poder que me es difícil definir pero del cual estoy seguro que es el más violento y totalitario que jamás haya existido: cambia la naturaleza de la gente, penetra hasta lo más profundo de las conciencias».

[64] Cf. ibid., p.36.

[65] Cf. ibid., p. 12.

[66] Cf. ibid., pp.36-39.

[67] Ibid., p.33.

[68] Cf. ibid., pp.99-101.

[69] Cf. ibid., p.90.

[70] Cf. H. Keraly, Los media, religión dominante…, p.74. 71

[71] Cf. G. Sartori, Horno videns…, p. 129.

[72] Cf. ibid., p. 118.

[73] Cf. ibid., p.146.

[74] Ibid., p.66.

[75] Ibid., pp. 115-116.

[76] Ibid., p.72.

[77] Ibid., p.77; cf. pp.73-77.

[78] Ibid., p.93.

[79] Ibid., p.76.

[80] Cf. ibid., p.143.

[81] Ibid., p.130.

[82] Ibid.; p.131.

[83] Ibid., p.148.

[84] Ibid., p.136.

[85] Cf. ibid., p.50.

[86] Cf. ibid., p.149.

[87] De Principum, lib. IV, cap.2.

[88] Claridad, Buenos Aires 1993.

[89] México, D.F, en crecimiento anárquico, con barrios desconectados entre sí, tiene más de 17 millones de habitantes. Cf. Néstor García Canclini, «La ciudad espacial y la ciudad comunicacional. Cambios culturales de México en los ’90», en AA.W, Globalización e identidad cultural, Ciccus, Buenos Aires 1997, pp. 149-166.

[90] Cf. La huida de Dios…. p.139.

[91] Cit. en E. del Acebo Ibáñez, Sociología de la ciudad occidental…, p.228.

[92] Cit. en E. del Acebo Ibáñez, op. cit. , p.234.

[93] Cf. ibid., pp.234-235.

[94] F C. E., México 1963.

[95] Fenomenología del hombre contemporáneo…. p.12.

[96] Cf. E. del Acebo Ibáñez, Sociología de la ciudad occidental…. p.231.

[97] Ibid., p.223.

[98] La agresividad en la sociedad industrial avanzada, Alianza Ed., Madrid 1979, pp.133 ss.

[99] El juicio de las naciones, p.9.

[100] E. del Acebo Ibáñez, Sociología de la ciudad occidental…, p.244.

[101] La rebelión de las masas…, p.87.

[102] Cf. Encarnación del hombre…, p. 187.

[103] Cf. Mariano Grondona, «Bajo el imperio de los economistas», Diario La Nación, 18 de octubre de 1992, p.10.

[104] Cf. El hombre y la técnica, Galatea, Nueva Visión 1955.

[105] Cf. Op.cit., p.93.

[106] Cf. ibid., p.94.

[107] Cit. en ibid., pp.97-98.

[108] Cf. ibid., pp.98-99. Se ha dicho que algunos conciben la computación en este sentido, con la esperanza de que
un día se invente la máquina que piensa, cumpliéndose así e1 sueño de los viejos magos y alquimistas de equipararse
con Dios. Alan Turing escribió un artículo «Computing machenerie and intelligence«, donde indaga si la máquina puede pensar, agregando que el hombre no debería entristecerse si alguna vez Dios infundía alma a una máquina. Cf. a este respecto el notable artículo de E Mihura Seeber, «Cultura computacional y pensamiento realista», en Gladius 9 (1987),
41-57.

[109] Cf. ibid., p.119.

[110] Cf. J. Daniélou, «Humanismo y Cristianismo”, en Daniélou-Ortega y Gasset, Hombre y cultura en el siglo pp.263-266.

[111] Discurso ante la Academia Internacional de Filosofía en Liechtenstein, febrero de 1994.

[112] Cf. De descriptíone temporum, en Selected Literary Essays, Cambridge 1969, p. 10. Sobre el pensamiento de Lewis se puede consultar el excelente libro de Jorge N. Ferro,
Aproximación a Lewis, EDUCA, Buenos Aires 1997.

[113] Ibid., pp.10-11.

[114] Cf. Discurso ante la Academia Internacional defilosofía en Liechtenstein, febrero de 1994.

[115] «La unidad del mundo”, en AA.VV., Balance de la cultura moderna y actualización de la tradición española,
Madrid 1951.

[116] Cf. J. Folliet, Adviento de Prometeo…, pp.9.10.14.

[117] Fenomenología del hombre contemporáneo…. p.19.

[118] «Determinismo y humanismo», en Psychologica 2 (1979)32.

[119] Cf. La idea del hombre, Macchi, Buenos Aires 1983.

[120] Adviento de Prometeo…, p.30.

[121] Cf. J. Ferrater Mora, El hombre en la encrucijada…, pp.266-267.

[122] «A Reply to Professor Haldane», en Of Other Worlds, New York 1975, p.80.

[123] Encarnación del hombre…. pp.144-145.

[124] Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires 1997.

[125] Cf. ibid., p.113.

[126] Ibid., p.98.

[127] Ibid., p.103.

[128] Cf. ibid., pp.93-94.

[129] Ibid., p.22.

[130] Cf. ibid., p.15.

[131] Le Monde, 9 de mayo de 1996.

[132] Cf. Homo videns…. p.96.

[133] Ibid., p.20.

[134] Cf. ibid., pp.129-130.

[135] Cf. ibid., p.31.

[136] Cf. ibid., pp.14-16.

[137] Cf. ibid., pp.27-28.

[138] Ibid., p.25.

[139] Cf. ibid., p.31. Cf. a este respecto el informe ¿Quién gobierna al capitalismo?» en «Zona de la política, la sociedad y las ideas», Diario Clarín, 27 de septiembre de 1998, pp.4-9. El subtítulo es: «La crisis financiera mundial arrasa este año con unas 24 mil millones de horas de trabajo. En los EE.UU. y Europa se debate el final del FMI y la creación de un poder global que controle el mercado”

[140] Cf. ibid., p.109.

[141] Cf. Ibid.; p.143.

[142] Ibid., p.106.

[143] Cf. E. del Acebo ibáñez, Sociología de la ciudad occidental…. p.236.

[144] Cf. El burgués, Alianza, Madrid 1979.

[145] Cit. en ibid., p. 180.

[146] Cf. ibid., pp. 190-191.

[147] Cf. M. E Sciacca, Fenomenología del hombre contemporáneo…, pp.13-16.

[148] El hombre light…. p.56.

[149] El ateísmo en el pensamiento contemporáneo. El nuevo mito, en Gladius 15 (1989) 186.

[150] Cf. H. Keraly, Los media, religión dominante…, pp. 73.82.

[151] Cf. Ibis., p.77.

[152] Cf. Adviento de Prometeo…. pp.219-221.

[153] ABC de Madrid, 26 de diciembre de 1993.

[154] La idea psicológica del hombre, Rialp, Madrid 1979, pp.95.106.

[155] Encarnación del hombre…. pp.98-100.

[156] Eunsa, Navarra 1980.

[157] Cf. ibid., pp. 15-35.

[158] Cf. J. Folliet, Adviento de Prometeo…. p.197.

[159] La Nación, 24 de junio de 1991.

[160] The Poison of Subjectivism, p.73. Para ahondar en al tema del relativismo, cf. la conferencia de Joseph Ratzinger, en el encuentro de Presidentes de Comisiones Episcopales de América Latina para la Doctrina de la Fe, Guadalajara, México 1996. Apareció en Gladius n’ 43.

[161] La filosofía cristiana y oriental del arte, Madrid, Taurus 1980, pp.44-45.

[162] Cf. Encarnación del hombre…. pp.101-103.

[163] Cit. en Aníbal D’Angelo Rodríguez, Aproximación a la Posmodernidad, EDUCA, Buenos Aires 1998, p. 108.

[164] Cf. El hombre líght…, p.41.

[165] Ibid., p.28.

[166] Ibid., p.47.

[167] Cf. ibid., pp.16.47.

[168] Cf. El hombre, la vida, la ciencia, el arte, Difusión, Buenos Aires 1946, pp. 15.64-69.

[169] Rialp, Madrid 1977.

[170] Ibid., p.19.

[171] Ibid., p.14.

[172] Ibid., p.12.

[173] Ibid., p.13.

[174] Ibid., p.52.

[175] Cf. ibid., pp.76-77.

[176] Ibid., p.40.

[177] Ibid., p.41.

[178] Ibid., p.94.

[179] Ibid., p.91.

[180] Ibid., pp.101-102.

[181] Ibid., pp. 120-12 1.

[182] Ibid., p.125.

[183] Ibid., pp.128-129.

[184] Ibid., p.129.

[185] El hombre light…. p.24

[186] Oeuvres, tomo VII, p. 183.

[187] Cf. ibid., pp. 191-192.

[188] Cf. «La enfermedad del hombre moderno”, en Gladius 7 (1986) 77-79.

[189] L. Pie, Oeuvres, tomo IV, p.97.

[190] Cf.: idem. T VII, p.241.

[191] Cf. tomo V, P.41.

[192] Cf. Encarnación de¡ hombre…. p.189.

[193] L. Pie, Oeuvres, tomo V, p.44.

[194] «Diario 16», Madrid, 5 de julio de 1985.

[195] La Revolución del PSOE, Plaza y Janés, Barcelona 1985, pp.41-42.

[196] El gay saber, lib. 111, 125, Aguilar, Madrid 1932, pp. 150-151.

[197] Cf. L. Pie, Oeuvres, tomo VI, pp.347-348.

[198] Essoi sur le principe générateur des constitutions politiques, nn. 63-66.

[199] Cf. Oeuvres, tomo V, p. 165.

[200] Ibid., tomo 111, p.243.

[201] Cf. Encarnación del hombre…. p.30.

[202] Cruz y Fierro Ed., Buenos Aires 1978.

[203] Cf. ibid., p.45.

[204] Ibid., p.57.

[205] Cf. ¡bid., pp.56-57.

[206] Ibid., p.61.

[207] Cit. en ibid., p.70.

[208] Oeuvres, tomo VIII, p.182.

[209] Ibid., tomo V, p. 170.

[210] Cf. ibid., tomo VII, p. 193.

[211] ibid., tomo VII, p. 193.

[212] Sobre el inmanentismo en el campo de la filosofía, cf. las excelentes reflexiones de A. Caturelli, en La Patria y el
Orden Temporal, Gladius, Buenos Aires 1994, pp.25-37.

[213] Cf. ibid., pp.37-39.

[214] Cf. ¡bid., p.41. Para una visión más amplia del inmanentismo en la teología, ver pp.37-46.

[215] Cf. J. Daniélou, «Humanismo y cristianismo’ en Daniélou-Ortega y Gasset, Hombre y cultura en el siglo pp.258-261.

[216] Cf. el esclarecedor art. de Frederik D. Wilhelmsen, «La pérdida de la conciencia de la contingencia y el ateísmo
contemporáneo’, en Giadius 8 (1987) 25-36.

[217] La Patria y el Orden Temporal…, p.31.

[218] Antonio Gramsci y la revolución cultural, 5′ ed., Gladius, Buenos Aires 1997.

[219] El Nuevo Orden Mundial en el pensamiento de Fukuyama, 2ª ed , Ed. del Pórtico, Buenos Aires 1997.

[220] Cf. La Patria y el Orden Temporal…, p.42.

[221] Cf. ibid., p.64.

[222] Hemos escrito sobre ello un largo articulo en Gladius 1 (1984) 7-42.

[223] Discurso ante la Academia Internacional de Filosofía en Liechtenstein

[224] Einführung in die Metciphysik.

[225] Discurso ante la Academia Internacional de Filosofía en Liechtenstein.

[226] Cf. Viktor Frankl, Ante el vacío existencial, Herder, Barcelona 1980, pp.27-28.

[227] Cf. ¡bid., p.33.

[228] Cf. ibid., p.87,

[229] Cf. ibid., p.35.

[230] Viktor Frankl. Una antropología médica, Inst. Bibl, gráfico «Antonio Zinny», Buenos Aires 1995.

[231] Cf. Summa teologica I-II, 6, 1-8.

[232] Cf. Mario Caponnetto, Viktor Frankl. Una antropología médica..,, p.14.

[233] Ante el vacío existencia¡…. p.9.

[234] Sobre el tema de la acedia cf. el excelente libro de Horacio Bojorge, En mi sed me dieron vinagre (La civilización de la acedia. Ensayo de teología pastoral), Lumen, Buenos Aires 1996.

[235] Cf. Summa Theologica II-II, 35,4.

[236] Cf. Mario Caponnetto, Víctor Frankl, Una antropología médica, p.263.

[237] Cf. Summa Theologica IL-II, 35, 4, ad 2.

[238] Cf. E. del Acebo Ibáñez, Sociología de la ciudad occidental…. pp.238-240.

[239] Cf. ibid.

[240] Cf. Ante el vacío existencia1…, p.19.

[241] Ibid., p.24.

[242] Ibid., p.89.

[243] Ibid., pp.35-36.

[244] Cf. ibid., pp.87-88.

[245] Cf. ibid., p.13.

[246] Ibid., p.90.

[247] Ibid

[248] Ibid., p.11.

[249] Cf. ¡bid., pp.37 ss.

[250] Cf. El hombre doliente. Fundamentos antropológicos de la psicoterapia, Barcelona 1990, p.258.

[251] Ibid., p.200.

[252] Cf. Ante el vacío existencial…. p.17.

[253] Ibid., p.114.

[254] Cf. El hombre light…, p. 173.

[255] Si se quiere saber cómo trabaja 1a New Age en la Argentina, cf. María Esther Perea de Martínez, Conocer nuestro tiempo, Gladius 1998, pp.131 ss.

[256] Aproximación a la Posmodernidad, EDUCA, Buenos Aires 1998.

[257] Ibid., p.166.

[258] Ibid., p.232.

[259] Ibid., p.164.

[260] Adviento de Prometeo…, p.36.

[261] Cf. ibid., p.283.

[262] Ibid., p.288.

[263] Cf. ibid., p.201.

[264] Cf. Ehomme contre lui-méme, Nouvelles Editions Latines, Paris 1962, p.38.

[265] Cf. María Esther Perea de Martínez, nuestro tiempo…, pp.83-104.

[266] Cf. La rebelión de las masas…. p
52

[267] El hombre light…, p.27.

[268] Encarnación del hombre…, pp.33-35.

[269] Cf. Los hombres contra lo humano. P.34.

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