Filosofía y educación

Pieper- No palabras, sino realidad: el sacramento del pan

*Josef Pieper

Extraído de PIERPER, JOSEF; «La fe ante el reto de la cultura contemporánea»; Madrid, Rialp, 1980; pág.54-63

* Trad. española, publicada por Edic. Rialp en «Libros de Bolsillo». 7.á ed., Madrid, 1979.

Un joven párroco de gran ciudad, entrevistado exhaustivamente en la televisión no hace mucho y muy elogiado, trasladó sin más ni más la misa dominical al club de sus jóvenes feligreses, sentados juntos allí para tomar «Coca Cola» y patatas fritas. «Si no venís a mi prédica, ¿por qué no he de sentarme con vosotros a la mesa y hablaros aquí?»Puede pensarse, en principio, en un procedimiento plausible, casi obvio. No queda claro, sin embargo, si ese hombre decidido era de la opinión de que con tal intercomunicación se lleva a cabo todo aquello alcanzado por el sacrificio eucarístico, y si no todo, al menos lo principal, el núcleo. Los autores del reportaje televisivo parecían convencidos de esto. 

Dejemos la fiesta en paz. Naturalmente, el párroco tiene razón en un punto: se atiene a la vieja verdad de que quien quiere enseñar ha de buscar a su hombre, a sus oyentes, allí donde le guste o no los encuentre de hecho, bien sea en la discoteca, en el aperitivo, al caer la tarde, en la zona peatonal de la ciudad o ante el televisor. Esa verdad de perogrullo ya la practicó Sócrates en el ágora de Atenas, y no de forma distinta, por cierto, a como hizo también el apóstol Pablo unos siglos después. Si la fe cristiana llega a través del oído, ha de hablarse, pues, a oyentes. En definitiva, evangelio significa tanto como «buena nueva», «alegre embajada», y un embajador no es precisamente aquel que espera que vengan a su casa, antes bien, él mismo se pone en camino y habla a los hombres.

Al principio está, pues, siempre el anuncio. Hace pocos años, el Concilio Vaticano II ha reforzado esta verdad obvia, preterida alguna vez en la cristiandad e inflada ahora en una dimensión mítica y como última palabra de la sabiduría. Ese refuerzo, sin embargo, ha sido realizado en la medida correcta.

Además, está claro que el anuncio de la palabra puede tener lugar, en principio, en cualquier sitio. Simplemente debe acontecer allí donde se dé con aquel a quien va dirigida. Y, naturalmente, no hay el menor motivo que le impida a uno utilizar para ello todo el conjunto de técnicas de transmisión.

Pero hay que pensar también en el reverso de la medalla. Hablar y anunciar constituyen ciertamente el comienzo, y ese comienzo ha de emprenderse continuamente. Pero hablar no puede ser lo principal. Por naturaleza, hablar remite a algo que no es palabra, sino ¿qué? Sino realidad. En este punto me viene a la memoria el dicho de un amigo, proclamado con convicción, casi como un refrán y que por lo demás apruebo totalmente: «No voy a la Iglesia porque allí se hable o se predique, sino porque allí ocurre algo.» Sin duda carece totalmente de importancia lo que alguien, un amigo o uno mismo, un individuo, en cualquier caso, opine sobre cosa tan importante. De peso es, me parece, lo que la Iglesia misma, la kyriaké (que es tanto como decir la comunidad santa del Señor), cree, piensa y dice a través de los siglos. Y ella dice, ciertamente, desde un principio que el punto central del sacrificio eucarístico es en verdad un acontecimiento, algo que pasa realmente.

Y, ¿qué es lo que pasa? La respuesta, precisamente, a esa pregunta, la respuesta téngase en cuenta dada por la misma Iglesia, quisiera yo, un laico, no sacerdote ni tampoco teólogo, deletrearla de un modo, por decirlo así, elemental, ya que hoy todos los hechos fundamentales parecen necesitar de explicaciones totalmente simples.

Por lo demás, hablaré como un creyente, como un cristiano católico, y posiblemente sólo un creyente coincidirá conmigo. A pesar de todo, pienso que ha de permitirse, al menos al no creyente, captar cómo se presentan tales cosas a un creyente, como, por otro lado, me interesaría a mí, sin duda, digamos, cómo entiende e interpreta un hindú ortodoxo las doctrinas fundamentales del hinduismo.

Lo primero de todo que ha de captarse en la celebración litúrgica cristiana, sin lo que lo demás será todo falso, es su carácter derivado, subordinado, secundario, lo que en ella se realiza es esencialmente eco, continuación; dicho más certeramente: es, en un sentido muy preciso del que se hablará—, la actualización, el hacerse presente un acontecimiento pasado, que queda atrás; concretamente, aquel acontecimiento que suele designarse, con un concepto técnico de la teología, como «encarnación». Esto quiere decir: quien no es capaz de aceptar como realmente acontecido ese hecho originario, no sólo en el tiempo sino por esencia, anterior y preordenado, tampoco puede jamás «realizar», ni pensando reflexivamente ni verificándolo de hecho, lo que «pasa» en la celebración litúrgica de la Iglesia.
Pero aquel acontecimiento originario ocurrido como expresa la palabra— «en la plenitud de los tiempos» y constituyendo de hecho el centro de la historia de la humanidad, no es sólo, en verdad, algo difícil de captar, sino algo realmente increíble, que no se admitiría nunca ni del más fiable de los informadores ni del más genial de los filósofos o teólogos, a no ser que se supiera garantizado por un, como dice Platón, theios logos, una locución divina, la revelación en el sentido estricto de la palabra. Se trata verdaderamente de algo sencillamente imposible: así llegaría a pensarse, si no se supiera que lo totalmente perfecto, el cumplimiento, la plenitud, se nos presenta siempre de forma inesperada, impremeditada.

«Imposible aparece siempre la rosa», dice un verso goethiano. Como se ve, hablo realmente como un profano, pues, naturalmente, lo inconcebible de la rosa, descifrable al florecer, dista infinitamente de la dignidad de aquel acontecimiento del que aquí hablamos y que supera toda fuerza imaginativa humana: Dios mismo se hace hombre y, como dice el Nuevo Testamento con una imagen tomada del lenguaje de los nómadas, planta su tienda entre nosotros.

Y, no obstante, ese cerrarse del circulo, en el que coinciden comienzo y fin, el primitivo origen creador y la posterior conclusión del proceso creador, ese cerrarse de la corona, no lo es todo. Pensar eso podría conducir a nuestra mente, que tiende por naturaleza a un «sistema» sin fisuras, al error de una mala interpretación ahistórica y gnóstica de la encarnación de Dios.

Lo específico es de tal guisa que rompe necesariamente toda fórmula mundana armonizadora. Lo específico es que ese Dios hecho hombre en Jesucristo se deja matar en un acto de entrega datable en el tiempo nuestro, «bajo Poncio Pilatos», por los hombres, por su pueblo, para posibilitarnos la participación en la vida divina.

Nunca entenderemos por qué fue necesario para eso un sacrificio tan cruel en el vergonzoso leño, aunque, de otra parte, a la experiencia íntima del corazón no le es ajeno que nadie tiene un amor más grande que quien da su vida por los que ama.

Repitamos de nuevo: quien, por lo motivos que sea, no acepta como realidad histórica este hecho originario, la encarnación de Dios y el sacrificio de Jesucristo, seguirá cerrando el acceso a cualquier comprensión del misterio litúrgico cristiano; pues lo que «pasa» en el sacrificio eucarístico de la Iglesia deriva de aquel hecho orignario; es algo esencialmente secundario.

Por lo demás es también ésa una formulación que puede confundir. Por ejemplo, no quiere decir, sobre todo, que el culto cristiano sea algo así como una especie de celebración conmemorativa, en la que se mantiene y produce el recuerdo en algo pasado, lo que sería, por lo demás, muy natural y razonable.

Ha llegado el momento de decir algo sobre una idea utilizada siempre contra el cristianismo en la gran filosofía de los siglos XVIII y XIX Considerado lo esencial, es radicalmente falsa, pero no se ha de considerar tal objeción como totalmente incomprensible. Me refiero a la objeción hecha por Kant, por Lessing y por no pocos más hasta nuestros días, y con diversa presentación: cómo puede o incluso debe basarse toda una vida en un hecho histórico que tuvo lugar en un determinado momento. ¿Una fe basada en una verdad necesaria y vinculante? Por supuesto, en esto no hay problema. Pero una «fe histórica» (ésa es la formulación de Kant) que remite a un acontecimiento hace tiempo ocurrido con todas sus contingencias, ¿puede imponerse algo así a una conciencia crítica? Sobre esto podría decirse que no menos quebraderos de cabeza nos daría, por ejemplo, la contrapregunta de si quizá sólo un espíritu absoluto podría soportar certezas necesarias. Sin embargo, es cierto un aspecto de esa objeción. Si realmente el logos divino se ha hecho hombre en Cristo y se ha revelado, no puede considerarse tal hecho limitado al espacio de pocos años situado en los comienzos de nuestro cómputo de casi veinte siglos. La encarnación de Dios si ha ocurrido realmente y si ha de apremiar con razón a los hombres a cambiar de vida no puede pensarse de otra forma que no sea como algo permanentemente presente ahora y en el futuro tiempo no, por supuesto, en la forma de una «necesaria verdad de razón», sino como acontecimiento vivo, ciertamente inconcebible, captable sólo por el creyente, pero del todo real.

Pues bien, precisamente esa visible actualidad de encarnación y muerte sacrificial constituye el meollo de la celebración litúrgica cristiana; es la actualidad que experimenta como real quien participa en la celebración.

Está bien, diría alguno, pero todo lo que visiblemente pasa en la celebración litúrgica tiene al fin la cualidad de lo meramente simbólico. No, diría yo; no de lo «meramente simbólico»; ¡tiene la cualidad del sacramento! Es verdad que el sacramento pertenece al género de los signos y símbolos, pero no es algo «meramente» simbólico; no sólo significa algo, sino que siendo algo que no se da en el mundo, fuera de en esta situación— es un signo que al mismo tiempo realiza lo que significa; es decir, crea realidad objetiva, consistente. Naturalmente, no mediante un puro obrar mudo, «mágico», la palabra hablada no deja de tener importancia; es, por supuesto, pronunciada. Sin embargo, es algo profundamente problemático y una formulación que lleva demasiado fácilmente al error, el que un teólogo moderno, por demás conocido, diga que la esencia del sacramento consiste en la palabra. No; lo decisivo y lo diferenciador de la palabra sacramental es que, al pronunciarse, ocurre precisamente aquello de lo que se está hablando.

Acontece en la celebración litúrgica algo, intuido y ansiado por todos los cultos humanos y en buena medida prefigurado por ellos: la verdadera presencia de Dios entre los hombres o, dicho más exactamente, la presencia viva del logos divino hecho hombre y de su muerte redentora en medio de la comunidad celebrante. «¡Celebrante!» Con lo que está claro que aquí se excluye la arbitrariedad del lugar e incluso del comportamiento. Dignidad y gravedad no es algo que pueda darse en cualquier lugar y de cualquier modo. Tales solemnidades exigen un espacio delimitado expresamente respecto de lo trivial y cotidiano. Y aunque el muro de separación estuviera tan sólo constituido por los cuerpos vivos de quienes asisten a la celebración, como ya ocurrió bastante frecuentemente en los campos de concentración de los poderes terrenos. Lo que se exige, ante todo, es la comunidad de quienes adoran con fe.

Normalmente, esto es, excepto en la situación de emergencia de la que ahora no hablamos, se encuentra un altar. «Sacramento del altar»: ése es ya desde el tiempo de San Agustín el nombre de la celebración litúrgica cristiana. Pero un altar; es decir, en su significado interno, invisible, no sólo una mesa, algo así como una pieza de mobiliario, sino también la piedra del sacrificio sobre la que tiene lugar la ofrenda. Por lo demás, el altar cristiano es esencialmente también, en cuanto «mesa del Señor», el lugar del común litúrgico.

Con lo que acaba de hacerse referencia a un nuevo aspecto de nuestro tema: la cuestión de cómo el cristiano logra expresamente la participación supuesta en lo que «pasa» en la celebración de la misa, objetiva y corporalmente, esto es, más allá de toda locución, prédica y oración humanas y tras la actuación simbólica.

¿Cómo participo, cómo tomo parte en el hecho que se realiza? ¿Por mera presencia mía? Por supuesto que no sólo por eso. ¿Bastaría la presencia, por muy atenta e intensiva que fuera? ¿Cómo se realiza en este caso especial, totalmente excepcional, lo que con una expresión rebajada a moda se denomina hoy «comunicación»? Por lo demás, como puede apreciarse, esa palabra no está muy lejos de las palabras «comunión» y «comunicar», que en el vocabulario cristiano han designado casi exclusivamente la participación y cooperación, de las que ahora nos ocupamos. «Comunicar»: es ésta una palabra que recientemente, un tanto aquejada de vaguedad y generalidad, ha pasado de la jerga sociológica al lenguaje cotidiano del hombre medio culto. Tales traslaciones de sentido contienen también una oportunidad especial de, más allá del lenguaje habitual, parar la atención en algo ya manido desde la perspectiva del profano, de «quien no está en el ajo», y verlo, como si fuera por vez primera, con los ojos del ingenuo, haciéndose de nuevo con el sentido originario de la palabra.

Así me ha ocurrido a mí con la lectura del notable libro del periodista francés André Frossard, Dios existe, yo me lo encontré*, un libro que se ha mantenido largo tiempo en las listas internacionales de best sellers (por cuyo motivo a punto he estado de no prestarle atención).

En verdad se trata del reportaje magnífico y convincente, precisamente por su sencillez carente de pretensiones, de un moderno y secularizado intelectual, por demás no fuera de serie, del reportaje de una experiencia que con mayor o menor razón podría denominarse «mística». Sobre todo, el autor describe sus reacciones ante el descubrimiento, llevado a cabo con alguna sistemática, del cristianismo católico y de su doctrina. Con renovado asentimiento, dice Frossard, ha llegado a conocer la doctrina de la Iglesia, hasta entonces apenas conocida de oídas; una y otra vez las enseñanzas de la Iglesia le parecieron como tiros que dan en el blanco, excepto una. Sólo una le ha sorprendido y ha suscitado su mayor admiración, una que es precisamente de la que estamos hablando: la participación del hombre en la divinidad hecha presente en el sacramento.

«¡Que el amor divino haya encontrado ese camino singular de darse a sí mismo en el pan, en la comida de los pobres! Entre todos los dones con que me ha favorecido el cristianismo, éste era el más hermoso.» Hasta aquí, Frossard.

Dirijamos de nuevo la atención a nuestro problema de partida. Lo decisivo y esencial, lo que «pasa» en la celebración litúrgica cristiana no es la locución, el predicar, sino aquella realidad acontecido, de la que en el mejor de los casos habla la palabra anunciada: el hecho, que escapa de toda normalidad de la existencia habitual y es en sentido absoluto no cotidiano, de la actualización del sacrificio de Cristo, que se une él mismo en el pan, como un presente efectivo, a los convidados que celebran el sacrificio con fe.

Precisamente quien piensa con categorías abstractas, precisamente ése corre el peligro de, con orgullo espiritualista, considerar demasiado material y totalmente primitiva la compacta realidad de tal banquete con el mismo Dios. De hecho, en mis tiempos de estudiante he oído hablar a un profesor de sociología de la celebración eucarística de la cristiandad como de un «atavismo negroide». E incluso un hombre como San Agustín parece defenderse de una tentación amenazadora al sostener con cierta vehemencia que aquí no se trata precisamente de un «acontecimiento verbal» («nada de palabras, ni letras, ni de algo que suene»), sino del cuerpo de Cristo incorporado en la materia constituida por los frutos de la tierra.

Pero lo que quizá pueda parecer problemático y como muy poco «espiritual» a quien, sin ser molestado, se sienta en su escritorio aparece en las situaciones límites de la existencia de millares y millares como una realidad verdaderamente consoladora y salvadora, pero, sobre todo, como una realidad que es fuerte y da fortaleza: a los prisioneros de la dictadura del terror, a los señalados por la muerte, a los moribundos, para los que no se trata de un consuelo más, ni de palabras humanas, ni de discursos, sino de una realidad divina en el sacramento del pan.

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