Filosofía y educación

La piedra desechada.*

Por Alejandra María Sosa Elízaga*

Publicado en ‘Desde la Fe’, Semanario de la Arquidiócesis de México, dom 7 de agosto del 05, año XIX, no. 441, p. 7

El otro día en un programa de tele unos ‘sesudos’ intelectuales analizaban las causas de la violencia en México. Le preguntaron a gente en la calle cuál creía que era la razón y solución de la violencia. Un señor dijo que la difícil situación económica obligaba a muchos a robar, que si hubiera empleos no habría violencia. Ante esto uno de los analistas comentó que lo habían asaltado varias veces y el asaltante no había sido un indigente. Añadió que aunque hubiera empleos para todos, un asaltante que en un atraco obtiene lo que ganaría en un mes de trabajar de 8am a 4pm no querría el empleo. Otra persona encuestada dijo que la causa de la violencia es que hay pocos policías, que debe haber más. A esto una invitada al programa comentó que su prima había sido secuestrada precisamente por policías y ex-policías, así que no parecía buena idea que hubiera más, pues no había modo de impedir que los grandes capos corrompieran a policías ofreciéndoles millones a cambio de cooperar con ellos. Concluyeron que no había un verdadero remedio para la violencia, y el conductor del programa anunció con cierta sorna que había quien creía que la solución sólo podía venir de ‘allá arriba’ ( y no se refería al techo del estudio), y para ilustrar su punto mostró lo que respondió una viejita que ante la pregunta acerca de la causa de la violencia dijo contundente: ‘que ya no hay temor de Dios’. Todos los participantes soltaron la carcajada, el conductor anunció comerciales y ahí quedó la cosa, nadie comentó lo que dijo esa señora, pero yo me quedé pensando: qué pena que no se den cuenta de la gran verdad que encierran sus palabras. La razón que está detrás de todo robo, de todo secuestro, de todo asesinato, de toda corrupción es que no hay temor de Dios. Y antes de seguir adelante conviene explicar qué se entiende por ‘temor de Dios’. Ojo, no significa ‘miedo a Dios’ en el sentido de tener ‘susto’ de que nos vaya a castigar o nos vaya a enviar al infierno. No. El miedo no es buen consejero y no genera una verdadera conversión. El ‘temor de Dios’ es un don del Espíritu Santo que consiste en tener tal amor a Dios que se teme defraudarlo, se teme pagar mal el amor que nos tiene. Sucede como cuando una mamá baña a su bebé recién nacido y siente temor de que se le resbale, de que le entre agua en los ojitos, de que trague jabón. ¿Le tiene temor a su hijo? Claro que no. Lo ama tanto que teme lastimarlo. Eso mismo es el ‘temor de Dios’. Para que haya ‘temor de Dios’ tiene que haber ‘amor a Dios’. Sólo si amamos a Dios nos dará temor decepcionarlo. Y para que haya ‘amor a Dios’ tiene que haber ‘conocimiento de Dios’, pues no podemos amar a quien no conocemos. Así pues resulta que la causa de la violencia es que los que cometen delitos no tienen temor de Dios pues ni lo conocen ni lo aman. ¿A qué se debe esto? ¡A que nadie les ha hablado de Él! Viene a la mente lo que dice San Pablo: «Pero, ¿cómo invocarán a Aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en Aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique?» (Rom 10, 14). Estamos viviendo las consecuencias de haber hecho a Dios a un lado. No se habla de Dios en la escuela, en la familia, en el trabajo. Los intelectuales invitados al programa consideraron ridículo lo que dijo aquella señora, eso del ‘temor de Dios’ les pareció un concepto absurdo que se precian de haber ‘superado’. No se dan cuenta de que lo absurdo es que una criatura pretenda olvidarse de su Creador y regir su vida por sus propios criterios en lugar de volver los ojos hacia Aquel a quien le debe la vida. Era patético escucharlos analizar soluciones que no servían y desechar la verdadera sin considerarla siquiera. Tenían razón en que es humanamente imposible que un delincuente prefiera trabajar toda la semana para ganar lo que obtiene en un solo atraco, ¡ah! pero les faltó ver que si ese delincuente ha encontrado a Dios en su vida, entonces ya no puede considerar como opción viable dedicarse al robo. Tenían razón en que es humanamente imposible evitar que un policía mal pagado acepte un cuantiosísimo soborno para hacerse de la vista gorda, ¡ah! pero no contemplaron que si ese policía ha encontrado a Dios en su vida, no importa cuánto le ofrezcan, no considera una opción viable dejarse corromper y hacerse cómplice del mal. El Papa Benedicto XVI dijo alguna vez que ‘se equivocan los que creen que para acabar con la violencia o la corrupción basta solamente con cambiar las estructuras sociales o económicas. No basta, porque detrás de toda violencia o corrupción hay un corazón violento o corrupto y el cambio tiene que empezar por ahí, por la conversión personal, por la sanación del propio pecado’. No se puede desterrar la tiniebla sino con luz. Sólo la luz de Dios es capaz de desterrar el mal. Así que para transformar la sociedad hay que transformar el corazón de cada individuo. Y nunca lo lograremos si insistimos en dejar fuera a Aquel que prometió que quien lo siguiera no caminaría en la oscuridad. Como creyentes estamos llamados a tomar muy en serio la vocación de profetas que recibimos en el Bautismo e ir a anunciar a Dios donde podamos (por ejemplo, en reclusorios y reformatorios, para que dejen de ser escuelas del delito y sean centros de verdadera rehabilitación espiritual). Si los creyentes nos proponemos aprovechar cada ocasión para compartir nuestra fe y logramos que aunque sea un solo corazón se encamine hacia Dios, obtendremos lo que ningún intelectual o político logrará jamás por sí mismo: construir una sociedad cimentada en la piedra que desecharon los constructores y que es la piedra angular (ver Lc 20, 17): es decir, en el Señor, de quien procede la verdadera paz.

*Libros de esta autora se publican en Ediciones 72, tel: 56 65 12 61, pag. web: http://www.ediciones72.com

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