Filosofía y educación

Si gobiernas, sé prudente

Al Abad de Claraval.

Habéis sido un gran monje y, de manera del todo original, un gran hombre de estado. Hubo un momento en el cual Claraval fue más importante que Roma: recurrían a Vos emperadores, Papas, reyes, feudatarios y vasallos. Habéis lanzado una Cruzada: cosa muy discutida hoy, pero entonces entraba en el cuadro de las cosas.

Estuvísteis, en cambio, proféticamente contra el antisemitismo del tiempo en vuestra franca defensa de los hebreos. ¡Sin pelos en la lengua! Habéis escrito a un Papa. «No temo para ti ni hierro ni veneno, sino el orgullo del dominio». Y al rey de Francia, que había nombrado siniscalco, o sea, generalísimo, a un abad: «¿Qué sucederá ahora? ¿El nuevo siniscalco celebrará la Misa con yelmo, coraza y perneras de hierro o guiará la tropa con cota y estola?».

Otros habían guiado en el Medioevo Europa a golpes de espada. Vos, a golpes de pluma, con cartas que partían en todas direcciones y que, por desgracia, nos quedan hoy sólo en parte alrededor de quinientas.

Ellas, tratan, por lo demás, argumentos de ascética. Hay una, todavía, la 24a del Epistolario, que contiene, en esencia, vuestra visión del gobierno y se convirtió en texto clásico en una circunstancia extraordinaria.

Se estaba en un cónclave. Los cardenales ondeaban inciertos entre tres candidatos señalados uno por la santidad, el segundo por la alta cultura, el tercero por el sentido práctico.

A la indecisión puso fin un cardenal, citando justo vuestra carta. «Inútil titubear todavía, dijo él. Nuestro caso está ya contemplado en la 24a Carta del Doctor Mellifluo. Basta aplicarla y todo irá liso como el aceite. ¿El primer candidato es santo? Y bien, oret pro nobis, diga algún Padrenuestro por nosotros pobres pecadores. ¿El segundo es docto? Tenemos tanto placer, doceat nos, escriba algún libro de erudición. ¿El tercero es prudente? Iste regat nos, este nos gobierne y sea Papa».

Todo esto considerado, ¿por qué no continuar, querido Abad, vuestro antiguo oficio y escribir alguna carta con la caridad de útiles consejos a mí, pobre obispo, y a otros cristianos que se afanan, con múltiples dificultades, en servir al público? ¡Una voz monacal, que, desde el fondo del Medioevo, se repercute en el intrincado dinamismo de la vida moderna! Es una posibilidad de bien. ¡Aprovechadla, por favor, padre Abad!

Vuestro,

ALBINO LUCIANI

***

Al Patriarca de Venecia.

Acepto y comienzo dando vuelta la mia misma sentencia.

«¡Si es prudente, gobierne!», escribí entonces. «¡Si gobierna, sea prudente!», escribo ahora. O sea: tenga bien fijos en la cabeza algunos principios basilares y que los sepa adaptar a las circunstancias de la vida.

¿Cuáles principios? Digo, acaso, alguno. Un logro aparente, también clamoroso, es, en realidad, una derrota, si es alcanzado pisoteando la verdad, la justicia, la caridad. Quien está arriba está al servicio de quien está debajo: tantos los jefes cuanto los súbditos. Cuanto mayor es la responsabilidad, tanto más grande es la necesidad de ser ayudados por Dios; lo dice también vuestro Metastasio:

A compir le belle imprese

L’arte giova e il senno ha parte,

Ma vaneggia il senno e l’arte,

Quando amico il ciel non è.

Pero los grandes principios descienden en la vida de los hombres y los hombres son como las hojas de un árbol: todas similares, ninguna perfectamente igual a la otra. Ellos se nos presentan distintos uno del otro, según la cultura, el temperamento, la extracción, las circunstancias, el estado de ánimo.

Ojo, entonces, a las circunstancias, a los estados de ánimo: si cambian, cambiad también vosotros, no los principios, sino la aplicación de los principios a la realidad del momento. Cristo, una vez, se sustrajo con la fuga a la gente que había venido para «llevárselo a la fuerza para hacerlo rey». Cambiadas las circunstancias, a la vigilia de la Pasión, en cambio, se prepara Él mismo el modesto triunfo de la entrada a Jerusalén.

Pero no llamo prudencia a la excesiva desenvoltura en cambiar. La táctica buena de los justos dosajes y adaptaciones no es el oportunismo, la adulación, el dar vuelta la espalda a quien ha quedado eclipsado, el jugar a esgrima con la propia alma y con los principios. Cae el ministro, cae el alcalde, ¡cuántas veces se obra alrededor e inmediatamente el vacío! ¡Y cuántas veces se observa el revés del abrigo!

Cito el caso lejano en el tiempo, pero clásico, del Moniteur, diario oficial francés. En 1815 la hoja señalaba, como sigue, a sus lectores las peripecias de Napoleón: – El bandido huyó de la isla de Elba; – El usurpador llegó a Grenoble; – Napoleón entra en Lyon; – ¡El Emperador   llega esta noche a París! ¡Un crescendo de veras desenvuelto! ¡Para no engañar por prudencia! Como no es prudencia el comportamiento de quien se obstina en no enterarse de las realidades evidentes y cae en la rigidez excesiva y en el integralismo, haciéndose más realista que el rey, más papista que el Papa.

Sucede. Está quien, adueñándose de una idea, la entierra y continúa custodiándola, defendiéndola celosamente por toda la vida, sin reexaminarla más, sin querer verificar en qué se convirtió luego de tantas lluvias y vientos y tempestades de acontecimientos y de cambios.

Arriesgan en no ser prudentes los que viajan en la extratosfera y, rellenos de ciencia puramente aprendida, no saben desprenderse, ni siquiera una vez, de aquello que está escrito, verdaderos desatanudos, siempre listos a analizar, a sutilizar, en perpetua búsqueda de cabellos para partir en cuatro.

La vida es bien otra cosa. Lord Palmerston observaba justamente que, para cortar las páginas de un libro, un cortapapeles de hueso servía mucho mejor que una navaja afilada. Clemenceau, el tigre, era del mismo parecer cuando, al dar un juicio sobre dos ministros del Gabinete por él presidido, afirmaba: ¡Poincaré sabe todo, pero no entiende nada! ¡Brianel no sabe nada, pero entiende todo!

Diría: buscad el saber junto con el entender.

Como decía antes: ¡poseer los principios y aplicarlos a la realidad! ¡Es el comienzo de la prudencia!

Vuestro,

                    BERNARDO DE CLARAVAL

***

Al Abad de Claraval.

Gracias por la carta. Apreciado sobre todo el estímulo para verificar, para reexaminar, para no dejar estancar las situaciones, para meter mano a necesarias reformas. Vale para la iglesia, vale para el Estado y para el Municipio.

¿Sabe qué pasó?, me decía un alcalde. Un asesor comunal, apenas nombrado, nota que ¡un guardia cívico vigila cotidianamente algunos asientos en el jardín público! Un desperdicio, piensa. Podría explicarse para proteger a la Banca d’Italia, ¡pero por una decena de modestos asientos! Quiere ir al fondo, y encuentra… ¿qué cosa? Años atrás, los asientos del jardín habían sido pintados a nuevo. Para que nadie dañase la pintura fresca, un guardia, con ordenanza municipal y todo, había sido asignado a aquel puesto. Se olvidó luego de retirar la ordenanza. La pintura se secó y el guardia se quedó a vigilar…¡nada!

Volviendo a la prudencia de quien gobierna, ¿no encontráis, padre Abad, que ella deba ser algo dinámico? Platón llamaba a la prudencia el cochero de las virtudes; y bien, el cochero trata de llegar a la meta, ahorrando la vida del caballo, si puede; pero si es necesario, usa la fusta y quema también al caballo con tal de llegar y llegar a tiempo. En otras palabras, no quisiera que se confundiera la prudencia con la inercia, la dejadez, la somnolencia, la pasividad. Ella excluye el celo ciego y la audacia loca, pero quiere la acción franca, audaz, cuando es necesaria. O actúa como freno, o como acelerador; o empuja a ahorrarse, o a prodigarse; o reprime la lengua, las esperanzas, las cóleras,, o las deja, vista la razón, explotar.

En los años en los que los emisarios de Cavour trabajaban por la Romagna, vino a Torino Paolo Ferrari, el comediógrafo, y le dijo: «Conde, allá abajo no sabemos más a quién creer: el Buoncompagni predica la prudencia, el La Farina predica la audacia. ¿Quién, de los dos, interpreta vuestro pensamiento y es vuestro verdadero enviado?». Ambos, respondió Cavour, ¡porque se necesita una audacia prudente y una prudencia audaz!

En espera de precisiones,

Vuestro,

                               ALBINO LUCIANI

***

Al Patriarca de Venecia.

Hecha alguna reserva sobre la seriedad de la respuesta de Cavour, encuentro justo que la prudencia sea dinámica y que empuje a la acción. Pero hay que considerar tres tiempos: el deliberar, el decidir, el ejecutar.

Deliberar quiere decir anhelar en busca de medios que conducen al fin: se hace a base de reflexión, de consejos pedidos, de examen atento. Pío XI decía a menudo: «Dejadme primero pensar». La Biblia exhorta: «Hijito, no hagas nada sin consejo».

Los proverbios populares dan color a todo esto: «Cuatro ojos ven mejor que dos». «Quien falla a prisa, llora despacio». «La gata apurada ha hecho los michines ciegos».

Decidir quiere decir: luego de haber estudiado varios medios posibles, poner la mano en uno: «¡Elijo esto, es el más adecuado o el único realizable!. No es prudencia el eterno oscilar, que suspende todo y lastima el ánimo con la incerteza y, ni siquiera, el esperar, para decidir, el óptimo; se dice que la «política es el arte de lo posible»; en un cierto sentido, es justo. La ejecución es el más importante de los tres tiempos; la prudencia aquí se asocia a la fortaleza en no permitir la falta de coraje ante las dificultades y los impedimentos. Es el momento en el cual uno se revela jefe y guía. A este momento aludía Felipe el Macedonio cuando aseguraba: «¡Mejor un ejército de tímidos ciegos guiados por un león que un ejército de fuertes leones guiados por un ciervo!».

Monje como soy, me urge hacer poner en relieve que la prudencia es, sobre todo, virtud, por lo tanto sirve sólo causas nobles y adopta sólo medios lícitos.

Según Plutarco, Alcibíades estaba obsesionado por la necesidad de popularidad. Quería a toda costa que la gente se ocupara de él. Languideciendo, en un cierto momento, el interés del público por las cosas suyas, ¿qué hizo? Tenía un perro bellísimo, pagado la belleza de setenta minas; le cortó la cola. Y así toda Atenas tuvo ocasión de hablar de Alcibíades, de sus riquezas, de sus costosas singularidades.

He aquí un caso, no de prudencia, sino de astucia, que veo repetir a vosotros con otros medios: fotografías hechas publicar en los periódicos, servicios de prensa, discursos hábilmente arquitectados, chismes hechos correr con arte. Si luego se mete allí la astucia con medios no honestos, os veo también en la escuela del zorro, de Ulises y Maquiavelo.

El astuto habla y sus palabras no son vehículo sino velo del pensamiento, haciendo aparecer verdadero lo falso y falso lo verdadero. Obtiene, tal vez, resultados. Pero habitualmente, la cosa no dura. En peletería van más las pieles de zorros que de asnos. ¡Quando los astutos van en procesión es el diablo el que lleva la cruz adelante!

Y disculpad la franqueza.

                        BERNARDO DE CLARAVAL

***

Al Abad de Claraval.

De acuerdo a vuestra última, habría seudoprudencias como la picardía y la astucia mentirosas, que habéis descripto. Pero, a veces, no se puede negar que la vida de los hombres públicos sea difícil sin el recurso a alguna astucia. Pensad sólo en los candidatos políticos, que deben persuadir a los electores a elegirlos entre decenas de contrincantes; a los elegidos, que deben cultivar el huertito electoral en vista, a su tiempo, de una reelección.

¿Lo sabe que, justo en vuestra Francia, apareció hace poco un volumencito (Vuela pichón) para el caso? En primer lugar, allí se encuentra dentro un tratado de bla-bla-bla, o sea, el arte de hablar, hablar y hablar hasta que se ha encontrado algo para decir. En segundo lugar, se explica la técnica de presentar estadísticas, porcentajes y números, útil especialmente para interpretar los resultados de las elecciones. A propósito de números, dice: «¡La democracia no está comandada solamente por la ley del número, sino también por aquella de la cifra!». En tercer lugar, se hace la autopsia de las frases bellas, pero que no significan nada.

Pero, he aquí que, para evitar inconvenientes del género, salió otro libro, verdadero vademecum, para discursos y alocuciones de hombres políticos. ¡Pensad! ¡Bellas y preparadas treinta y dos fórmulas distintas para conmemorar hombres desaparecidos, diecisiete para condolencias a los familiares, dieciocho para comenzar un brindis y catorce para concluirlo! Para los brindis se sugieren normas: Se pronuncian vaso en mano y la duración del discursito debe variar según el grado de inspiración del orador, la importancia de la persona honrada e la calidad del licor. Normas también para los elogios: no alabar demasiado, alabar bastante, alabar con garbo, no ababar atravesado.

En fin, un manual que enseña pequeñas y casi inocuas astucias similares a las «humorísticas invenciones» del Lelio goldoniano. Se necesitará además concederlas, ¿no lo creeís?

Vuestro,

                              ALBINO LUCIANI

***

Al Patriarca de Venecia.

Encuentro que queréis bromear en las últimas frases. Yo estoy por la línea correcta y coherente de los hombres públicos. También porque determinan con su conducta la educación o la deseducación de los jóvenes. Por otro lado, ellos pueden ayudarse con medios lícitos más bien eficaces de aquellos por Ud. nombrados. La sagacidad, por ejemplo. El sagaz no se deja deslumbrar por las apariencias o las adulaciones: adivina el temperamento, las ambiciones ajenas por la fisonomía, por el obrar; lo empujan a intervenir enseguida y él siente que no es tiempo todavía; le dicen que es mejor esperar y él, con un sexto sentido, intuye que, en cambio, hay que hacer enseguida y, los hechos, más tarde, le dan la razón.

Otra ayuda, la metodicidad: ella hace que pongamos el fin antes que los medios, legamos los medios entre sí y, a cada medio, damos el resalto que merece. Las normas que ella sugiere son mejores que las de «Vuela pichón» por Vos citado.

Hélas aquí:

1)  Cuando se delibera tened en cuenta sólo los hechos confirmados. Digo hechos y no opiniones, no chismes: digo confirmados y no solamente ciertos, porque, si soy administrador público, no basta que existan pruebas válidas para mí; se necesitan pruebas válidas para todos; que mañana se puedan exhibir y resistan a prueba de bomba. Los ingleses dicen: Un hecho es como el alcalde de Londres; eso sólo, o sea, tiene verdadrera, indiscutida dignidad.

2)  Tened presente un epifonema muy usado por nosotros medievales: Distingue frequenter! En la Corte del Rey Sol una dama era capaz de saludar con una sola inclinación a diez personas; la inclinación era única, pero la mirada mandaba rayos varios y múltiples para dar a cada uno – duque, marqués o conde que fuera – lo que le correspondía. Distinguiendo, se dice: este asunto es importante, le daré precedencia absoluta; este otro es menos importante, le doy un puesto secundario. ¡Las famosas «elecciones prioritarias»!

3)  Puede servir también el divide et impera de los romanos. Pero aquí se trata de dividir las acciones en más tiempos y no las personas las unas de las otras. El motivo? ¡No se puede hacer bien más de una cosa a la vez!

El divide, por los tanto, se debe aplicar también al trabajo; dividir, distribuyendo los cargos entre varios colaboradores. ¡Pero luego utilizarlos estos colaboradores! No suceda como en los tiempos de la Triple Alianza, cuando se decía: ¡La Triple Alianza es la Doble, o sea, Bismark! Parece, con el aire democrático que sopla entre visotros, que los Bismark, hoy, ¡no gusten para nada!

¿Otra ayuda todavía? La previdencia. Napoleón, en 1800, antes de partir de París para Italia, había colocado un alfiler en un punto de la carta geográfica entre Alessandria y Tortona, diciendo: Aquí, probablemente, se concentrarán los austríacos. Fue profeta, se concentraron justo allí, en Marengo.

No será don de todos un dedo tan fatídico; pero todos debemos tratar de avistar desde lejos los efectos de nuestras acciones y calcular con anticipación los esfuerzos y las sumas pedidas para una iniciativa dada. Vuestro ministro Sonnino hacía texto en materia de prudencia también con el silencio; encontrado, pensativo y meditabundo, por un amigo, este le dijo: «¡Apuesto a que estás pensando en lo que deberás decir mañana en la Cámara!» «¡Oh, no!, – respondió -, estoy pensando en lo que no deberé decir!». Decía de él Luzzatti: ¡En Versailles, Orlando habla todos los idiomas que no sabe, y Sonnino se calla en todas los idiomas que sabe!

Pero puede suceder que, no obstante todos los cuidados puestos, la empresa vaya mal. El hombre público se prepara también a esta eventualidad con medidas adecuadas. El campesino piensa que puede venir el granizo y se asegura. El general dispone todo para la victoria; pero algo lo tiene preparado también para el caso desgraciado de una derrota o de una retirada.

Dice Plutarco que Diógenes se puso a pedir limosna a una estatua de mármol. Naturalmente no obtuvo una sola moneda pero él continuaba pidiendo. «¿No es tiempo perdido?», alguien le preguntó. «No es tiempo perdido -, respondió -; ¡estoy habituándome a recibir rechazos!». ¡Prudencia también esta!

Un último consejo. ¡No os desaniméis demasiado! «Son años que sudo y trabajo para la Municipalidad. Puse todo de mi parte, hasta dejé de lado mis intereses y la familia, acortándome la vida con preocupaciones graves y persistentes. ¿Y bien? Me hacen el vacío alrededor; me serruchan el piso, me atacan y demuelen. Por lo tanto, sigan ellos, ¡yo me retiro en buen orden!». La tentación es fuerte, no siempre es prudente ceder. Es verdad que es necesaria la rotación, pero es también verdad que el bien público, tal vez, exige que quien ha comenzado siga adelante, que quien tiene dotes y experiencia, permanezca.

Si es obligatorio tener presentes las críticas justas (¡ninguno es infalible!), también hay que recordar que ni siquiera Cristo ha sido capaz de complacer a todos. Cuando se trabaja para el público hay que, no soñar demasiados reconocimientos y aplausos, sino prepararse a la indiferencia y a las críticas de los propios administrados, que tienen una psicología curiosa.

La ha descripta Arístides Brianel, varias veces Primer Ministro de Francia. En un negocio – dijo – entra un loco con un bastón en la mano; tira golpes a ciegas contra las cerámicas y deja todo en pedazos. La gente se para, corre de todos lados, admira la proeza. Alguna hora después cae al negocio un viejito con una caja de resina bajo el brazo; se quita el abrigo; se pone los anteojos y, con una paciencia de cartujo, se pone – en medio a todos esos fragmentos – a reacomodar los jarrones rotos. ¡Estad seguros de que ninguno de los pasantes se parará a mirarlo!

Vuestro,

                         BERNARDO DE CLARAVAL

Octubre de 1971

http://www.papaluciani.com/esp/ensenanzas/cartas/ilustrisimos/bernardo1.htm

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