Filosofía y educación

Razón e historia

Por Manuel FRAGA IRIBARNE – Ya.  18/12/1977.  Páginas: 2. Párrafos: 16.

Los revolucionarios del siglo XVIII estaban convencidos de que iban a cambiar el mundo, y convencieron de ello a los demás porque tenían la razón de su parte. Enfrentaban la razón pura al legado informe de los tiempos pasados, a las supersticiones y prejuicios acumulados por los siglos y ofrecieron liberar al mundo con normas nacionales. La diosa Razón fue entronizada, a su tiempo, en la catedral de París.

Pronto se vio que la razón sola no resolvía los problemas sociales. Cada hombre tiene su propio aparato de razonar, y después de probar los excesos de la dictadura racionalista de Robespierre y el intento napoleónico de monopolizar la razón de toda Europa, la revolución desembocó en el liberalismo parlamentario. El parlamentarismo clásico se basó en dos ideas: una económica y otra política. El liberalismo económico suponía que, siendo todo hombre racional, elige en el mercado de lo que más le conviene; la vida económica es así un parlamento permanente de los consumidores. El liberalismo político parte de la base de que el Parlamento permite un contraste eficaz de opiniones entre los representantes del pueblo, cuyas mayorías reflejan la verdad más aceptable y la voluntad general.

Los nuevos revolucionarios no aceptan aquel planteamiento moderado. La razón no es ni la de cada hombre ni la que refleja un consenso parlamentario. Todo eso, dicen, es individualismo egoísta, manipulación del mercado por los más ricos y defensa de lo establecido por los parlamentarios burgueses. La razón no es individual, sino colectiva; es la razón de la historia la que vale. La mística revolucionaria actual se basa en la idea de la inevitabilidad del cambio; en el «destino manifiesto», contra el cual es inútil enfrentarse; en la culminación de un proceso histórico irreversible, que lleva ineluctablemente a la sociedad marxista.

Vale la pena examinar cómo se ha llegado a esta idea que domina, indudablemente, grandes sectores de la conciencia europea. Mientras en el siglo XVIII, y en el movimiento romántico, los conservadores se apoyaban en la historia, en la tradición, para hacer frente a los planteamientos racionalistas, son ahora los revolucionarios los que se han apoderado de la historia y pretenden monopolizarla en su favor.

Leo Strauss ha analizado en profundidad las etapas por las que el pensamiento occidental se ha metido en esta encerrona. La cristiandad medieval veía la historia de la humanidad como la realización del plan divino de la Redención; cada hombre vive su vida, en la cual ha de justificarse, para merecer la otra vida, para lo cual dispone de la ayuda de la gracia de Dios; la humanidad entera ha de justificarse también perfeccionándose en la justicia, y también tendrá en el fin de los tiempos su juicio universal.

Los tiempos modernos han planteado las cosas renunciando al otro mundo y solamente desde la perspectiva existencialista. Aquí tenemos que vivir y salvarnos; no hay más allá. A partir de esto viene lo que Strauss llama las tres olas de la modernidad. Primero, el derecho natural racionalista, preparado por el florentino Maquiavelo y desarrollado por Bacon, Hobbes, Spinosa, Descartes y Locke. «Fue Maquiavelo más grande que Cristóbal Colón, quien descubrió el continente sobre el cual Hobbes pudo edificar su doctrina.» No hay más derecho ni moral que el que emana de la natualeza humana; el hombre es un ser codicioso, ambicioso, combativo; hay que organizar un sistema en el cual sus propios intereses le lleven a respetar la ley. Maquiavelo busca un príncipe fuerte, capaz de dominar y engañar a los hombres en su propio beneficio. Hobbes va más allá y exige un poder absoluto que mantenga el orden y la ley.

Los dos grandes racionalistas se asustan de la razón individual, que lleva a la lucha de todos contra todos. Hobbes aclara que sólo bajo un poder supremo hay libertad, de modo que no cabe más opinión y expresión que la autorizada.

HOBBES ha conocido la inseguridad de la guerra civil inglesa y no quiere bromas. Recuerda al hombre moderno que la moral tradicional ya no le defiende; que lo más importante es la propia conservación; que ésta obliga a renunciar a muchas cosas; que esa seguridad mutua es la única fuente de justicia y de moralidad. Con ello inicia la transferencia del derecho natural racional a una concepción del Estado como estabilizador de la historia.

A finales del XVIII y comienzos del XIX se produce el segundo impulso. La revolución ha demostrado la insuficiencia del racionalismo individualista; ya Rousseau se lo había advertido a los enciclopedistas, oponiendo su «contrato social» y su «voluntad general» a visiones más ingenuas. Rousseau se había dado cuenta que sin religión las gentes no aceptan fácilmente la disciplina moral; habló por ello de una «religión civil» (la moderna ideología) y sentó las bases democráticas del Estado totalitario, como Maquiavelo y Hobbes habían sentado sus fundamentos autoritarios. Kant, y sobre todo Hegel, ampliaron las bases de este pensamiento y el idealismo hegeliano exalta al Estado como encarnación del espíritu en la historia.

HEGEL habla del «espíritu colectivo» como de algo que se refleja en la razón individual; no es la voluntad general la que define la verdad social, sino que ésta es el resultado, natural de la historia. Su enseñanza trastorna la vida intelectual y política de Europa. Todas las grandes aportaciones culturales de Nietzsche a Heidegger parten de un historicismo cada vez más radical, que no es el momento de analizar aquí en sus últimas consecuencia, en esa tercera ola de la modernidad que en Occidente ha llevado a unas interpretaciones filosóficas totalmente relativistas y, por lo mismo, de escasa solidez.

Pero el marxismo, nacido del hegelismo de izquierdas, ha sido el gran capitalizador del historicismo. Se ha adueñado del espíritu de los tiempos. Amenaza a los disconformes con que, quieran o no, su triunfo es inevitable, y que la apisonadora progresista los aplastará. Da a los suyos la certeza mística de que vencerán, pase lo que pase. Y lo que es más grave, ha establecido un nuevo criterio universal del bien y del mal.

Si en Siberia hay campos de concentración; si en Cambodia se liquida a millares de personas; si se degüella en esta o aquella parte de África la cosa es normal, porque va a favor de la tendencia histórica y de su justicia inmanente. Por el contrario, si en Argentina o Uruguay se reprimen las guerrillas o en Chile se sale de la anarquía a bayonetazos, se trata de algo monstruoso, porque se va a contrapelo de la historia. Los primeros son buenos; los segundos son malos. Todo queda arreglado desde el principio, como en las viejas películas del Oeste.

Es hora de enfrentarse con este mito ridículo. La Historia no es una película de buenos y malos, que se reconocen por la cara y por el traje. La Historia es cosa de hombres y de mujeres, de seres vivos, con virtudes y defectos, con aciertos y errores, con pasiones y anhelos, y por lo mismo algo imperfecto, pero real y no predeterminado. En ella «lo peor no es siempre seguro»; a menulo «Dios escribe con rayas torcidas» y el final no se sabe nunca. Ni tampoco entenderemos su sentido hasta que pase el tiempo; es decir, que serán otros ya los que lo entiendan.

Pero hay más: el planteamiento revolucionario es lo más antihistórico que existe. En su libro «Barbarie con rostro humano», B. H. Levy dice que «de Espartaco a los chinos de la revolución cultural no se conoce una rebelión que no sea una rebelión contra el tiempo, amnesia y olvido del tiempo, voluntad de ignorar y deseo de no durar». En realidad «la Historia no existe como proyecto y lugar de la revolución». Cuando se pueda escribir la verdadera historia de Rusia y de China y se sepan de verdad las cosas que hoy se ocultan se verá el gran parecido con períodos anteriores de la historia de los zares o de los viejos monarcas del Celeste Imperio.

La Historia está abierta, y todos podemos hacerla. El complejo progresista no está confirmado por los acontecimientos. Decían los antiguos que el destino arrastra a quien lo rechaza y conduce a quien lo acepta. Más bien debemos afirmar que la Historia se construye cada día, en la afirmación de las ideas y en la acción política. Pero tampoco es posible pensar que se la detiene poniéndole diques y barreras. Sólo los que construyen cara al futuro tienen porvenir.

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