Filosofía y educación

La falacia del éxito

Gilbert Keith Chesterton

Traducción de Juan Manuel Salmerón

 

Título original: «The fallacy of success», 
en All Things Considered

 

Han aparecido en nuestros días cierto género de libros y artículos que, en mi opinión sincera y solemne, pueden considerarse los más necios que nunca ha habido. Son más disparatados que la más disparatada de las novelas de caballería, y mucho más aburridos que el más aburrido de los opúsculos religiosos. Porque al menos las novelas de caballería tratan de caballería, y los opúsculos religiosos, de religión; pero estos libros y artículos no tratan de nada: tratan de lo que suele llamarse éxito. En todos los quioscos, en todas las librerías, puede uno encontrar libros que explican cómo tener éxito. Libros que enseñan a los hombres cómo triunfar en cualquier cosa, escritos por hombres que ni siquiera triunfan como escritores. Digamos para empezar que no hay tal cosa como el éxito. Que una cosa tenga éxito simplemente significa que existe; un millonario tiene éxito como millonario y un asno como asno. Todo hombre vivo tiene éxito como ser vivo; todo hombre muerto puede haber tenido éxito como suicida. Pero dejemos aparte esta mala lógica y esta mala filosofía y entendamos por éxito lo que estos escritores y la gente corriente entienden por éxito, a saber, hacer dinero y crearse una posición. Lo que estos libros y artículos pretenden es decirle al hombre normal y corriente cómo tener éxito en su oficio o en sus negocios: cómo tener éxito como constructor si es un constructor, y como corredor de bolsa si es un corredor de bolsa. Pretenden enseñar al tendero cómo convertirse en un regatista; al periodista de tres al cuarto cómo puede llegar a par del reino, al judío alemán cómo mudarse en anglosajón. Lo dicen perfectamente en serio, y creo que la gente que compra esos libros (si es que hay alguien que los compra) tiene, si no el derecho legal, sí el derecho moral de pedir que les devuelvan su dinero. Nadie osaría publicar un libro sobre electricidad sin decir literalmente nada de electricidad; nadie osaría publicar un artículo sobre botánica en el que se viera claro que el autor no sabe qué extremo de la planta crece en el suelo. Pero nuestro mundo moderno está lleno de libros sobre el éxito y sobre gente con éxito que no contienen ninguna idea, y muy poco sentido verbal.

Es evidente que en toda ocupación honrada (como la del albañil o el escritor) solamente hay, bien mirado, dos modos de tener éxito. Uno es haciendo muy bien el trabajo, y el otro engañando. Ambos son tan simples que no necesitan explicación. Si uno se dedica al salto de altura, o salta más que nadie, o hace creer que salta más que nadie. Si uno quiere tener éxito jugando a la baraja, o es un buen jugador, o juega con los naipes marcados. Uno puede querer un libro sobre el salto de altura, o sobre los juegos de naipes, o sobre cómo hacer trampas con las cartas. Pero no puede querer un libro sobre el éxito. Menos aún un libro sobre el éxito como esos que abundan en el mercado. Podemos querer saltar o jugar a las cartas; pero no leer prolijas afirmaciones que no vienen a decir sino que saltar es saltar y que a las cartas ganan los ganadores. Por ejemplo, si esos escritores hablaran sobre el éxito en el salto de altura, dirían algo como esto: «El saltador debe proponerse un claro objetivo. Debe aspirar con todas sus fuerzas a saltar más alto que ningún otro competidor. No debe permitir que ningún sentimiento de piedad (a imitación de los repugnantes Little Englanders y Pro-bóers)° le impida “dar lo mejor de sí”. Debe recordar que el salto de altura es una competición muy competitiva, y que, como Darwin demostró soberbiamente, el más débil lleva las de perder». Algo por el estilo diría, y sería sin duda de grandísimo provecho si se le leyera en voz baja y tensa a un joven que se dispusiese a saltar. Y si nuestro filósofo del éxito diera en divagar sobre el otro caso, el de jugar a las cartas, su estimulante consejo rezaría: «Al jugar a las cartas es de todo punto necesario no caer en el error (común a los emotivos humanitarios y a los librecambistas) de permitir que el adversario gane.  Hay que tener el ánimo pronto e “ir a ganar”. Han pasado los tiempos del idealismo y la superstición. Vivimos en una época de ciencia y crudo sentido común, y está ya más que probado que en todo juego gana el que no pierde». Muy excitante, de veras; pero confieso que si yo jugara a las cartas, preferiría leer algún modesto librito en el que se me explicaran las reglas del juego. Más allá de estas reglas, todo depende de nuestro talento o nuestra falta de honradez; y me comprometeré a proporcionar lo uno o lo otro… aunque no seré yo quien diga cuál.

Repasando una popular revista encuentro un divertido ejemplo que viene que ni pintado. Se trata de un artículo titulado «El instinto que nos hace ricos» y lo ilustra un magnífico retrato de lord Rothschild. Hay muchas formas, honradas y menos honradas, de hacerse rico; pero, que yo sepa, el único «instinto» que nos hace ricos es el que la teología cristiana denomina crudamente «pecado de avaricia». No es de este instinto, sin embargo, del que hablamos ahora. Deseo citar los exquisitos pasajes siguientes como ejemplo del típico consejo sobre cómo hacerse rico. Es sumamente práctico y no deja lugar a dudas acerca de lo que debemos hacer: «El nombre de Vanderbilt es sinónimo de riqueza conseguida por modernas empresas. “Cornelius”, el fundador de la familia, fue el primero de los grandes magnates del comercio norteamericano. Cuando empezó era el hijo de un pobre granjero; cuando acabó era un multimillonario. Tenía el instinto de hacer dinero. Supo aprovechar las posibilidades que ofrecían la aplicación del motor de vapor al comercio transoceánico y el nacimiento del ferrocarril en los ricos pero poco desarrollados Estados Unidos de América, y amasó una inmensa fortuna. Está claro, sin embargo, que nosotros no podemos seguir exactamente los mismos pasos que siguió este gran rey del ferrocarril. A nosotros no pueden presentársenos las mismas oportunidades que él supo aprovechar. Las circunstancias han cambiado. Pero, pese a ello, en nuestra propia esfera y en nuestras propias circunstancias, sí podemos  seguir sus métodos generales, sí podemos aprovechar las oportunidades que se nos presenten y ofrecernos a nosotros mismos una clara ocasión de ser ricos».

Por estas curiosas declaraciones vemos claramente lo que hay en el fondo de estos libros y artículos. No es simple negocio; ni siquiera es simple cinismo. Es misticismo; el horrible misticismo del dinero. El autor de esas líneas no tiene en realidad la más remota idea de cómo hizo Vanderbilt su dinero, ni de cómo lo hizo nadie. Cierto es que al final propone una especie de plan, pero que nada tiene que ver con Vanderbilt. Lo que él deseaba era postrarse ante el misterio de un millonario. Cuando adoramos algo, no sólo amamos su claridad, sino también su obscuridad. Nos complacemos en su opacidad. Es lo que le ocurre al hombre enamorado que se recrea pensando en lo irracionales que son las mujeres. Es lo que le ocurre al poeta piadoso que canta al Creador y se deleita afirmando el misterio del designio divino. El escritor del citado pasaje no parece tener relación alguna con Dios, ni creo (a juzgar por lo muy poco práctico que es) que haya amado nunca a una mujer; pero adora su objeto de culto –Vanderbilt– exactamente de la misma manera mística. Se regocija en el secreto que su deidad Vanderbilt le oculta y, embargada el alma en una especie de rapto de astucia, éxtasis simoníaco, cree estar diciendo al mundo ese terrible secreto que no conoce.

Prosigue el mismo escritor, refiriéndose a ese instinto que nos hace ricos: «Antiguamente se conocía su existencia. Los griegos lo ilustran con el mito de Midas, el del “toque de oro”. Midas era un hombre que todo lo que tocaba lo convertía en oro. Su vida no fue sino un prosperar entre ricos. Todo cuanto caía en sus manos lo mudaba en el valioso metal. “Una leyenda absurda”, decían los sabelotodos victorianos. “Una verdad”, decimos nosotros hoy día. Todos sabemos de hombres así. Todos hemos conocido a alguna de estas personas que convierten en oro cuanto tocan o hemos leído sobre ellas. El éxito los persigue. El  camino de sus vidas conduce infaliblemente a lo alto. No pueden fracasar».

Pero Midas, por desgracia, podía fracasar y fracasó. El camino de su vida no conducía infaliblemente a lo alto. Murió de hambre porque cuando tocaba una galleta o un bocadillo de jamón los convertía en oro. Este es el verdadero sentido del mito, aunque el escritor se cuide bien de ocultarlo y trace algo muy parecido a una semblanza de lord Rothschild. Verdad es que la sabiduría de las viejas fábulas de la humanidad es insondable; pero no por ello debemos expurgarlas en beneficio del señor Vanderbilt. No veamos en el rey Midas un ejemplo de hombre con éxito; fue un fracasado digno de lástima. Para colmo, tenía orejas de burro y, como la mayoría de las personas ricas y famosas, procuraba ocultarlas. Pero a su barbero (si no recuerdo mal) no pudo evitar confiarle esta peculiaridad, y el barbero, en vez de actuar como un alumno aventajado de la escuela del éxito a toda costa y hacerle chantaje, corrió a contarles el escandaloso chisme a los juncos, que se rieron a gusto. Y se cuenta que ellos a su vez lo refirieron a los vientos que los balanceaban. Contemplo con reverencia el retrato de lord Rothschild; leo con reverencia los logros del señor Vanderbilt. Sé que no puedo convertir lo que toco en oro; pero sé también que nunca lo he intentado, porque prefiero otra clase de sustancias, como la hierba y el buen vino. Sé que esas personas triunfaron en algo, que fueron mejores que alguien; sé que son una clase de reyes como nunca los hubo; que crearon mercados y conquistaron continentes. Pero, así y todo, no dejo de tener la impresión de que ocultan algún pequeño hecho doméstico y hasta he creído a veces oír en el viento las risas y el cuchicheo de los juncos.

Esperemos por lo menos vivir lo bastante para ver esos absurdos libros sobre el éxito debidamente ridiculizados y olvidados. No nos enseñan a triunfar, sino a ser arrogantes y presumidos; divulgan una especie de pérfida poesía de lo mundano. Los puritanos están siempre denunciando los libros que excitan la lujuria, ¿qué diremos nosotros de los libros que excitan pasiones aún más viles, como la avaricia y la soberbia? Hace cien años teníamos el ideal del Industrioso Aprendiz y les decíamos a los mozos que ahorrando y trabajando podían llegar a alcaldes.° Era mentira, pero era viril y encerraba cierta verdad moral. En la sociedad actual la templanza no ayudará a un pobre a enriquecerse, pero sí puede ayudarle a respetarse. El buen trabajo no lo hará rico, pero sí puede hacerlo un buen trabajador. El Industrioso Aprendiz medra gracias a pocas y modestas virtudes, pero virtudes al fin. Mas ¿qué diremos del evangelio que se predica al nuevo Industrioso Aprendiz, el aprendiz que medra no por sus virtudes sino abiertamente por sus vicios?

 

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