Filosofía y educación

LOS FUNDAMENTOS DE LA BIOÉTICA

por Mario Caponnetto

A Agustina Lucía

Sumario.

I. Antecedentes de la cuestión. 1. El origen de la bioética actual. 2. La ciencia como amenaza: la advertencia de R. V. Potter. 3. La bioética como puente entre el mundo de la ciencia y el mundo de los valores. 4. Examen crítico de las ideas de Potter. 5. La bioética después de Potter: un campo de dificultades.

II. La bioética y el problema de su fundamento científico. 1. Problematicidad del fundamento de la bioética. 2. Doble aspecto de esta problematicidad: histórico y epistemológico. 3. La disgregación de la ética y su impacto sobre la bioética

III. ¿Es posible hallar un fundamento de la bioética? 1. Hacia una búsqueda del fundamento de la bioética. El estatuto científico de la ética. 2. La ética y la técnica: sus relaciones mutuas. La connaturalidad ética de la técnica.

IV. Conclusiones.

 

 

I. Antecedentes de la cuestión

1. El origen de la bioética actual

Se ha dicho que el término bioética designa a una vieja ciencia con un nombre nuevo. Este juicio es cierto, bien que requiere de no pocas precisiones y de algunos ajustes conceptuales. Pero, por otra parte, no es menos cierto que nuestro interés inmediato es examinar la cuestión tal como ella se nos muestra en su estado actual. De allí que sea preciso partir, justamente, del análisis de la situación en la que hoy nos encontramos. En necesario, en consecuencia, comenzar, si se nos permite la expresión, por hacer un corte horizontal -entendiendo por tal la situación de nuestras preocupaciones hodiernas- antes de cualquier pretensión de un análisis longitudinal, esto es, de una visión histórica de las vicisitudes y metamorfosis sufridas a lo largo del tiempo por esta ciencia “tan antigua y tan nueva”.

Todos sabemos que la bioética contemporánea tiene su origen en un trabajo del oncólogo norteamericano R. V. Potter publicado, primero, como artículo en la revista Perspectives in Biology and Medicine, en 1970 y, posteriormente, como el primer capítulo de un libro editado en New Jersey, el año siguiente, 1971. El título del artículo era asaz sugestivo: Bioethic, the Science of Survival.[1] El libro se conoce con el nombre, no menos sugestivo, de Bioethics: Bridge to the Future.[2] Estos escritos constituyen, con toda justicia, el “acta de nacimiento” de la bioética actual y contienen, en germen, –pese a las muchas aguas que han pasado, desde entonces, bajo los puentes- todos los aciertos, pero, también, todas las dificultades de esta ciencia. La mayor de tales dificultades consiste, como tendremos ocasión de ver enseguida, en hallar un fundamento lo suficientemente sólido que nos permita avanzar de este abigarrado y heterogéneo conjunto de opiniones, corrientes, intenciones más o menos buenas, dispersión y pluralidad de modelos distintos y contrapuestos -que esto y no otra cosa es la bioética contemporánea- a la constitución de un saber razonablemente fundado y, por ende, de validez universal. Examinemos, pues, en primer término, los trabajos de Potter.

2. La ciencia como amenaza a la supervivencia humana

Las primeras reflexiones de Potter, en el artículo mencionado, se encaminan a describir la situación de la ciencia actual caracterizada, a su juicio, por un divorcio total entre el mundo de las realizaciones científicas y técnicas y el universo de los valores. Su intención no apunta exclusivamente al hombre; abarca a toda la ecología. Lo que afronta nuestra época, sostiene, es que la ética humana está separada de una comprensión realista de la ecología, tomada ésta en su más amplio sentido. De allí que su reclamo se extienda no solamente a la constitución de una ética que tenga en cuenta al hombre -considerado tanto individualmente cuanto integrante de comunidades y poblaciones- sino que avanza hacia una ética de la tierra, de la fauna, del consumo, una ética urbana, una ética internacional. Cada uno de estos aspectos reclama soluciones y acciones sustentadas sobre valores y hechos biológicos. Está en juego, nada menos, que la supervivencia integral del ecosistema. Necesitamos, por tanto, edificar una ciencia de la supervivencia a la que Potter bautiza con el neologismo (por vez primera empleado en el lenguaje médico) bioética para subrayar, de este modo, los dos ingredientes esenciales del nuevo saber, el mundo de la vida y el mundo de los valores.[3]

Potter califica a esta nueva ciencia como a una sabiduría (wisdom) y pone el acento en el sentido más propio del término, esto es, la filosofía en su estricto significado de amor a la sabiduría (love of wisdom). El cometido central de esta sabiduría no es otro que el de proporcionarnos un conocimiento de cómo usar el conocimiento (knowledge of how to use knowledge) en vista a la supervivencia del hombre, el bien social y el mejoramiento de la calidad de vida. Esta nueva sabiduría (new wisdom) es, para la humanidad de nuestro tiempo, una necesidad urgente. La posición de Potter es clara: la nueva ciencia ha de levantarse sobre los firmes pilares de la biología, pero una biología entendida y extendida más allá de los límites que hasta ahora nos eran conocidos. Esta ampliación debe permitir la inclusión de, al menos, los elementos esenciales de las ciencias sociales y de las humanidades en general.[4] Más adelante, las reflexiones de Potter siguen en el mismo tono. Así escribe:

“Las viejas preguntas acerca de la naturaleza del hombre y de su relación con el mundo, se vuelven cada vez más importantes cuando nos vamos acercando a las tres últimas décadas de este siglo, cuando decisiones políticas tomadas en la ignorancia del conocimiento biológico, o en desafío a él, puede arriesgar el futuro del hombre y de hecho el futuro de los recursos biológicos del suelo para las necesidades humanas. Como individuos hablamos del “instinto de supervivencia”, pero la suma de todos nuestros instintos individuales de supervivencia no basta para garantizar la supervivencia de la especie humana […] Un instinto de supervivencia no es suficiente. Debemos desarrollar la ciencia de la supervivencia, y ésta debe comenzar con un tipo nuevo de ética, la bioética”.[5]

Pero para nuestro autor no es suficiente presentar una versión diluida de la biología contemporánea. Por eso, en su trabajo, nos ofrece una serie de conceptos biológicos que responden, en todo, a una concepción mecanicista de la biología. En este punto la posición de Potter es clara: él se define decididamente por el mecanicismo. No se trata, sin embargo, de un mecanicismo a ultranza. Reconoce que ciertas formas de reduccionismo biológico (la biología molecular, por ejemplo) han contribuido a generar la idea del científico como opuesto al humanista. En el polo opuesto, el vitalismo (corriente biológica a la que descalifica en duros términos) significa, también, un obstáculo para la constitución de la bioética.[6] Su conclusión es que se debe integrar los principios del reduccionismo y los principios del mecanicismo.

Pero quizá lo más significativo de las ideas de Potter resida en su concepción del hombre. Éste es entendido, sin más, como una máquina (y este punto no admite, hoy, ya discusión alguna). Pero, ¿qué clase de máquina es el hombre? Siguiendo los conceptos del biólogo J. M. Reiner, nuestro autor se pronuncia de un modo inequívoco: el hombre es un sistema de control adapativo con elementos de desorden establecidos en cada nivel jerárquico o, para decirlo con palabras más claras, el hombre es una máquina cibernética propensa al error. Sobre esta premisa resulta posible explicar situaciones en las que la máquina humana, por razones que se nos escapan, invierte el cambio de un movimiento racional a otro irracional. Se trata de una variedad más de los cambios adaptativos que exhiben todos los mecanismos en cuya construcción existe, ínsita, una propensión al error. Así, un hombre que corre en dirección hacia la trayectoria de una pelota que él mismo ha arrojado con intención de alcanzarla, tropieza, de pronto, con un obstáculo imprevisto (un bloque de cemento o una serpiente). Si el mecanismo de control “funciona” adecuadamente, nuestro hombre en cuestión actúa “racionalmente” abandonando su intento de alcanzar la pelota. Pero si el mecanismo “falla”, bien puede el deportista cambiar el movimiento racional y, por ende, proseguir en su objetivo de alcanzar la pelota aunque ello signifique darse de bruces contra el bloque de cemento o exponerse a la agresión de la víbora instituyendo, de este modo, un patrón de conducta “irracional”.[7]

Ahora bien, esta idea clave de la adaptación fisiológica con posibilidad de error incluida, la proyecta Potter sobre tres aspectos fundamentales. En primer término, la adaptación fisológica misma que incluye el papel de las hormonas y una realineación de los procesos celulares en todo el organismo humano. En segundo lugar, la adaptación evolutiva que se aplica a las poblaciones y se vincula con las mutaciones genéticas. Tercero, y por último, la adaptación cultural, un proceso que afecta tanto a los individuos cuanto a las poblaciones y está referido a los cambios psicológicos y conductales. En este punto existen adaptaciones indeseables, vgr. la drogadicción, y otras deseables, tal el caso del uso masivo de las medidas anticonceptivas y la posibilidad de las mujeres de acceder a abortos médicamente seguros.[8] Y concluye:

“La idea que la supervivencia del hombre es un problema económico y de ciencia política es un mito que asume que el hombre es libre o podría verse libre de las fuerzas de la naturaleza. Estas disciplinas ayudan a decirnos qué quieren los hombres, pero se requiere de la biología para decirnos los que los hombres pueden hacer, esto es, qué constreñimientos operan en la relación entre la humanidad y el mundo natural. La bioética podría intentar equilibrar las apetencias culturales frente a las necesidades fisiológicas en términos de política pública. Una deseable adaptación cultural en nuestra sociedad sería un mayor conocimiento de la naturaleza y de las limitaciones de todas las formas de adaptación. La bioética, como yo la veo, intentaría generar una sabiduría, el conocimiento de cómo usar el conocimiento para el bien social, a partir de un conocimiento realista de la naturaleza biológica del hombre y del mundo biológico. Para mí, un conocimiento realista del hombre es un conocimiento que incluye su papel como un sistema de control adaptativo con tendencias al error establecidas en él. Esta visión del mecanicismo, que combina elementos reduccionistas y holistas, será totalmente incapaz de generar esa sabiduría a menos que complementada con una doble perspectiva, la humanística y la ecológica”.[9]

3. La bioética como puente entre el mundo de la ciencia y el mundo de los valores

Es en el libro Bioethics: Bridge to the future, donde Potter expone con mayor claridad su idea central de “construir un puente” entre el mundo de la ciencia y el mundo de los valores. Escribe allí:

“Hay dos culturas -ciencias y humanidades- que parecen incapaces de hablarse una a la otra y si ésta es parte de la razón de que el futuro de la humanidad sea incierto, entonces posiblemente podríamos construir un «puente hacia el futuro» (que es el subtítulo de la obra) construyendo la disciplina de la bioética como un puente entre las dos culturas. Los valores éticos no pueden ser separados de los hechos biológicos. La humanidad necesita urgentemente de una nueva sabiduría que le proporcione el «conocimiento de cómo usar el conocimiento» para la supervivencia del hombre y la mejora de la calidad de vida”.[10]

Al igual que en el artículo antes comentado, Potter insiste en afirmar que la bioética se propone relacionar nuestra naturaleza biológica y el conocimiento realista del mundo biológico con la formulación de políticas destinadas a promover el bien social. Por esta razón, la bioética, en su más amplio y abarcante sentido, está no sólo referida directamente al hombre mismo -ya sea en el ámbito individual, de población o de especie- o indirectamente cuando el problema bioético afecta a su entorno ecológico, sino también a los demás seres vivientes (plantas o animales) y aún a la naturaleza inanimada. La bioética resulta, por tanto, un diálogo interdisciplinar entre vida y ética.

En los casi treinta años transcurridos desde la publicación de los trabajos de Potter, la “nueva sabiduría” por él propuesta ha conocido un desarrollo espectacular. En efecto, pocas disciplinas han generado tantas y tan extensas reflexiones, han suscitado tanto interés y han recibido una acogida tan grande en los ambientes académicos y aún en las sociedades civiles. Y esto a tal punto que para muchos la bioética será la ética del siglo por venir.

4. Examen crítico de las ideas de Potter

Las ideas de V.R. Potter que acabamos de resumir merecen un atento análisis. Ya hemos adelantado que los trabajos del oncólogo americano contienen, en germen, todas las, sin duda, notables y valiosas aportaciones de la bioética al conflictivo campo de la rehumanización de la técnica y, a la vez, todas sus actuales dificultades y limitaciones. Se impone, pues, un discernimiento detenido de las tesis sustentadas por nuestro autor.

a) En primer término se ha de computar como un mérito indiscutible de Potter haber sido el primero, de entre los científicos de hoy, en llamar la atención acerca del peligro de una ciencia divorciada de los valores eticos y humanos. En este sentido, sus trabajos son una visión lúcida y realista del problema, exenta de tremendismos pero, a la vez, firme y esperanzada.

b) Ha movilizado la conciencia científica general habida cuenta de la universal aceptación de sus advertencias.

c) La expresión “conocimiento de cómo usar el conocimiento” es un feliz hallazgo toda vez que, en el fondo, define adecuadamente el cometido de la ética que no es otra cosa que un conocimiento ordenado a la acción (en este caso el recto uso de los recursos científicos) en vista del bien social expresión esta que, a nuestro juicio, puede ser tomada en el sentido de bien común.

d) La idea de trazar un puente entre el mundo de los hechos biológicos y el mundo de los valores es, en sí misma, plausible en la medida que advierte el lamentable divorcio de las ciencias y la filosofía en general y de la moral en particular. Sobre qué “terreno” descansarán los pilares de ese puente, ya es otra cuestión que más adelante analizaremos.

e) Su pretensión de amalgamar en una suerte de compacto o, mejor, de híbrido, a la biología, las ciencias sociales y las humanidades con un desconocimiento total de la inviabilidad epistemológica de semejante amalgama, constituye, a no dudarlo, uno de los flancos débiles de la propuesta de Potter. Esta debilidad se acentúa al pretender una primacía y dirección por parte de la biología.

f) También resulta problemática su propuesta de “integrar” la visión mecanicista de la biología con el reduccionismo biológico, el holismo y las vagamente llamadas humanidades. Ni se ve claro dónde residiría para Potter el punto de integración de visiones tan opuestas y contradictorias. Por otra parte, su enérgica exclusión del campo científico del llamado vitalismo biológico al que relega al ámbito de las convicciones religiosas es, además de un grave desconocimiento histórico, un vestigio de evidente cientificismo racionalista.

g) La visión mecanicista de Potter, como no puede ser de otro modo, no se limita al campo biológico sino que avanza peligrosamente sobre la antropología. Y este es el punto de máxima debilidad en la estructura de su propuesta. En efecto, la concepción del hombre como una máquina cibernética propensa al error, la reducción de la conducta racional (y, por ende moral) del hombre a simples desajustes de mecanismos de adaptación, la universalización de estos mecanismos de los cuales hace derivar el propio ethos social y cultural (el que no sería otra cosa que una extensión de los procesos biológicos) constituyen una muestra de craso materialismo y de grosero determinismo que ensombrece seriamente los indiscutibles méritos del trabajo.

h) La severa limitación de la libertad del hombre por criterios extremadamente biológicos junto con la ya mencionada reducción de esta misma libertad a las fallas de un mecanismo adaptativo son, de hecho, una negación -por lo menos implícita- de un recto y genuino sentido de la libertad responsable del hombre. Esto lleva, sin más, a la negación de la esencia misma de la ética. Todos sabemos que allí donde la libertad se suprime o se mengua hasta extremos incompatibles con la recta razón, la ética desaparece.

i) Puesto que el mecanicismo, por su parte, en lo estrictamente biológico y en lo filosófico, es una negación de la vida como fenómeno específico y configurado al homogeneizar, en una visión por lo bajo, la realidad de lo viviente y los complejos estructurales moleculares, esto es, la sustitución de la forma viviente por las propiedades elementales de la materia, por todo esto no vemos obligados a concluir que pese a sus innegables buenas intenciones, los escritos de Potter considerados como el acta de nacimiento de la bioética, permiten concluir que ésta ha nacido sin vida y sin ética.

5. La bioética después de Potter: un campo de conflictos

Lo que llevamos dicho explica que la evolución posterior de la bioética, en cuyo curso nos encontramos actualmente, haya dado lugar no a una ciencia sino a un campo de ambigüedades y conflictos. No es el momento de reseñar en detalle todos y cada uno de los pasos de esta evolución en las tres últimas décadas. Nos limitaremos a reseñar lo más significativo. Para ello vamos a analizar, con algún detenimiento, el interesante trabajo de Edmund Pellegrino, profesor de bioética en la Universidad de Georgetown, La metamorfosis de la ética médica. Una mirada retrospectiva a los últimos treinta años.[11]

Aunque, curiosamente, Pellegrino no menciona a Potter ni una sola vez a lo largo de su trabajo, sin embargo nos da una adecuada reseña histórica del desarrollo de la bioética (centrada, por cierto, en la ética médica que, pese a todo, sigue siendo el capítulo más relevante de esa disciplina),[12] reseña que abarca, precisamente, el período posterior a la publicación de los trabajos del oncólogo norteamericano. El texto que estamos comentando tiene un innegable sabor autobiográfico o, para decirlo mejor, el sabor de las cosas vividas a través de una extensa y rica experiencia asistencial y docente. De allí que sea un testimonio sumamente valioso.

Comienza Pellegrino con una referencia extraída, precisamente, de su propia experiencia. Así escribe:

“Cuando comencé a estudiar medicina hace cincuenta años, la ética médica era, como lo había sido durante siglos, un dominio circunscripto a la profesión médica, protegida del embate de los cambios culturales y enmarcada dentro de preceptos morales que parecían inmutables. Seguía exactamente igual hace treinta años, cuando comencé a estudiar, a enseñar y a observar de cerca esa disciplina. En efecto, lo único que parecía inmutable en medio de la metamorfosis, que parecía afectar a la medicina en todos sus aspectos, era la ética médica. Hoy ese marco de referencia está padeciendo la más severa tensión de toda su historia. La ética médica se ha transformado en objeto de la más amplia preocupación pública. Cada una de las doctrinas está siendo seriamente cuestionada y es probable que haya que reformularlas. Bajo la presión de los conflictos morales que emergen en todos los aspectos de la cultura norteamericana, los apoyos morales se han ido desintegrando. El aspecto que tendrá la ética médica de aquí a diez años es algo difícil de predecir”.[13]

Cualquiera de nosotros, aun con una experiencia médica más breve en el tiempo, suscribe, en general, este preciso diagnóstico. Las propuestas de Potter, justamente, son el fruto de esos cambios culturales que afectan al marco de referencia moral al que hace mención Pellegrino y que no se circunscriben solamente a la cultura norteamericana sino que son patrimonio universal. La bioética, como vimos, es un producto de crisis. De una crisis global que afecta a todo el campo de nuestros conocimientos, a la que nada se sustrae y que se origina en graves y serios trastrocamientos en nuestra visión del hombre y de la naturaleza. Por eso prosigue Pellegrino:

“[…] los médicos deben estar conscientes de cuáles son los argumentos filosóficos en que se basan sus propios colegas cuando promulgan cambios drásticos en nuestra tradición ética. Algunas de las medidas que actualmente se busca legitimar, por ejemplo: el suicidio con ayuda del médico, la eutanasia voluntaria o incluso la involuntaria, el racionamiento del cuidado médico, la compraventa de órganos para transplantes, el arriendo de úteros o de huevos y espermatozoides cuentan, cada una de ellas, con racionalizaciones profundamente enraizadas en algún giro conceptual dentro de la teorización moral”.[14]

Tales “giros conceptuales” no son otra cosa que las radicalizaciones tanto de una ética utilitarista cuanto de una ética puramente formal. Estas corrientes del pensamiento ético han llegado, en nuestros días, a extremos casi inconcebibles al punto de negar hasta la propia condición de persona al embrión, al feto y a los incapacitados.

A continuación, el autor hace referencia al período de la ética hipocrática, período que denomina “de tranquilidad”. Apunta correctamente al señalar que esa ética -basada en la gran tradición de la filosofía helénica- era, más que un conjunto de preceptos, una consideración de las metas globales de la vida moral del hombre, de lo bueno y de lo justo y del cultivo de las virtudes; entre estas últimas, la frónesis, prudencia o juicio práctico, adquiere el valor de una virtud clave […] mediante el cual el médico es capaz de discernir lo correcto y lo bueno al enfrentar una posición moral determinada”.[15]

Pellegrino no oculta su identificación con este tipo de ética. Acierta, también, en la descripción y enumeración de las causas de su abandono, casi general, en la sociedad norteamericana, a partir de los años sesenta. En realidad, es a partir de este abandono que se genera, a su juicio, la metamorfosis de la ética médica a que hace referencia el título de su trabajo.

“El resultado neto fue que surgieron dudas acerca de los fundamentos morales tradicionales de la sociedad en general y de la medicina en particular, creándose así una demanda de modelos alternativos para la enseñanza y la práctica de la ética médica. De este modo se abrió un camino para la indagación filosófica porque los objetos de debate eran, en definitiva, problemas de valores morales. Estos son los problemas permanentes que los filósofos han abordado desde siempre”.[16]

El artículo que estamos glosando hace, a partir de aquí, una enumeración y un análisis de los diversos modelos ético-médicos propuestos en las últimas décadas como sustitutos del modelo tradicional. Pasa revista, así, en primer término, al llamado modelo de los principios. Desarrollado sobre las ideas de W. Ross[17] y adaptado, posteriormente, por Beauchamp y Childress, en 1989 y 1984, respectivamente,[18] este modelo resultó sumamente atractivo al apelar a los conocidos cuatro principios de beneficencia, no maleficencia, autonomía y justicia como un modo de superar la falta de consenso de las diversas escuelas éticas. Tales principios, que se suponen universales y compatibles, por ende, con las diversas teorías ético-médicas, parecían llamados a resolver, mediante su aplicación a los casos concretos, las dificultades generadas por la pluralidad de modelos. Pero bien pronto se vio que, además de la dificultad que implica siempre la aplicación de una norma abstracta a los problemas singulares, este esquema fallaba por la falta de un ordenamiento jerárquico de los cuatro principios. En efecto, desde una perspectiva más próxima al orden tradicional, la primacía correspondía a la beneficencia, en cambio, en la perspectiva del individualismo de neto cuño americano, la tabla estaba encabezada por la autonomía. Estas dificultades y limitaciones hicieron que la teoría de los principios resultase fuertemente cuestionada tanto desde la filosofía cuanto desde el propio campo de la ética médica. Surge, así, el llamado antiprincipalismo según el cual para la ética médica resulta de muy escaso valor el enunciado de los principios. Lo que ésta requiere es la incorporación al discurso moral de elementos proféticos, narrativa y consideraciones de política pública que serían más adecuados que los principios para resolver los problemas morales claves.[19]

Pero, ¿cómo reemplazar los principios o, sobre todo, como aplicarlos a las decisiones morales singulares?, se pregunta Pellegrino. Para responder a este interrogante, nuestro autor describe, tres modelos alternativos, a saber, el modelo de las virtudes, la ética del cuidado solícito y la casuística. Respecto del primero, escribe:

“Una teoría de la virtud debería estar anclada en una teoría previa de lo recto y de lo bueno y en una teoría de la naturaleza humana en función de las cuales se puedan definir las virtudes. Requiere además una comunidad de valores que sustenten su práctica. Estoy razonablemente convencido de que la virtud y el carácter formarán parte de cualquier versión futura de la ética biomédica. Esto requerirá un nexo conceptual con los deberes, las reglas, las consecuencias y la psicología moral dentro de la cual la virtud de la prudencia juega un papel especial”.[20]

Sin duda que la apreciación de Pellegrino es correcta; pero ella misma se encarga de demostrar que una ética médica basada en la virtud exige un recto fundamento ético y antropológico del cual la bioética de nuestros días parece alejarse cada vez más. Con relación a la llamada “ética del cuidado solícito”, nuestro autor sostiene que si bien son muy pocos los que se atreverían a negar o a desestimar la solicitud médica en la atención de los pacientes, este modelo, sin embargo, no está exento de objeciones pues el concepto mismo de “cuidado solícito” está sujeto a una multitud de interpretaciones por lo que requiere, también él, un sólido fundamento. Algunos autores han objetado que con respecto a la solicitud en el trato de los pacientes juegan factores vinculados con el sexo (las mujeres, al parecer, son más solícitas que los varones), con las pautas culturales y las clases sociales, con lo que introducen elementos psicosociales en una cuestión ética. Estos elementos, en opinión de Pellegrino, pueden ser de gran ayuda pero no pueden reemplazar a los principios morales.[21] También el modelo casuístico, a juicio de Pellegrino, ofrece similares dificultades toda vez que la casuística requiere un consenso acerca de ciertos principios por lo que, en la actualidad, ella no ofrece una pauta confiable ni en la práctica ni en la teoría moral.

Analizadas todas estas alternativas, resulta interesante transcribir las conclusiones del autor:

“Resulta claro que las alternativas que se han propuesto frente al principalismo pueden enriquecer cualquier teoría médica. Ninguna de ellas es independiente de los principios, reglas u obligaciones, sin los cuales sucumbirían a las debilidades del subjetivismo. Lo que necesitamos es una infraestructura filosófica comprensiva que sostenga a la ética médica […] Esto requiere mucho más que un ecleticismo afable […] La ética médica es demasiado antigua y demasiado esencial para las vidas de los médicos, los pacientes y la sociedad como para abandonarla a las azarosas vicisitudes de las modas filosóficas o a las aserciones infundadas de los médicos”.[22]

Con esto hemos llegado al centro de nuestro tema: el fundamento de la bioética.

II. La bioética y el problema de su fundamento científico

1. Problematicidad del fundamento de la bioética

Como enseña Aristóteles, el estudio de cualquier cuestión que se nos proponga ha de partir del planteo de su problematicidad.[23] Debemos detenernos, pues, siquiera someramente, sobre el aspecto problemático que ofrece, en las actuales circunstancias, la búsqueda de un fundamento racional de la bioética, eso que Pellegrino, en su particular lenguaje, denomina “infraestructura filosófica”.

La máxima dificultad con que tropieza la bioética, hoy, es que no acierta a constituirse en una ciencia con un objeto material y un objeto formal claramente definidos y un método congruente con dichos objetos. Tampoco acierta, en consecuencia, a fijar su posición en el contexto de las ciencias, ni a determinar su carácter de ciencia práctica o teórica, de general o de aplicada. Digamos, de paso, que en esto la bioética no está sola: es un problema que, en mayor o menor medida, afecta a toda la ciencia contemporánea conformada según el modelo matemático a partir de Renato Descartes. Esto crea un clima de profunda confusión. Hoy suele llamarse ciencia a ciertas series de conocimientos que, o bien, no alcanzan a realizar la razón de ciencia o, bien, si la alcanzan es de un modo bastante alejado y remoto. Ocurre que, con demasiada frecuencia, lo que circula como ciencia en los ambientes académicos no es sino un mero conglomerado de información, de criterios o presupuestos (casi siempre dispares y contradictorios) sin unidad formal alguna y, por cierto, sin adecuado fundamento en el ser. Esta situación afecta tanto a las ciencias teóricas cuanto a las ciencias prácticas y a las técnicas. Más aún, toda distinción real entre saberes teóricos, prácticos y poiéticos se ha desdibujado. Pero este desdibujamiento se ha hecho principalmente “hacia abajo”, si se nos permite la expresión. Lo que queremos decir es que la máxima afectación se observa en las ciencias prácticas (las morales como las técnico-productivas) que han asumido una suerte de papel rector y de ciencias por antonomasia del cual se encuentran demasiado lejos. Esto crea distorsiones graves. Ya vimos como Potter intenta, en cierto modo, deducir la bioética de una biología que es, propiamente, una biotecnología antes que un discurso acerca de los vivientes singulares, lo que, en su caso, se agrava aún más en la medida en que esa biología pretende conformarse al influjo del modelo informático. (Resulta ocioso aclarar que la informática no es una ciencia en sentido estricto sino un saber hacer técnico-productivo cuya finalidad es la fabricación de buenos instrumentos). Pues bien, es gracias a ese influjo que el hombre acaba por ser, para Potter, tan sólo un mecanismo cibernético dotado de capacidades adaptativas pero estructuralmente propenso al error. Sobreviene inevitablemente una disyunción en el pensamiento pues, por una parte, se afirma la existencia de la libertad y de los valores morales (hacia los cuales se pretende tender un puente de unión para salvar su separación del mundo “científico”) pero, por otra, se niega la libertad y la consecuente posibilidad de realización de valores cuando la conducta moral humana es reducida a uno más de los mecanismos biológicos adaptativos. La lamentable contradicción en la que incurre Potter es paradigmática de la forma mentis de los modernos. No es, por tanto, exclusiva de este autor. Más bien nos inclinamos a pensar, que pese a toda su innegable buena voluntad, el padre de la bioética no ha podido sustraerse a las influencias plasmadoras del hábitat intelectual que caracteriza a nuestra época.

Por tanto, insistimos en subrayar que el fundamento de la bioética adquiere, en nuestros días, un carácter profundamente problemático hacia el cual, dirigiremos, a continuación, el foco de nuestra crítica.

2. – Doble aspecto de esta problematicidad: histórico y epistemológico

El problema del fundamento de la bioética abarca dos aspectos que, aunque estrechamente ligados, conviene no obstante analizar por separado: el histórico y el epistemológico.

Históricamente es bien conocido que Descartes inaugura la entronización de la matemática como la dea scientiarum, sitial que los antiguos habían reservado a la metafísica. Este es un hecho de sobra conocido y los textos cartesianos al respecto han sido citados hasta la saciedad. No incurriremos, pues, en repeticiones innecesarias. Pero, tal vez, no se ha meditado lo suficiente que detrás de este acontecimiento central de la historia de la filosofía moderna subyace un cambio más sutil y profundo aún que el que pueda suponer, a primera vista, el mero reemplazo de un paradigma científico por otro. Nos estamos refiriendo a un hecho, único considerado en sí mismo, pero bifronte, a saber, que ese reemplazo de paradigmas científicos significó, de un lado, un eclipse progresivo (hasta hacerse total) del intellectus parejo a un predominio crecientemente abusivo de la ratio y, por otro, una radical transposición del horizonte existencial del hombre: de animal orante y metafísico pasó a ser el más perfecto animal de rapiña (según la expresión de Spengler) gracias a la incesante posesión y perfección de su arma más eficaz, la técnica.

Para ser justos, hay que decir que el propio Descartes muy poco tuvo que ver con este hecho. Él fue, más bien, un espíritu profundamente religioso (toda su obra la puso al servicio de la Iglesia) y una mente metafísica nada despreciable. De modo que no se ajusta ni a la verdad ni a la justicia históricas cargar sobre Descartes todo el peso de un proceso que se inició antes que él y que continúa hasta hoy. Desde luego que sus ideas influyeron, y siguen influyendo, de manera decisiva. Pero más allá de esta aclaración detengámonos en el significado del hecho mismo.

¿Qué significó, en efecto, ese eclipse del intellectus parejo a un abusivo y hasta despótico predominio de la ratio? Nada menos que una genuina disminución -tanto más grave en tanto obedeció a un deliberado propósito- de nuestra facultad cognoscitiva y de nuestra posibilidad cierta de conocer la verdad. Fue una amputación de la capacidad humana de hacer efectivo aquel antiguo precepto de los clásicos: conócete a ti mismo. Ese conocerse a sí mismo traía, por añadidura, el conocimiento de todo aquello que no es el hombre mismo: Dios y el mundo. La realidad se fue, así, estrechando hasta, de hecho, desaparecer. Por su parte, la radical transposición del horizonte existencial del hombre cercenó la realización efectiva del bien más entrañablemente humano, a saber, el destino de eudaimonía (que el cristianismo elevó hasta el grado de beatitud) que es la razón última de todo conocimiento cualquiera sea su naturaleza o su rango.

Ahora bien, si dejamos el plano de las consideraciones históricas y pasamos a los aspectos epistemológicos, observamos que la destronización de la metafísica condujo a una “monocronía científica” que transformó a toda la ciencia en un páramo. Fue, casi, una segunda expulsión del Edén. Ya no fue un Jardín[24], privilegiado lugar de encuentro del alma con Dios y con la Physis, el recinto del hombre sino el Desierto. Aquí está, a nuestro juicio, la razón profunda y final de todas nuestras dificultades científicas incluidas, desde luego, las que ahora nos ocupan respecto de la bioética.

La matematización de las ciencias produjo en el ámbito de las ciencias prácticas -la ética y la técnica- una grave distorsión en el modo mismo de ser concebidas. Tal distorsión puede resumirse como la asunción, por una parte, de las ciencias morales de las características de las ciencias matemáticas, a saber, una pretensión de exactitud, un fin no moral, una univocidad metodológica y una neutralidad valorativa (lo que explica el problema de una política que se convierte en técnica del poder, de una sociología que se estructura al modo de la física y termina siendo mera descripción de hechos sociales, el de una economía reducida a pura técnica crematística con prescindencia de su fin propio que es servir a la vida humana virtuosa en la dimensión de la Polis) y, por otra, el fenómeno genuinamente posmoderno de una técnica, que al tiempo que se constituye en la única posibilidad válida de acceso del hombre al conocimiento del mundo (tecnociencia) rompe definitivamente sus lazos vitales con la ética. En estas condiciones ¿dónde asentar los pilares que sostengan el puente propuesto por Potter? De ello hablaremos enseguida.

3. La disgregación de la ética y su impacto sobre la bioética

El problema fundamental que hoy afecta al fundamento de la bioética surge a partir de lo que llevamos dicho: el eclipse del intellectus y el predominio abusivo de la ratio. Abandonado el ejercicio del hábito de los primeros principios no quedan, por una parte, sino el racionalismo con su secuela de innúmeras construcciones de la razón y, por otra, un craso empirismo que reduce la experiencia al mero fenómeno sin avanzar más allá. La ética ha sufrido el impacto de ambos. Por eso se encuentra, hoy, en un estado de disgregación.

En un interesante estudio de S. S. Juan Pablo II, de su época de profesor de filosofía en Cracovia, se analiza en profundidad este hecho. Comienza el Papa por señalar esta situación de disgregación de la ética cuya responsabilidad asigna claramente a esos dos polos, racionalismo y empirismo.

“El juicio crítico en el cotejo de las fuentes y de los criterios de la ciencia de los valores ha hecho surgir entre los pensadores dos orientaciones […] Ellas son una suerte de dos tendencias extremas en la teoría de la ciencia sobre las cuales gravitan el pensamiento de los tiempos modernos y el pensamiento filosófico contemporáneo. El primer polo es el empirismo y aquellos que tienden hacia él se llaman no sólo empíricos, sino -por razones de las que enseguida hablaremos- empiristas. A propósito de estos últimos no basta decir que los fundamentos de la ciencia de los valores son buscados en la experiencia sino que es necesario precisar mejor de qué experiencia se trata. Como sabemos, la noción de experiencia no es estrictamente unívoca y, por consiguiente, tampoco aquella orientación de la ciencia que definimos como empírica es uniforme […] El segundo polo hacia el que se va enderezando el pensamiento filosófico contemporáneo podría ser definido como racionalismo o, más radicalmente, apriorismo. Dado que el término «racionalismo» tiene más de un significado, es necesario en este caso precisar que se trata de aquella orientación que, en la aspiración a la certeza científica, busca el punto de partida en el carácter inmediatamente decisional de los juicios primarios […] En efecto, el apriorismo sostiene que tales juicios primarios tienen su origen inmediata o directamente manifiesto exclusivamente en la razón y no en la experiencia. El empirismo, en cambio, considera como fundamento, esto es como fuente y criterio de objetividad del conocimiento, propiamente la experiencia».[25]

El claro y luminoso texto que acabamos de transcribir pone en su punto central el problema de la epistemología contemporánea: una suerte de tensión o de fisura en la constitución de la ciencia entre un empirismo que reduce el campo de la experiencia a la mera experiencia sensible y un racionalismo apriorístico que, rechazando la experiencia, busca el fundamento del saber en los postulados de la propia razón. Para Wojtyla:

«De este modo la fisura de naturaleza epistemológica parece indicar también un »astigmatismo» fundamental del hombre en el campo del conocimiento, del cual probablemente nace, al final, una inclinación al escepticismo y al agnosticismo. ¿Qué sentido tiene, por tanto, hablar de la unidad del conocimiento si las fuentes en las que abrevamos están de tal modo deformadas?».[26]

Tras esta precisa descripción, advierte Wojtyla que en el marco mayor de la situación de disgregación de la filosofía resulta más fácil captar la disgregación de la ética. Dentro de esa tensión entre empirismo y apriorismo racionalista, la situación de la ética ha llegado a ser aún más complicada respecto de las otras disciplinas filosóficas pues resulta difícil definir qué es realmente la ética, cuál su puesto en el contexto de las ciencias y, por último, si ella responde a los requisitos de una ciencia empírico-deductiva o más bien a los de una disciplina estrictamente deductiva cuyo objeto es la decisión acerca del valor cognoscitivo de las normas morales y, consecuentemente, su subordinación a través de una exacta determinación de las interdependencias lógicas entre ellas.[27]

Nos encontramos, continúa reflexionado el Papa, en presencia de una herencia de la filosofía crítica y, además, del positivismo. Este último ha dirigido su atención a los fenómenos morales y los ha examinado con método descriptivo. Con esto no ha ido más allá de una psicología (también ella descriptiva, desde luego) de los hechos morales o de una sociología (pura fenomenología de los hechos sociales) de la moralidad. En ambos casos la única preocupación de esta moral de cuño positivista es averiguar qué cosa se considera bueno o malo en un individuo determinado o en una dada situación sociocultural. Pero la pregunta central de la ética: qué es realmente lo bueno y qué realmente lo malo, se le escapa por completo. Las normas morales son, por tanto, tan sólo fenómenos psicológicos o sociales. Algo similar ocurre en el «polo» del apriorismo racionalista en el que se expresa una tendencia a atribuir  carácter científico a la doctrina moral entendida como un conjunto de normas subordinadas recíprocamente entre sí por vía deductiva. Pero esta deducción no resuelve, tampoco, el interrogante fundamental de la ética, es decir, la pregunta acerca de la normatividad intrínseca de las propias normas y de su capacidad de constituirse en el fundamento de la ética. La lógica de las normas puede permanecer por entero dentro de los límites de la ciencia moral. En ese caso podrá constituir una disciplina auxiliar de aquella lógica de las normas al reordenar las normas, existentes de hecho, en una moralidad determinada. Por eso concluye Wojtyla

» […] la respuesta al interrogante acerca del bien y del mal moral no solamente en el orden descriptivo sino más precisamente en el normativo, es una de las necesidades primarias del hombre. Según su naturaleza racional, la ciencia debería venir a ayudar la satisfacción de esta necesidad. La ética, en cambio, en su actual situación, una situación de disgregación, parece alejar de sí esta posibilidad».[28]

Resulta muy interesante seguir, con atención, este texto del Papa pues, ante la situación descripta, reivindica -en el más genuino sentido clásico- a la experiencia como el punto de partida de la ética. Esto lo lleva a un pormenorizado análisis del verdadero significado de la experiencia, en general, y de la experiencia de la moralidad, en particular. Wojtyla se encarga muy bien de precisar que cuando se trata de experiencia, en el terreno de la moral, esta expresión no encuentra correspondencia alguna con aquella otra que han puesto en circulación las corrientes sensistas y empiristas. El sentido de la experiencia, por el contrario, hunde sus raíces en la antropología; por eso no existe una experiencia puramente sensible pues el hombre no es un ser puramente sensible. Ella es, como veremos, un momento inicial y esencial en la constitución del conocimiento acompañado, siempre, de una necesidad de aspirar a la verdad.

La experiencia moral resulta ser, en realidad, experiencia de algo que es vivido y practicado por el propio hombre, en una doble dimensión, externa e interna. Es una experiencia estrechamente ligada a la experiencia del hombre, incluida en ella y hasta cierto punto identificada con ella. Pues es a través de esta experiencia que constamos que la moralidad es algo que pertenece inescindiblemente a nuestra naturaleza a tal punto que, si ella faltase, el hombre no estaría completo pues carecería de algo que es propio de su naturaleza. Y esto no se constata con ningún a priori racionalístico, ni surge de un mero fenomenismo psicológico o sociológico sino, que resulta una constatación a posteriori del dato de una experiencia ampliada en su horizonte, tal como llevamos aclarado.

Es indudable que toda esta problemática de la ética que acabamos de exponer se proyecta en la bioética. Ésta también tiene que constituirse a partir de la experiencia ética inescindible, como vimos, de la experiencia del hombre. De lo contrario, no tendrá otro destino que debatirse entre los polos de un empirismo psicosocial o un apriorismo racionalista y su suerte estará sellada: sucumbirá, junto con la ética, a esa situación de disgregación de la que nos habla Wojtyla.

Si analizamos con atención, los diversos modelos bioéticos que hoy se proponen es posible advertir que todos ellos son subsidiarios de uno de los dos polos antes mencionados. Esto quiere decir que, de un lado, se alinean los modelos que parten de un empirismo psicosocial (en realidad, más social que psicológico) y que son todas estas bioéticas fundadas en el consenso, propio de las sociedades democráticas y pluralistas (que, dicho sea de paso, han pasado a constituir el único modelo válido de convivencia social sin que se permita, siquiera, hacer entrar en el debate otras alternativas), consenso que en definitiva sustituye a la recta ratio como norma superior de las aciones morales. De otra parte, están aquellos intentos de construir la bioética a partir de los llamados «principios» o de cualesquiera otros sustitutos. Estas últimas bioéticas proceden bajo el influjo del apriorismo racionalista. En efecto, los llamados principios, tal como están formulados, responden más al carácter decisional de un juicio a priori que a la genuina noción de principios estrictamente hablando, aparte el hecho de que no todos son, propiamente, principios. Un principio es una verdad evidente de suyo que no requiere demostración precisamente por su evidencia intrínseca. Ahora bien, poseemos la ciencia de los principios como acto de dos hábitos naturales, a saber, el hábito de los primeros principios del conocimiento especulativo o intellectus (en el orden del conocimiento) y el hábito de los primeros principios del obrar práctico o sindéresis (en el orden del obrar moral). Yendo a la sindéresis -que es la que ahora nos interesa- su dictamen consiste en procurar el bien y evitar el mal. Este dictamen no está sujeto a error y constituye algo así como una suerte de conciencia primaria u originaria que juega un papel fundamental en el proceso de la generación del acto libre.

Pero si analizamos con detenimiento los cuatro principios propuestos por el «principismo bioético», sólo el de beneficencia -y su corolario, no maleficencia- podrían entrar en la categoría de verdaderos principios; no así la autonomía que, aparte su ambigüedad semántica, no posee categoría de principio sino, en todo caso, de conclusión. Igual razonamiento cabe hacer respecto de la justicia que es una virtud, y por tanto un hábito, por lo cual no vemos de qué modo pueda entrar en la categoría de un principio. La bioética del cuidado solícito, o la bioética de las virtudes, o la casuística presentan idéntico problema: pretenden «construir» la bioética a partir de un apriorismo racionalista.

Pero la bioética no se construye de ninguno de estos modos. El empirismo nos deja fuera nada más y nada menos que el problema fundamental de la ética: qué es el bien, qué es el mal. El apriorismo racionalista, además de la ingenuidad que expresa al pretender hacer salir la bioética de un conjunto de axiomas como si se tratase de la geometría, deja, también, fuera de consideración la justificación de la normatividad intrínseca y del carácter de fundamentos que poseen los supuestos principios. En el mejor de los casos, tanto los mal llamados principios cuanto los sustitutos procedentes del antiprincipalismo, no hacen sino permanecer -como lo señala el Papa Wojtyla- en el interior de un sistema moral al que hay que dotar, finalmente, de un fundamento filosófico (esto último, según vimos, lúcidamente advertido por Pellegrino) con lo cual volvemos al punto inicial sin haber resuelto nada.

III. ¿Es posible hallar un fundamento universalmente válido de la bioética?

1. Hacia una búsqueda del fundamento de la bioética. Estatuto epistemológico de la ética

Vista, bien que sucintamente, la problematicidad del fundamento de la bioética, pasemos, ahora, a examinar la posibilidad de su formulación. A nuestro juicio, la posibilidad de otorgar a la bioética un fundamento racional -y, por ende, universalmente válido- descansa sobre dos presupuestos. Primero, la bioética no es otra cosa que una ética aplicada, entendida esta expresión en el sentido de que ella no es sino una ética referida a determinadas acciones del hombre, esto es, aquellas acciones que tienen que ver con el uso recto y prudente de los recursos que ofrece una biotecnología en creciente y desordenado desarrollo. Segundo, la ética es una filosofía práctica, un orden que la razón considera en los actos de nuestra voluntad[29] y que se construye con la ratio naturalis por lo que sus conclusiones son necesariamente válidas para todos los hombres. De modo que la búsqueda del fundamento de la bioética ha de comenzar por establecer la estructura epistémica de la ética.

En el marco clásico de la ordenación y clasificación de las ciencias, la ética integra el conjunto de las ciencias prácticas. Este tipo de ciencias realiza alejada y análogamente la razón de ciencia, esto es, el de un conocimiento cierto por las causas. Las ciencias teoréticas, en cambio, (la metafísica, la matemática y la filosofía de la naturaleza conforme con la distribución hecha por Santo Tomás) son las ciencias en el sentido más propio por su mayor grado de certeza y por el orden y el nivel de causalidad que indagan. De allí que Aristóteles diga claramente que la ética no es una ciencia exacta y que, en consecuencia, así como no puede pedirse a un orador la exactitud del matemático ni aceptársele a éste razonamientos que no sean exactos, las mismas consideraciones cabe formular respecto del filósofo moral.[30] En consecuencia, el sano realismo aristotélico nos pone a buen resguardo de cualquier intento de hacer de la ética una ciencia exacta. Es este un primer hecho situante que debe ser resaltado toda vez que médicos y biólogos, familiarizados por su formación académica con las demostraciones concluyentes de los matemáticos, tienden, o bien a conformar una ética de acuerdo con tales demostraciones concluyentes (lo que conduce a fracasos inexorables) o bien, se inclinan a considerar a la ética como un bello discurso no científico, ligado a convicciones y tradiciones religiosas o a pautas culturales y sociales, cosas respetables pero ajenas, en definitiva, al ámbito científico. Pues bien, lo primero que se hace necesario es sostener el carácter científico de la ética con las precisiones antes señaladas.

Por otra parte, se impone, también, determinar debidamente cuál es el objeto material y formal de la ética, puesto que como enseñan Aristóteles y Santo Tomás cada ciencia adquiere su especificación en virtud de su objeto.[31] El primero de éstos, el material, esto es, aquello acerca de lo cual versa la ética, corresponde a un sector determinado de la realidad humana el cual puede definirse como una serie de fenómenos que podemos llamar fenómenos morales. Al examinar tales fenómenos caemos en la cuenta de que ellos no hacen referencia a un objeto natural ya constituido con anterioridad a nuestra acción sino, como bien recuerda Félix Lamas, en coincidencia con lo expresado por Wojtyla:

«[…] el objeto moral, de alguna manera está constituido por el hombre mismo. No es sólo algo […] relativo al hombre, sino que es algo realizado por el hombre, que en su existencia depende de la vida humana».[32]

Un objeto de estas características debe ser cuidadosamente distinguido. Desde luego que esta distinción procede de la experiencia -que es, por otra parte, el punto de partida de todo conocimiento científico- pero sin perder de vista que al no tener que vernósla con un objeto natural (como podría ser, por ejemplo, un ente físico cualquiera) sino con algo que el mismo hombre obra o hace, la distinción experiencial del objeto se torna no sólo más difícil sino más singular y peculiar.[33] Es decir (y volvemos a lo ya expuesto por Wojtyla), hay que apelar a un tipo especial de experiencia, la experiencia moral. ¿Cómo podemos caracterizar esta experiencia? En primer lugar, como toda experiencia es un contacto primero, directo e inmediato con la realidad, contacto principalmente cognoscitivo pero no únicamente cognoscitivo pues en el acto de la experiencia se integran elementos procedentes de nuestra esfera afectiva y emocional junto con nuestras determinaciones espacio-histórico-temporales. Además, no se trata sólo de un conocimiento sensible; la experiencia es, también, intelectual. En ella se dan, conjunta y simultáneamente, la percepción del singular y una primaria y germinal advertencia intelectual del ente, es decir, una aprehensión de que esto concreto y singular que percibo con mis sentidos es y es algo determinado. La presencia del ser se impone a nuestro espíritu desde la inmanencia misma de lo singular en un movimiento primordial de separación por el cual nuestras potencias cognitivas inician su ascensión de lo individual a lo universal, movimiento que, a manera de un círculo, se cierra con el retorno al singular (convesio ad phantasmata). Pero, además, la experiencia moral es una autoexperiencia desde el momento que el hombre se experimenta a sí mismo como el sujeto y el agente de sus propios actos. Queremos detenernos un instante en esta autoexperiencia. Hay en ella un momento que tiene, a la vez, un carácter central y originario: en el proceso de la autoexperiencia moral lo que experimentamos es nuestra condición de sujetos dotados de una naturaleza que marcha hacia su perfección pero, al mismo tiempo, nada hay en esa marcha de ineluctable y seguro. Es que este momento de la autoexperiencia moral nos anoticia de la radical diferencia entre el movimiento de rotación de un planeta (uniforme y sujeto a leyes físicas ineluctables) o la infalible atracción de la hoja de un árbol por el sol o el apareamiento isocrónico de un animal y los movimientos de nuestra voluntad que busca insaciablemente algún bien que la colme. En la primera serie de movimientos todo se cumple conforme a un proyecto preestablecido; salvo fallas de la naturaleza, todo acaba cumpliendo su fin. Pero no es esto lo que ocurre en los actos de nuestra voluntad. Nada nos asegura que ella llegue a consumar ese su propósito más propio al que aspira, esto es, la posesión de la felicidad que plenifica nuestra naturaleza; más aún, hay en nosotros una radical y misteriosa posibilidad de apartarnos de aquella felicidad y de caer por fuera de aquello que nuestra propia naturaleza exige. He aquí la autoexperiencia primaria, y a la vez terrible, de nuestra libertad. Henos aquí, de la mano de la experiencia, en el corazón mismo del fenómeno moral. De aquí en más proseguirá nuestra experiencia revelándonos una serie de otros fenómenos subsidiarios del fenómeno primordial: valores, tradiciones, instituciones sociales, normas, disposiciones propias, naturales unas, adquiridas, otras, etc., que nos ayudan a paliar nuestra esencial fabilidad. Llegamos así a configurar, por el camino de la experiencia, insistimos, el objeto material de la ética. Al objeto formal arribamos, también por idéntico camino. Porque es preciso otorgar a la pluralidad de los fenómenos morales una unidad y esa unidad se vincula con una ordenación de esos fenómenos a aquel dato que nos vino revelado por el momento central de la autoexperiencia moral, a saber, alcanzar un fin que es la consumación perfectiva de nuestra naturaleza humana.[34] En definitiva, la ética no es sino la ciencia que estudia los fenómenos morales en cuanto se ordenan a la perfección del hombre. Y a esto llegamos por el camino de la experiencia.

Ahora bien, la experiencia es sólo el inicio del camino. Después de ella viene toda una elaboración racional, metódica y sistemática, propia del conocimiento científico. Pero ¿podemos conocer nuestra naturaleza y, por ende, el fin que le es propio? Sí, aunque, a decir verdad, no sean estas cuestiones competencias de la ética la que, como ciencia práctica, es sólo un conocimiento ordenado a la acción. A estas cuestiones responde la filosofía, concretamente una antropología general entendida en términos de una teoría del hombre, iniciada -también ella- en la experiencia y deducida metódicamente y respecto de la cual la ética resulta ser una ciencia subalternada. Es decir que allí donde el hombre es capaz de aceptar los datos de una experiencia incontaminada y avanzar, luego, con los instrumentos de su razón natural, de lo menos conocido a lo más conocido, de lo particular a lo universal, la constitución de la ética es siempre posible. Y porque la ratio naturalis es patrimonio común de todos los hombres y porque ella procede del intellectus en tanto hábito ingénito y natural de los primeros principios del orden especulativo, sus conclusiones son necesaria y universalmente válidas.

2. La ética y la técnica: sus relaciones mutuas. Connaturalidad ética de la técnica.

Debemos, por último, referirnos a una cuestión que se vincula directamente con aquella idea del puente que elaborara Potter: nos referimos a las relaciones entre la ética y la técnica. En realidad, los pilares sobre los cuales asentar el famoso puente de Potter hay que ir a buscarlos en la gran tradición filosófica de Occidente. Aristóteles enseña (y Santo Tomás ratifica plenamente esta enseñanza) que la ética y la técnica son los dos hábitos de la razón práctica del hombre. En efecto, mientras la ética puede definirse como el hábito del recto obrar moral (la recta ratio agibilium), la técnica es el hábito productivo acompañado de razón valedera o, también, la recta ratio factibilium. [35]

Lo importante, a nuestro juicio, es que ambos hábitos correspondan a la razón práctica la cual es una junto con la razón teorética.[36] Insistimos en destacar esta unidad de la razón práctica, tanto se considere su operación ética cuanto su operación poiético-productiva. ¿Por qué? Porque en esa unidad como potencia -esto es, principio próximo de operación- reside la unidad de su modo de operación. En efecto, hay un modus operandi de la razón práctica que es el mismo ya se trate de su operación ética, ya de su operación técnica y que consiste en la imitación de la naturaleza, derivada, a su vez, de la semejanza del alma humana respecto de Dios. En el Proemio que antecede al comentario de la Política aristotélica, Santo Tomás inicia su exposición trayendo a colación un pasaje del segundo libro de la Física de Aristóteles en el que el Filósofo enseña que el arte imita a la naturaleza. Mas lo verdaderamente interesante es la exégesis que el Aquinate hace de este pasaje. Porque la razón por la cual el arte procede de una imitación de la naturaleza es una relación recíproca entre los principios, las operaciones y los efectos. Así, el intelecto humano es el principio de todas las cosas que el arte produce; pero el intelecto humano, por su parte, se deriva según una cierta semejanza del Divino Intelecto el cual, finalmente, es el principio de las cosas hechas según la naturaleza, esto es, de la Naturaleza inspiradora del arte. La conclusión es que las operaciones de la naturaleza y las del arte deben guardar alguna relación proporcional. Pues bien, ¿en qué consiste y en qué se funda esta relación? Consiste en la misma semejanza que liga a ambos intelectos: el intelecto humano se deriva del intelecto divino según una cierta semejanza. Y, a su vez, es esta semejanza la que funda la imitación por parte del intelecto humano del intelecto divino. Se trata de una semejanza en el ser y en el operar: porque el intelecto humano es en su ser una semejanza del ser del intelecto divino, el operar del intelecto humano es una semejanza e imitación del operar del intelecto de Dios. Porque es semejante a Dios el hombre opera semejantemente a Dios en un operar que es imitación del operar divino. Desde el momento en que se establece esta relación entre los principios y las operaciones se deduce sin dificultad, la relación proporcional entre los efectos: el arte, efecto del operar del intelecto humano, imita a la naturaleza, que es el efecto del intelecto divino.

Termina Santo Tomás este parte del Proemio con otra conclusión de singular importancia: la razón del hombre es sólo cognoscitiva de las cosas naturales, en cambio de las cosas que ella hace es, a un tiempo, cognoscitiva y productiva. Por eso, las ciencias humanas que consideran a la naturaleza son especulativas, en tanto que las ciencias que versan acerca de lo que el hombre hace son productivas u operativas.[37] No deja de ser llamativo que Santo Tomás introduzca el texto de la Física -y toda la exégesis correspondiente que hemos analizado- al iniciar el comentario de una obra eminentemente ética como es la Política. Creemos lícito intentar una lectura de este hecho. Por empezar estimamos que el sentido de esta traslación no se limita a la intención de poner ante los ojos del lector un mero ejemplo. La intención nos parece mucho mayor y, por consiguiente, más rica. A nuestro juicio, aquí Santo Tomás lo que intenta, justamente, es destacar la ya aludida unidad de la razón práctica tanto se considere su operación ética cuanto su operación poiético-productiva. Es sabido que en el lenguaje de Santo Tomás los términos no se ciñen a un significado restringido sino amplio. En cierto modo, el Aquinate juega con la pluralidad de sentidos de las palabras. Esto viene a cuento del empleo de la palabra arte en el texto de la Física y en el del Pooemium. Mientras en el primero, la palabra arte parece limitada a significar las operaciones productivas de la razón práctica (y de hecho es así), en el segundo, por el contrario, parece incluir todas las acciones prácticas del hombre, esto es, además de las productivas, las éticas. De hecho, lo que Santo Tomás nos ha legado en el Prooemium es una comprensión metafísica de la entera vida práctica del hombre. Y si no ha tenido escrúpulos en valerse para esta comprensión de un texto referido a la acción productiva es porque entiende que esta vida práctica acusa una unidad más allá de la diversidad de sus esferas de acción. Y la cifra de esta unidad, como resulta evidente en el texto y en el contexto, es la unidad en el modus operandi de la razón práctica, esto es, la imitatio naturae derivada de la similitudo del alma respecto de Dios.

La importancia de esta unidad reside en que por ella podemos deducir que la razón práctica no puede contradecirse: el bien que busca en el obrar ético no puede ser contrario al que busca con su operación técnica. La ética y la técnica son independientes en lo que hace a sus respectivos contenidos y, por ende, autónomas en sus respectivos campos de acción. Pero esa independencia no vale en el orden de los fines pues el fin de la técnica no puede contradecir el fin de la ética so pena de introducir un profundo desorden y una fractura en la misma razón del hombre. Es esto lo que he llamado alguna vez la connatural subordinación de la técnica a la ética, subsidiaria de una connatural unidad de la primera con la segunda. Lo que equivale a decir, sencillamente, que el bien útil no puede prevalecer jamás sobre el bien honesto.

En esta perspectiva unitaria no cabe pensar una ruptura entre ethos y tekné. Ambos están unidos en la existencia del hombre como dos actividades -sin duda distintas y distinguibles- pero procedentes de una única potencia, a saber, la razón práctica que es una en su ser y en su operación. Es en la unidad de la razón práctica, y únicamente allí, donde podremos plantar los pilares que nos aseguren un firme sostén del puente que Potter hace treinta años nos propuso levantar.

IV. Conclusiones

La bioética actual acusa, entre muchas, dos dificultades básicas. La primera, una pluralidad de modelos que es consecuencia directa de los criterios epistemológicos que hemos caracterizado como empirismo y apriorismo racionalista con sus secuelas de relativismo y agnosticismo. Frente a esta pluralidad, la solución que se promueve es la de una ética secularizada, laica, neutra y despojada de toda actitud valorativa. La segunda gran dificultad, vinculada con la anterior, es su falta de un adecuado estatuto epistemológico. Ambas dificultades se ligan estrechamente a la cuestión de la problematicidad de su fundamento racional y, por ende, científico y universalmente válido.

El camino para la solución de este problema ha de comenzar por admitir que la bioética no es sino ética aplicada y corresponde, por tanto, restablecer los fundamentos racionales y el status epistemológico de esta disciplina. Ello implica, necesariamente, la reivindicación de la experiencia antropológica como punto de partida de este particular saber científico y su posterior elaboración hasta su constitución como ciencia práctica subalternada a una antropología general. En definitiva, la verdad acerca del hombre nos dará el fundamento de la bioética.

La cuestión de cómo sea posible construir una bioética en conformidad con estos fundamentos que pueda ser aceptada en una sociedad de hecho pluralista y secularizada es una cuestión práctica que habrá de resolverse en la acción política y social procurando obtener el mayor consenso posible y el dictado de las mejores leyes, también posibles, que resguarden el derecho a la vida y la dignidad de la persona humana. Pero en el ámbito académico, el único camino viable es -más allá de cualquier circunstancia o condicionamiento sociales- la restauración y la purificación de la ratio naturalis cuyos postulados y conclusiones constituirán los preambula fidei que nos permitan superar, en una perspectiva sin tiempo, el proceso devastador del secularismo que hoy obnubila a la inteligencia contemporánea.


[1] Van Rensselaer Potter, Bioethics, the Science of Survival, Perspectives in Biology and Medicine, 1970, 14, 1, pp. 127-153.

[2] Van Rensselaer Potter, Bioethics: Bridge to the Future, Prentice Hall, Englewood Cliffs, New Jersey, 1971.

[3] Cf. Van Rensselaer Potter, Bioethics, the Science …, o.c., p. 127.

[4] Cf. Van Rensselaer Potter, Bioethics, the Science…, o.c., p. 127.

[5] Van Rensselaer Potter, Bioethics, the Science …., o.c., p. 130.

[6] “[…] los vitalistas son, frecuentemente, personas vinculadas con las humanidades o personas cuyas convicciones religiosas afectan su intento introspectivo de entender la biología […] un solo residuo válido del vitalismo contribuye a su detención (el de la bioética)” [Van Rensselaer Potter, Bioethics, the Science …, o.c., p. 131].

[7] Cf. Van Rensselaer Potter, Bioethics, the Science …, o.c., pp. 138-139.

[8] Cf. Van Rensselaer Potter, Bioethics, the Science …, o.c., pp. 147-150.

[9] Van Rensselaer Potter, Bioethics, the Science …., o.c., pp. 151-152.

[10] Van Rensselaer Potter, Bioethics: the Bridge to the Future, Prentice Hall, Englewood Cliffs, New Jersey, 1971, Prefacio.

[11] Edmund D. Pellegrino, La metamorfosis de la ética médica. Una mirada retrospectiva a los últimos treinta años, en Revista Chilena de Pediatría, 65 (3): 184-193, 1994. Traducción española de Alonso Gómez Lobo.

[12] Unánimemente se sostiene que la bioética es una disciplina que no se identifica con la ética medica. Puede decirse que el objeto material de esta última es más restringido puesto que atañe sólo a las acciones morales que se vinculan con los actos médicos en tanto que el de la bioética abarca todo lo relativo a la acción del hombre sobre los seres vivientes. Elio Sgreccia, por ejemplo, admite, a modo de mera descripción, una suerte de tres momentos o ramas de la bioética: la bioética general, la bioética especial y la bioética clínica; esta última, agregamos nosotros, se corresponde con la ética médica (Cf. Elio Sgreccia, Manuale di bioetica, I, Milano, 1994, p. 42). No obstante, habida cuenta de los estrechos lazos que unen y entrelazan a la biología y a la biotecnología con la medicina actual, resulta muy difícil, en la práctica, separar adecuadamente los campos de referencia correspondientes. De cualquier manera, mantenemos que la bioética clínica o ética médica es, a no dudarlo, la rama más relevante y propia de la bioética.

[13] Edmund D. Pellegrino, La metamorfosis…, o.c., p. 21. El subrayado es nuestro.

[14] Edmund D. Pellegrino, La metamorfosis…, o.c., p. 22.

[15] Edmund D. Pellegrino, La metamorfosis…, o.c., p. 23.

[16] Edmund D. Pellegrino, La metamorfosis…, o.c., p. 25.

[17] W. Ross, The Rigth and the Good, Oxford, 1930.

[18] T. Beauchamp, J. Childress, Principles of Biomedical Ethics, New York; Oxford, 1989; T. Beauchamp, L. Mc Gullough, Medical Ethics. The moral Responsabilities of Physicians, Prentice- Hall, 1984.

[19] Como exponentes del antiprincipalismo pueden citarse a B. Brody, K. Clouser, B. Hert, Holmes, A. MacIntyre, Gultafson, entre otros.

[20] Edmund D. Pellegrino, La metamorfosis…, o.c., p. 30.

[21] Cf. Edmund D. Pellegrino, La metamorfosis…, o.c., p 30. Respecto de quienes introducen objeciones de carácter psicológico, el autor cita los trabajos de Noddiings N. Caring: A Femenine Approach to Ethics and Moral Education, Berkeley, 1984; S. Gallaham, In Good Conscience: Reason and Emotion in Moral Decision-Marking, San Francisco, 1991; O. Flanagan, Varieties of Moral Personality: Ethics and Psychological Realism, Cambridge, 1991.

[22] Edmund D. Pellegrino, La metamorfosis…, o.c., pp. 31, 33.

[23] Cf. Aristóteles, Metafísica, III, capítulo 1, 995 a 27-b2.

[24] Esta idea del jardín como lugar del encuentro del hombre con la sabiduría la tomamos del Dr. Héctor J. Padrón quien nos las transmitió en un curso que tuvimos ocasión de escucharle en la Universidad Austral, en Buenos Aires, en marzo de 1998.

[25] Karol Wojtyla, I fondamenti dell’ordine etico, Città del Vaticano, 1989, p. 8. El subrayado es nuestro.

[26] Karol Wojtyla, I fondamenti…, o.c., p. 9.

[27] Cf. Karol Wojtyla, I fondamenti…, o.c., p. 9 y ss.

[28] Karol Wojtyla, I fondamenti…, o.c., p. 10.

[29] Cf. Sanctvs Thomas Aqvinas, In decem Libros Ethicorum Aristotelis expositio, I, lectio 1, n. 3.

[30] “Lo bueno y lo justo, de cuya consideración se ocupa la ciencia política, ofrecen tanta diversidad y tanta incertidumbre que ha llegado a pensarse que sólo existen por convención y no por naturaleza […] En esta materia, por tanto, hemos de contentarnos con mostrar en nuestro discurso la verdad en general y aún con cierta tosquedad […] Propio es del hombre culto no afanarse por alcanzar otra precisión en cada género de problemas sino la que consiente la naturaleza del asunto. Igualmente absurdo sería aceptar de un matemático razonamientos de probabilidad como exigir de un orador demostraciones concluyentes” (Aristóteles, Etica a Nicómaco, Libro I, capítulo III).

[31] Para un detallado estudio de este tema cf. Félix Adolfo Lamas, La ética o ciencia moral. Una introducción a la lectura de la ética nicomaquea, en Revista Circa humana philosophia, I, Buenos Aires, 1997, pp. 9-89.

[32] Félix Adolfo Lamas, La ética…, o.c., p. 14.

[33] Cf. Félix Adolfo Lamas, La ética…, o.c., p.10. En este mismo trabajo se encontrarán amplias referencias al concepto de experiencia y a su valor en la constitución del conocimiento científico.

[34] Cf. Félix Adolfo Lamas, La ética…, o.c. , p. 29 y ss.

[35] Aristóteles, Etica nicomaquea, VI, 1139b14-1140b8.

[36] Cf. Sanctvs Thomas Aqvinas, Summa Theologiae, I, q 79, a 11.

[37] Cf. Sanctvus Thomas Aqvinas, In libros Politicorum Aristotelis expositio, Prooemium, n. 1 et 2. Marietti, Taurini, Romae, 1951.

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