Filosofía y educación

EN TORNO 
AL ORIGEN
 DE LA VIDA

por RAUL O. LEGUIZAMÓN

Edición Original: 1984

Edición Electrónica: 2009

INDICE

Sobre el Autor

Dedicatoria

Prólogo

Presentación general y abordaje del problema

Introducción

¿Qué es la vida?

Hipótesis sobre el origen de la vida

¿Azar o ley?

Forma de abordar el problema

El abordaje experimental

Esquema general de la biogénesis

1ª Etapa:

La síntesis de los bionómeros

La fuente de energía

La atmósfera primitiva

El Experimento de Miller

2ª Etapa:

La síntesis de lo biopolímeros

El problema del agua

La fuente de energía

El argumento del tiempo

La asimetría molecular

El problema de la secuencia

La tesis de los coacervados

Termodinámica y la génesis del orden

Las leyes de la termodinámica

Los intentos por esquivar la ley de la entropía

Biogénesis y cristalización

Orden, organización, morfogénesis

¿Cómo se habrían originado las primeras proteínas?

Consideraciones finales

Epílogo

 

Sobre el Autor

 

El Dr. Raúl Osvaldo Leguizamón es médico, egresado de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Ha realizado su especialidad de Anatomía Patológica en las Universidades de Emory y Minnesota, EE.UU. También cursó estudios avanzados de Patología en la Universidad Juntendo, de Tokio, Japón.

Durante 22 años se desempeñó como anatomopatólogo del Hospital San Roque, de la ciudad de Córdoba, Argentina, donde fue miembro de la Comisión de Bioética. Ha sido docente en la cátedra de Patología, Histología y Biología Celular de dicha Universidad y profesor de preparatoria en las asignaturas de Biología y Química.

Desde hace muchos años se ha dedicado al estudio de la teoría de la evolución, sobre la cual ha escrito cinco libros: Y el mono se convirtió en hombre, La ciencia contra la fe, En torno al origen de la vida, Fósiles polémicos y Breve análisis crítico de la teoría de la evolución biológica, publicados en México y en Argentina, y numerosos artículos en diversas publicaciones de su país. También ha impartido conferencias y cursos sobre el tema.

Actualmente, y desde el año 2003, se desempeña como profesor-investigador en el Centro de Estudios Humanísticos y en el Departamento de Filosofía y Ciencia de la Universidad Autónoma de Guadalajara.

 

 


DEDICATORIA A mis padres, Tina y Raúl, por su abnegación, cariño y ejemplo. 
A mi esposa, Liliana, por su amor, comprensión y estímulo. 
A mis hijos, Raúl André y Sebastián, para que la Verdad ilumine sus pasos en la vida.

 

«La cuestión relativa al origen de la 
vida pertenece al grupo de los problemas 
más importantes y básicos de las
Ciencias Naturales… Sin ella, no puede, 
concebirse ni la más rudimentaria 
concepción del Mundo«.
Oparin

«La modestia conviene al estudioso, 
pero no a las ideas que posee y que debe defender«.
Monod

«Te doy gracias a ti, 
Dios Señor Creador nuestro, 
porque me dejas ver la belleza de tu creación, 
y me regocijo con las obras de tus manos. 
He proclamado la magnificencia 
de tus obras a los hombre que lean 
estas demostraciones, en la medida que 
pudo abarcarla la limitación de mi espíritu«.
Kepler

 


PROLOGO

Numerosos científicos de las distintas áreas del conocimiento — al igual que la gran mayoría de los divulgadores sobre el tema — son prácticamente unánimes en sostener que la vida se habría originado a partir de la materia inanimada, por la sola acción de las leyes naturales y al margen de cualquier factor extramaterial.

Frecuentemente — sobre todo en las obras de divulgación, libros de texto y programas televisivos — el tema es tratado en forma tal, que el lector no especializado sólo puede concluir que el origen de la vida a partir de la materia inanimada constituye no ya una teoría científica, sino un hecho demostrado, con pruebas abrumadoramente concluyentes a su favor.

Salvo pequeñas dudas referidas a detalles de orden circunstancial, todo parece estar satisfactoriamente explicado: los átomos se unen espontáneamente para formar moléculas simples, que luego — en el seno del mar primitivo — forman moléculas más complejas, las cuales finalmente se unen entre sí, dando origen a la vida.

Así de simple, así de claro, así de contundente.

Aun cuando a nivel de las publicaciones especializadas hay científicos que expresan dudas y reservas sobre el tema, estas opiniones no llegan prácticamente nunca al lector corriente, el cual es ilustrado, con singular insistencia — en el esquema arriba descripto.

Con raras excepciones éste es, sin duda, el consenso de opiniones del «establishment» científico y la actitud prudentes es, también sin duda, aceptar lo que los expertos dicen.

Esta es la actitud prudente.

Pero la actitud científica es justamente no aceptar lo que los científicos dicen. No, al menos, sin previo análisis crítico, puesto que la ciencia no debe basarse en la autoridad de nadie — ¡ni siquiera en la de los científicos! — sino en el análisis racional de la evidencia.

Dada la trascendencia del tema, me pareció sería de interés brindar al lector no especializado algunas reflexiones sobre esta cuestión, a manera de una revisión crítica de la postura «oficial» del «establishment» científico, respecto del origen de la vida.

Lo que, por otra parte, no es nada más que una actitud de fidelidad al método científico, que debe justamente basarse en la crítica — y no en la aceptación — de lo aceptado.

Para realizar este trabajo, me he basado en las obras de destacados científicos que — quizás por no aceptar la hipótesis materialista del «establishment» — no tienen, en general, acceso a las grandes editoriales y medios de difusión y por consiguiente no son conocidos por el gran público.

Aunque siempre es difícil hacer justicia a todos los autores con quienes se está en deuda intelectual, quiero mencionar a algunos de ellos, cuyas obras, por su profundidad y claridad, no puedo encomiar lo suficiente.

Georges Salet, biólogo y matemático francés, autor de la magistral obra Azar y certeza.

A. E. Wilder Smith, suizo-alemán, doctor en Química Orgánica por las universidades de Oxford, Ginebra y Zurich, autor, entre otras obras, de The Creation of Life y The Natural Sciences Know Nothing of Evolution.

Duane Gish, bioquímico americano, autor de la estupenda monografía Speculations and Experiments Related to Theories on the Origin of Life.

También he usado (y abusado) de las obras de Donald England, Henry Morris, James Coppedge, Leconte du Noüy, Leonardo Castellani, Etienne Gilson y otros que sería largo enumerar.

El estudio de las obras de estos autores me ha sido imprescindible para entender y profundizar la cuestión, y este humilde opúsculo sólo pretende ser un reflejo — aunque precario, fiel — del pensamiento de estos brillantes científicos y filósofos, a quienes me permito llamar verdaderos maestros.

Espero que, al menos en este caso, no se cumpla aquello que decía Papini, de que el Diablo suele vengarse de algunos maestros, dándoles discípulos.

 


PRESENTACIÓN GENERAL Y ABORDAJE DEL PROBLEMA

Introducción

El origen de la vida ha sido un motivo permanente de reflexión por parte del pensamiento especulativo de todos los tiempos.

El hombre siempre entendió que la aparición de la vida implicaba una nueva dimensión de la realidad, cuyo origen trató de explicar basándose en los conocimientos de la época.

Como es sabido, desde la más remota antigüedad y hasta hace relativamente poco tiempo — apenas un siglo — , se pensaba que la vida podía originarse en forma espontánea, a partir de la materia inanimada. En efecto, toda la experiencia parecía confirmarlo, ya que era un hecho de observación corriente el ver gusanos por ej. apareciendo «espontáneamente» en la materia orgánica en putrefacción, mosquitos en los pantanos, etc., con lo que se concluía naturalmente que la materia orgánica en putrefacción originaba los gusanos, el agua estancada los mosquitos, etc.

Lo cual — de acuerdo a los métodos de observación disponibles y a los conocimientos de la época — era una conclusión perfectamente lógica y razonable. Y también perfectamente equivocada, como hoy sabemos después de Pasteur.

Este investigador demostró — definitivamente — que, bajo las condiciones actuales de la naturaleza, no existe generación de vida en forma espontánea a partir de la materia inanimada. Todo ser viviente proviene de otro ser viviente. Toda célula se origina a partir de otra célula de su misma estirpe.

Pero, ¿y la primera manifestación de vida?, ¿de dónde provino?

Este es uno de los problemas más apasionantes de la Biología en este momento, que explica que muchas universidades dediquen cuantiosos recursos a su investigación y que incluso forma parte importante de las motivaciones científicas detrás del proyecto espacial.

Es conveniente aclarar que, a pesar de los experimentos de Pasteur, actualmente muchos científicos siguen creyendo en la generación espontánea de la vida a partir de la materia inanimada. Sólo que ahora no se la llama en general por ese nombre, sino por el más científico y elegante de «arquebiopoyesis» o «biogénesis primitiva»[1], afirmándose que los experimentos de Pasteur sólo demostraron que la generación espontánea no ocurre ahora, pero no, que no haya ocurrido en el pasado.

George Wald, por ejemplo, premio Nobel de bioquímica y profesor de la Universidad de Harvard, dice:

«Pienso que un científico no tiene otra opción que abordar el origen de la vida a través de una hipótesis de generación espontánea… (lo que Pasteur) demostró ser insostenible, es sólo la creencia de que los organismos vivientes se originan espontáneamente en las condiciones actuales».

Y continúa diciendo Wald:

«Uno sólo tiene que contemplar la magnitud de esta tarea (evolución de la vida primitiva a partir de sustancias inorgánicas), para conceder que la generación espontánea de un organismo viviente es imposible. Y sin embargo aquí estamos, como resultado — creo yo — de la generación espontánea»[2].

Como se ve, para algunos científicos, la imposibilidad de un fenómeno no afecta su credibilidad. Vale decir, que la generación espontánea será imposible, pero cualquier otra explicación es increíble…

Cabe señalar, que la nueva hipótesis de g.e. (generación espontánea) difiere de la antigua — de la de antes de Pasteur — en varios aspectos.

La primera diferencia es que, en el antiguo concepto de g.e., la vida — se suponía — aparecía bajo las condiciones ambientales actuales. En el nuevo concepto, en cambio, la vida — se postula — habría aparecido bajo condiciones ambientales completamente distintas a las actuales.

La segunda diferencia es que, en la vieja hipótesis, la g.e. tenía lugar rápidamente — en días o semanas — y de una sola vez. En la nueva, la g.e. requiere millones de años y se habría producido por etapas.

Como consecuencia inmediata de estas dos diferencias, tenemos una tercera, y es que la vieja hipótesis era susceptible de un abordaje experimental directo. Lo que es obviamente imposible en el caso de la nueva.

Además, la vieja hipótesis de g.e. era en realidad vitalista, ya que postulaba la existencia, en la intimidad de la materia, de ciertas «fuerzas vegetativas», que en determinado momento producían la vida. La espontaneidad se refería sólo a la manifestación de la vida, no a su origen, el cual se atribuía a esas fuerzas seminales y no a la materia inanimada en sentido estricto.

La nueva hipótesis, en cambio, al no reconocer ninguna «fuerza vegetativa» en la intimidad de la materia, atribuye no sólo la manifestación sino también el origen de la vida, en sentido estricto, a las propiedades inherentes a la materia inanimada.

Finalmente, y sobre esto volveré más adelantes, la nueva hipótesis de biogénesis tiene claras implicaciones filosóficas y aun ideológicas, lo que no sucedía con la antigua.

Adelantándome un poco en las conclusiones diré también que la vieja hipótesis era pre-científica, a diferencia de la nueva que es anticientífica. La antigua era producto de la ignorancia. La nueva es producto del saber…

La antigua era un error. La nueva es un prejuicio.

 

¿Qué es la vida?

Naturalmente que todos sabemos lo que es la vida. El asunto es definirla. Es decir ponerle los límites al concepto (de-finir).

En esto como en todo, el problema comienza siendo de orden semántico, pues de la definición que demos de vida, dependerán en gran medida las conclusiones a que arribemos.

En realidad no existe una definición formalmente aceptada de «vida», ya que esta idea — que viene de Platón — es muy difícil, si no imposible, de precisar en términos científicos rigurosos.

Por ello, en el momento de definir, la mayoría de los científicos prefieren el concepto aristotélico de «ser vivo», el cual, al individualizar la idea, la hace más accesible a la delimitación que entraña una definición científica.

Establecido primero lo que entendemos por «ser vivo», hablamos luego de la «vida», como el conjunto de atributos propios de los seres vivos.

Una definición de «ser vivo» que entiendo contaría con el consenso de la mayoría de los científicos, y que tomo de la magistral obra Azar y certeza, del biólogo y matemático francés Georges Salet, es la siguiente:

Un ser vivo es un ensamblado material autónomo, donde se realizan intercambios energéticos y químicos con el medio ambiente, ordenados a la asimilación, reproducción y adaptación[3].

No existe ningún ser vivo que no cumpla con estos criterios. No existe nada que cumpla con estos criterios y que no sea un ser vivo.

Como se ve, una definición estrictamente mecanicista, o mejor, maquinicista. En el sentido de que no es vitalista.

Y aclaro que sigo esta definición, no porque el vitalismo haya sido refutado científicamente[4], sino que para los fines del presente trabajo conviene adoptar esta postura, con el objeto de evitar un área adicional de análisis que podría desviarnos de la cuestión principal.

Aun sin recurrir a ninguna «fuerza vital», sino aceptando que la vida es sólo un nivel muy organizado de la materia — como sostienen la mayoría de los científicos — esto no demuestra, en modo alguno, que la vida se haya organizado espontáneamente a partir de aquélla, pues sigue siendo imprescindible, desde el punto de vista especulativo, explicar el origen de esa organización. Organización que no existe en la materia inanimada.

Una estatua está ciertamente hecha de mármol; pero el mármol (o lo que sea), por sí mismo, no explica la estatua.

Desde ya digamos que prácticamente todos los científicos coinciden en sostener que, en algún momento, la materia inanimada debe haber experimentado un proceso de organización hasta alcanzar el nivel de complejidad necesario para sustentar la vida. Puesto que no existe ningún elemento químico en los seres vivos que no esté presente en la materia inanimada, parece lógico pensar que esto haya sido así.

Donde las posturas divergen sin embargo, en forma diametral, es respecto de si la materia por sí misma se habría organizado hasta producir la vida, o si por el contrario, ésta es en realidad inconcebible sin el recurso a factores extramateriales que expliquen su organización.

En resumen: si desde el punto de vista biológico la vida es sólo una máquina, o si es además una máquina, esto es algo en mi humilde entender opinable. A los fines de nuestro análisis, adoptaremos la tesis menor, es decir, aceptaremos que es sólo una máquina y trataremos de discernir si las leyes del mundo físico que conocemos, pueden explicar la génesis de esta máquina.

Atención: no el funcionamiento, sino la génesis. Dos cosas completamente distintas.

Aunque varios investigadores otorgan categoría de seres vivientes a los virus, por su capacidad de reproducirse, éstos no cumplen ciertamente con los criterios mencionados arriba, ya que no son autónomos; es decir, capaces de vivir independientemente — en un medio de cultivo por ejemplo — debiendo, en forma imprescindible, parasitar una célula para poder hacerlo.

De manera que los atributos vitales se encuentran, en su forma más elemental — aunque completa en sí misma — recién a nivel de la célula.

No obstante — dicen estos investigadores — si bien los virus no cumplen en sentido estricto con los criterios de un ser vivo, sí ocupan un lugar «intermedio» entre la materia inanimada y la vida.

Lo cual es muy cierto, en tanto este carácter «intermedio» no sea interpretado como una etapa previa al origen de la vida, es decir al origen de la célula, ya que esa es una suposición que está en contra de los hechos.

Siendo los virus parásitos forzosos, que sólo pueden vivir y reproducirse dentro de una célula, entonces lógicamente, lo primero que tiene que haber existido es la célula.

Dicho de otra forma: el que conceptualmente los virus ocupen un lugar intermedio entre la materia inanimada y la vida, no significa en absoluto, que cronológicamente los virus hayan precedido a las células. Mucho menos, que las hayan originado.

Porque insisto: una célula puede existir sin virus; pero un virus no puede existir sin células.

O sea que el problema del origen de la vida a partir de la materia inanimada equivale, en última instancia, al problema del origen de la célula.

De todas maneras, las consecuencias que se desprenden del análisis que realizaremos en las páginas que siguen, el lector puede aplicarlas, si así lo prefiere, al problema del origen del virus. Lo mismo da.

 

Hipótesis sobre el origen de la vida

Las hipótesis corrientes sobre el origen de la vida, se inscriben en el marco de una concepción evolucionista global del mundo, según la cual, toda la realidad — cósmica, biológica, humana y social — sería consecuencia de la progresiva y espontánea complejización de la materia. Desde el átomo, hasta el hombre. Sin solución de continuidad.

De acuerdo con esto, las hipótesis de biogénesis espontánea, si bien difieren en matices, son unánimes en sostener que el origen de la vida fue producto exclusivo de las propiedades inherentes a la materia inanimada. Esto es que la materia no viviente — por sí misma — se organizó hasta producir la vida.

Cualquier referencia a la acción de factores extramateriales durante la biogénesis está excluida. Sistemáticamente.

Todos los autores evolucionistas — y casi todos los teóricos de la biogénesis lo son — están de acuerdo en esto. Hasta aquí, la unanimidad es completa.

Donde hay discrepancias, en cambio, es respecto del contexto y la significación del fenómeno vital.

Algunos sostienen que la progresiva complejización de la materia — de la cual la vida sería una etapa — fue el resultado de un proceso orientado; de un proyecto ascendente y constructivo; de una finalidad, que concluye en el hombre y la sociedad.

Este proyecto sería inmanente a la materia, tanto en su decurso, cuanto en su origen. No sólo no habría habido una intervención especial desde afuera del sistema, mas tampoco una programación previa del mismo. No, al menos, una programación por una inteligencia.

Esta es la postura del materialismo dialéctico, que sostiene que la vida es sólo una forma particular del movimiento de la materia y su expositor más articulado es el bioquímico soviético Oparin, uno de los investigadores de mayor prestigio en este tema.

Otros autores aceptan también esta idea del proyecto universal, pero dicen que la finalidad actuante en la materia sería inmanente sólo en su decurso, mas no en su origen, que atribuyen a Dios. Durante la biogénesis no habría habido una intervención especial, pero sí una programación previa del sistema.

Esta es la postura de Teilhard de Chardin, por ejemplo, y de muchos evolucionistas creyentes que no hilan demasiado fino, y que en resumen postulan que la vida se originó espontáneamente de la materia inanimada porque Dios así lo dispuso.

Para estos dos grupos, que creen en un proyecto actuando en la naturaleza (con origen en Dios para unos, en la misma materia para otros), la aparición de la vida sería una consecuencia no sólo previsible, sino aun inevitable, de la acción de las leyes de la materia inanimada.

Hay otros autores en cambio, que niegan categóricamente la existencia de un proyecto, al menos científicamente demostrable, en la naturaleza. La vida sería totalmente imprevisible. Una novedad absoluta. Un accidente, producto del azar.

El propugnador más lúcido de esta postura es el brillante científico francés, premio nobel de Medicina, Jaques Monod.

Está también el grupo de los que no saben en realidad de qué se trata y se limitan simplemente a afirmar la biogénesis espontánea, sin tener la menor idea de estas cuestiones del proyecto, el azar, la inmanencia, etc.

Este grupo es desde luego el más numeroso.

Y finalmente está el insignificante e insolente grupo de inadaptados, que no estamos de acuerdo con ninguna de las posturas anteriormente delineadas. No en forma total, pero sí en lo fundamental.

En realidad, las tres posturas arriba descriptas tienen algo en común, que las unifica más allá de las diferencias. Y es que las tres postulan el origen espontáneo de la vida a partir de la materia inanimada. Están de acuerdo en este hecho. Discrepan en su interpretación.

Por ellos es que, respecto de la biogénesis, no hay diferencias científicas entre estas tres posturas. Las diferencias son de orden filosófico.

El planteo científico consiste en analizar si es cierto que la vida se originó a partir de la materia inanimada. Si esto es o no posible. Porque este enfoque nos lleva inevitablemente a platear la clásica pregunta de la ciencia: «cómo»; de qué manera; mediante qué mecanismo.

Pero querer discernir si la vida forma parte o no de un proyecto, nos lleva a plantearnos algo que no tiene nada que ver con la ciencia y que es típico de la reflexión filosófica: «para qué»; con qué objeto; con qué finalidad[5].

En una postura hay que plantearse el «cómo». En la otra hay que plantearse el «cosmos».

Para analizar el «cómo», utilizamos una hipótesis científica. Para inteligir el «cosmos», necesitamos una «cosmovisión».

Si la vida se originó en forma espontánea a partir de la materia inanimada, ¿cómo podría la ciencia demostrar si forma parte o no de un proyecto universal? Podrá sugerirlo; podrá aportar elementos de juicio por sí o por no. Pero no puede demostrarlo. Y la ciencia es demostración.

Pero si la vida realmente se originó en forma espontánea, a partir de la materia inanimada, la ciencia debe ser capaz de explicar el mecanismo que hizo esto posible. Proyecto o no proyecto.

En síntesis: en el problema de la biogénesis sólo hay dos posturas científicamente discernibles, porque sólo hay dos posibilidades. O la vida se originó espontáneamente a partir de la materia inanimada, o no. Esto es lo único que puede ser evaluado científicamente. Y esto es lo que trataremos de hacer en el curso de los próximos capítulos.

 

¿Azar o ley?

Según acabamos de ver, entre los propugnadores de la biogénesis espontánea hay algunos que sostienen que la vida sería producto del azar mientras que otros creen que sería consecuencia de leyes del mundo físico.

J. Monod por ejemplo, en su fascinante obra El azar y la necesidad, dice:

«. . .sólo el azar está en el origen de toda novedad, de toda creación en la biosfera. . . El Universo no estaba preñado de la vida, ni la biosfera del hombre. Nuestro número salió en el juego de Montecar­lo»[6].

Otros científicos, sin embargo, no están de acuerdo con esto.

G.G. Simpson, por ejemplo, profesor de Paleontología de los Vertebrados en la Universidad de Harvard y uno de los autores de mayor renombre en estos temas, dice:

«Los estudios actuales sugieren que no sería un milagro, ni siquiera una improbabilidad estadística muy grande, que las moléculas vivas hubieran aparecido espontáneamente bajo condiciones especiales. . . Esto no equivale a decir que la vida se originó al azar o mediante alguna intervención sobrenatural, sino que lo hizo siguiendo las grandes y eternas leyes físicas del universo»[7].

De manera que entre los científicos que postulan la biogénesis espontánea, hay algunos que la atribuyen al azar y otros a las leyes físicas.

¿Cómo se explica esta contradicción?

En realidad esta contradicción es sólo aparente y producto, a mi juicio, de una confusión epistemológica, ya que azar y ley física, lejos de excluirse, se corresponden.

Las leyes fisicoquímicas — únicas actuantes antes de la aparición de la vida — están justamente basadas en el azar, ya que dependen del movimiento desordenado o imprevisible de los átomos y moléculas, que sólo obedecen al sentido termodinámico de la reacción y a la ley de los grandes números.

Si los átomos y moléculas no actuaran al azar, no se cumplirían las leyes fisicoquímicas, cuya regularidad depende precisamente del comportamiento «perfectamente» desordenado de aquéllos. Regularidad que por esta razón es estadística, o sea probabilística.

Para que tenga validez el cálculo estadístico, es imprescindible que todos y cada uno de los elementos intervinientes en un fenómeno, obedezcan sólo al azar. De otra manera es imposible.

Si arrojamos una moneda al suelo cien veces, obtendremos aproximadamente 50 % de cada una de las caras. Y esto lo podemos predecir. Es científico. Responde a leyes.

Pero si la moneda tiene alguna alteración que favorezca alguna de sus caras — es decir, que no obedezca al azar — entonces nuestro cálculo no funcionará.

Si existieran átomos y moléculas que pudieran de algún modo elegir su propio curso de acción (. . . ), no se cumplirían las leyes físicas.

Todas las leyes científicas son de naturaleza estadística, y están basadas en la hipótesis de que los átomos y moléculas no obedecen a otras leyes que las del azar.

Por ello, decir que la vida se originó por las acción de las leyes físicas del universo es — en cuanto a su mecanismo — exactamente lo mismo que decir que lo hizo gracias al movimiento al azar de los átomos y moléculas.

Sostener por otra parte que la biogénesis espontánea se habría debido «exclusivamente» al azar», aunque correcto epistemológicamente, deja de serlo si se pretende ver en el azar algo distinto (¡y peor aún opuesto!, a la acción de las leyes físicas.

Al estar la materia inanimada regida por leyes, todo lo que ocurre en el mundo físico, todo fenómeno material (como según estos autores, sería el origen de la vida), tiene necesariamente que ser el resultado de procesos naturales, regidos por alguna ley.

Por ejemplo: si durante la biogénesis los aminoácidos se unieron espontáneamente para formar proteínas, quiere decir entonces que debe necesariamente existir una ley física que haga esto posible. Es decir, que sea capaz — espontáneamente — de unir los a.a. para formar proteínas. ¿Cómo se habrían formado si no?

Cuando un efecto físico se produce al azar, siendo el azar una ausencia de causa y no pudiendo existir un efecto sin causa, se sigue entonces que la causa de ese fenómeno tiene que estar lógicamente en la naturaleza.

Y de la misma manera que una ley física no produce nada (ni existe en realidad) sin una causa para hacerla actuar (el agua hierve a 100º siempre que le apliquemos calor), así también una causa sólo puede actuar (producir un efecto) en el marco de una ley.

En otras palabras: cuando un efecto físico ocurre al azar, eso no significa que el azar «produzca» ese efecto. El efecto lo producen siempre las leyes de la naturaleza.

Por ello es que el azar no puede «producir» cualquier cosa, como algunos autores parecieran dar a entender. Sólo puede producir un efecto acorde con una ley (o varias) ya que el azar no es sino una ocasión imprevisible, para que se manifiesten las leyes del mundo físico. No es una entidad «aparte» de las leyes físicas, sino estas mismas leyes actuando sin coordinación intencional.

El que un fenómeno ocurra al azar es la demostración más concreta de que debe existir una ley que lo produzca.

Si usted tropieza y se cae, el tropiezo es al azar (una combinación de circunstancias imprevisibles), pero la caída (el efecto) no es al azar, ¡es hacia abajo! O sea, según la ley de la gravedad.

En cuanto a los fenómenos físicos, el azar — que representa un conjunto de circunstancias imprevisibles — no es nada más que el punto de inserción de una ley, en relación a un sistema. Y a partir del momento que actúa una ley, el efecto es previsible y explicable.

Cuando un fenómeno físico ocurre al azar, eso quiere decir que no podemos determinar con anterioridad (prever) el lugar o el momento de su ocurrencia. Pero esto no se aplica al mecanismo y al efecto del fenómeno producido al azar, que no pueden sino corresponder a la manifestación de alguna ley.

De manera que sostener que la vida se originó al azar, supone también decir que lo hizo por la acción de las leyes del mundo físico.

Y esto es así, porque hablar de leyes físicas y de azar, en relación a la materia inanimada, es hablar de dos aspectos de la misma realidad: la espontaneidad del movimiento desordenado e imprevisible de los átomos y moléculas de la materia no viviente, que se expresa a través de leyes basadas en el azar.

Azar y ley física no sólo no se excluyen, como algunos parecieran creer, sino que son la misma cosa vista desde extremos opuestos. Son contrarios, pero de ninguna manera contradictorios.

Los contrarios se oponen. Por esa misma razón se suponen.

En síntesis: decir que la vida se originó al azar a partir de la materia inanimada, es — en cuanto a su mecanismo — exactamente o mismo que sostener que se originó espontáneamente a partir de ella y que lo hizo por la acción de las leyes físicas.

Lo que estos científicos en realidad quieren decir, es que no hubo una inteligencia detrás del origen de la vida.

 

Forma de abordar el problema

Al ser el origen de la vida un hecho que tuvo lugar en el remoto pasado y que escapa, por consiguiente, al método científico — basado en la observación y reproducción del fenómeno — , la única manera de abordarlo científicamente es en forma indirecta; esto es, analizando las hipótesis propuestas de biogénesis — y sobre todo sus presupuestos e implicaciones — a la luz del conocimiento que tenemos del comportamiento actual de la naturaleza.

Dado que una hipótesis que aspire a ser científica, no puede obviamente estar en contradicción con las leyes científicas bien establecidas — incluidas las del azar — , la especulación teórica legítima en este tema debe estar dirigida fundamentalmente a determinar la existencia o no de contradicciones, a fin de establecer así el grado de rigor científico de la hipótesis en cuestión.

Si la hipótesis es científica, vale decir si está en coherencia con las leyes científicas conocidas, esto no nos demuestra desde luego cómo fue realmente el origen de la vida (fenómeno en sí irreproducible); sólo cómo podría haber sido.

Pero si la hipótesis está en contradicción con las leyes científicas bien establecidas, entonces estamos en condiciones de afirmar que los hechos no pueden haber sido como los propone la hipótesis.

De manera que la ciencia, aun cuando nunca podrá decirnos en forma positiva cómo fue el origen de la vida — por ser esto metodológicamente imposible — , si nos dirá, en forma negativa, cómo no podría haber sido este origen.

Lo cual es de la esencia del conocimiento científico, que consiste siempre en una limitación.

Paradójicamente, las hipótesis que sobre el origen de la vida nos proponen eminentes científicos del «establishment», al estar en contradicción con las leyes científicas conocidas, son justamente cómo no podría haber sido tal origen.

Naturalmente que para hacer este abordaje indirecto del problema, debemos aceptar el siguiente supuesto, a saber: que las leyes del mundo físico eran las mismas en el remoto pasado, que en la actualidad.

Esto, como dije, es una suposición, ya que no tenemos certeza absoluta de que así haya sido, ni tampoco manera de averiguarlo. Pero por una elemental razón metodológica, debemos partir de este supuesto. De otra manera, ¿en base a qué podríamos especular?

En ciencia sólo podemos especular en base a lo que conocemos. Hasta que los hechos nos obliguen a cambiar.

 

El abordaje experimental

Estas hipótesis de biogénesis espontánea van acompañadas de modelos experimentales, que tratan de «sintetizar la vida» en el laboratorio, reproduciendo las condiciones materiales que se supone habrían existido durante la biogénesis.

He usado esta expresión «síntesis de vida», pues así es como aparece frecuentemente en las noticias periodísticas, aunque me apresuro a aclarar que todas las así llamadas «síntesis de vida» que uno escucha, de más está decir que no se refieren ni remotamente a la síntesis de una célula. Sólo a la de algunos de sus componentes. Y de éstos, ya veremos cuáles y en qué circunstancias.

Vale la pena aclarar también, que si un experimento pretende ser un modelo sobre el origen espontáneo de la vida a partir de la materia no viviente, las condiciones experimentales deben naturalmente reflejar estos postulados. Es decir, no debe haber vida previa — o sustancias extraídas de seres vivos — y la planificación del experimento debe ser mínima o inexistente.

Si un experimento de biogénesis es efectuado mediante una rigurosa planificación y/o el uso de sustancias extraídas — o copiadas — de seres vivos (enzimas por ejemplo), creo que todo ser pensante estará de acuerdo en que esto no puede constituir un modelo experimental sobre el origen espontáneo de la vida a partir de la materia no viviente (!).

Ya sé que es bastante idiota aclarar algo tan obvio. No obstante me pareció oportuno hacerlo, pues más de una vez, ciertos experimentos, en que — con sofisticados recursos técnicos y el uso de enzimas extraídas de seres vivos — se han sintetizado (copiado) ácidos nucleicos por ejemplo, ¡son mostrados al público no especializado como un argumento en favor de la biogénesis espontánea!

A menos que hayamos perdido por completo el raciocinio — y habría que ver si este no es el caso con algunos científicos — , experimentos de este tipo demuestran exactamente lo contrario de lo que algunos pretenden.

Si mediante una sofisticada planificación y el uso de sustancias extraídas de seres vivos, es posible obtener un ácido nucleico por ejemplo, ¡la única conclusión lógica es que ello no puede ocurrir en forma espontánea a partir de la materia inanimada!

Aunque en sentido estricto no existen experimentos completamente espontáneos de biogénesis, ya que en todos ellos hay planificación y manipulación de condiciones experimentales, el que más se aproxima a lo espontáneo — y ha servido de modelo para los posteriores — es el realizado allá en 1953 por Stanley Miller, investigador de la Universidad de Chicago.

Este es el experimento clásico de biogénesis y analizaremos sus aspectos más significativos en el próximo capítulo.

 

Esquema general de la biogénesis

Según habíamos visto, las hipótesis de biogénesis sostienen que la vida se originó a partir de la organización espontánea de la materia inanimada.

Esta organización de la materia, desde simples átomos y moléculas inorgánicas, hasta una célula — llamada evolución química o molecular — , se habría realizado por etapas de complejidad creciente, en el curso de millones de años, por la sola acción de leyes fisicoquímicas.

En una primera etapa, se habrían producido las moléculas orgánicas elementales — aminoácidos, bases nitrogenadas, azúcares, etc. — que forman parte de las grandes moléculas características de los seres vivos.

Esta primera etapa se habría desarrollado en la atmósfera.

En una segunda etapa, la polimerización espontánea de las moléculas orgánicas elementales habría dado origen a las moléculas complejas constitutivas de los seres vivos. Sobre todo, proteínas y ácidos nucleicos.

Esta segunda etapa se habría desarrollado en el mar.

En una tercera etapa, por unión de las proteínas y los ácidos nucleicos, se habrían formado — también en el mar — las primeras células.

En resumen: moléculas inorgánicas –> biomonómeros –> biopolímeros –> células.

Todo esto — insisto — en forma espontánea, por el azar de los movimientos moleculares, de acuerdo con las leyes que rigen la materia inanimada.

Desde ya le aclaro, lector, que es mi perversa intención tratar de mostrarle que todas esta especulación no sólo es completamente hipotética, sino además anticientífica, ya que está en franca contradicción con las leyes científicas conocidas.

Es oportuno señalar finalmente que las así llamadas hipótesis de biogénesis, apenas son, en realidad, frágiles intentos por explicar el origen de los componentes químicos de la vida. En especial de las proteínas.

Salvo las usuales y cuasi mágicas invocaciones a la «evolución», la «selección natural» y otras vaciedades por el estilo[8], no existen intentos especulativos, medianamente serios, para explicar el origen de una célula. Esto sigue siendo, por el momento, especulativamente inaccesible.

Consecuentemente, para evaluar de alguna manera estas hipótesis de biogénesis, analizaremos los problemas que plantea el origen espontáneo de estos componentes químicos. sobre todo de las proteínas.

Huelga destacar que la vida es infinitamente más que proteínas. No obstante, al ser éstas un componente esencial de todo ser viviente, cualquier hipótesis de biogénesis que no pueda explicar satisfactoriamente su origen, queda — por ese solo hecho — descalificada.

 

1ª ETAPA: LA SÍNTESIS DE LOS BIOMONOMEROS

En esta primera etapa hay dos cuestiones fundamentales que es necesario analizar.

Una, es la composición química de la atmósfera primitiva, de la cual provendrían los materiales para la síntesis de los biomonómeros. La otra, es la fuente de energía necesaria para dicha síntesis. Comenzaremos por esta última.

 

La fuente de energía

Esto es fundamental, ya que todas y cada una de las reacciones químicas de la biogénesis necesitan energía para llevarse a cabo. Hace falta por consiguiente una abundante provisión de energía para que la biogénesis — o al menos la especulación sobre ella — marche viento en popa.

Yo suponía que este asunto estaba ya completamente aclarado, pues es frecuente leer en las obras sobre el tema, aseveraciones muy sueltas de cuerpo en el sentido de que la energía vino del sol. Y efectivamente el sol tiene mucha energía.

Pero no. No está tan aclarado como parecen creer muchos autores.

Richard Dickerson por ejemplo, profesor de Química en el Instituto de Tecnología de California y uno de los principales investigadores mundiales en este tema, dice que los fotones de la porción visible y también de la infrarroja de la luz solar, no tienen energía suficiente para formar enlaces químicos, y que las radiaciones ultravioletas, únicas que podrían hacerlo, sólo son absorbidas en un 1 %, por las moléculas intervinientes en esta etapa de la biogénesis. Por consiguiente este autor concluye que la energía solar no podría haber desempeñado un papel importante en la biogénesis y cree que las descargas eléctricas atmosféricas fueron lo más significativo en este sentido[9].

Como ve usted, las razones de este científico son por demás convincentes y a mí personalmente me convenció.

Pero luego, al leer a Oparin, que es en cierta manera el decano de los investigadores en este tema, me encuentro con que este autor sostiene que la electricidad atmosférica posee una importancia mucho menor que la luz ultravioleta, en las síntesis prebiológicas. Por varias razones, que sería largo enumerar, este autor cree que la radiación ultravioleta del sol ha constituido una fuente de energía infinitamente [sic] más importante que las descargas eléctricas[10].

Y también me convenció.

Dos máximos expertos en el tema sustentan posiciones diametralmente opuestas respecto de algo tan básico como la fuente de energía.

Obviamente, los dos no pueden tener razón en lo que afirman. Pero sí podrían tenerla en lo que niegan. Esto es, que ni las radiaciones ultravioletas (por las razones de Dickerson), ni las descargas eléctricas (por las razones de Oparin), hayan podido constituir una adecuada fuente de energía para las síntesis prebiológicas.

Aclaro que nada hay más lejos de mi ánimo, que quitarle toda esperanza de llegar a ser biomonómeros a las moléculas elementales, negándoles una adecuada fuente de energía. No.

Traje este asunto a colación simplemente para mostrar el alto grado de incertidumbre que rodea todas estas especulaciones.

Incertidumbre que — lamentablemente — muy rara vez se refleja luego en las publicaciones destinadas al gran público.

Pero cono dije, no es el caso de ponerse aquí a impedir la biogénesis, cuestionando la fuente de energía. Para nada.

Aún a riesgo de nuestra coherencia mental vamos a aceptar, con Oparin, que la fuente de energía fueron las radiaciones ultravioletas del sol; con Dickerson, que fueron las descargas eléctricas; con M. Clavin, que fueron emanaciones del potasio radioactivo; y con quien esto escribe, que fue el rayo de HE-MAN.

Esto último, por cierto, no reconocido por el mundo académico, en vista de su carácter fuertemente antropomórfico.

 

La atmósfera primitiva

Como parte de las hipótesis de biogénesis, se propone también un modelo de la composición química de la atmósfera primitiva, que vale la pena examinemos aunque sea brevemente.

Por lo pronto, la atmósfera que se postula es completamente distinta a la actual, ya que no habría tenido nada de oxígeno y sí, cualquier cantidad de hidrógeno, metano y amoníaco.

¿Y por qué razón se postula una atmósfera completamente distinta a la que conocemos? ¿No contraría esto el principio científico básico del uniformismo metodológico, según el cual, el presente explica el pasado?

Naturalmente que sí. El problema es que en una atmósfera como la actual — fuertemente oxidante — no podrían jamás haber ocurrido las reacciones químicas de la biogénesis, que se llevan a cabo, justamente, perdiendo oxígeno.

De manera que los científicos que aceptan la biogénesis espontánea, se ven obligados — por razones teóricas — a postular una atmósfera primitiva sin oxígeno.

También por razones fundamentalmente de orden especulativo, se postula que esta atmósfera primitiva contenía, como dije, abundante hidrógeno, metano y amoníaco.

Algunos autores destacan que la atmósfera de ciertos planetas — Júpiter por ejemplo — tiene una composición química semejante a la postulada para la Tierra primitiva, lo cual — según estos autores — daría una base empírica a la especulación sobre la atmósfera.

Pero esto es irrelevante. Pues no se ve francamente qué fundamento — aún indirecto — podría darnos la composición de la atmósfera de Júpiter — o el planeta que fuese — para la de la Tierra..

Si aceptamos no obstante, que hay que trasladar a la Tierra las condiciones materiales de Júpiter u otro planeta, seamos entonces coherentes y traslademos todas. No sólo aquellas que favorecen la hipótesis que queremos demostrar.

Digo esto, porque en Júpiter — al igual que en todo el resto del universo conocido (con excepción de la Tierra naturalmente) — , no existe agua en forma líquida. Ni una gota.

Ahora, el agua en forma líquida es absolutamente esencial para la vida. Sin ella es imposible concebir la biogénesis. Pero si las condiciones de Júpiter pongamos por caso, constituyen una indicación de cómo era la Tierra primitiva, entonces estamos obligados a postular también la ausencia de agua en forma líquida — de Júpiter — para nuestro planeta en aquellos días.

En otras palabras: o aceptamos como base de nuestra especulación las condiciones de la Tierra — agua y oxígeno — , o aceptamos las condiciones de otros planetas — ausencia de agua y oxígeno — . Como en ambos casos la biogénesis espontánea es inconcebible, entonces se toma de la tierra lo que conviene — la presencia de agua — y de los otros planetas, también lo que conviene — la ausencia de oxígeno — para los fines de la hipótesis.

Lo cual, si bien no contribuye al progreso de la ciencia, sí facilita enormemente el macaneo sobre el tema.

Como analizar en algún detalle la opinión de los distintos autores respecto de la composición de la «atmósfera primitiva» escapa a los límites de este trabajo, quiero simplemente señalar que no existe ningún elemento de esta supuesta atmósfera, que no sea cuestionado por alguna autoridad en la materia y refiero al lector interesado en profundizar la cuestión, a los trabajos de Abelson[11], Brinkman[12] y Davidson[13] al respecto.

Allí verá cuán frágiles son los fundamentos de toda esta especulación respecto de la atmósfera primitiva. Bástenos aquí decir que el asunto es por demás discutible y que la evidencia para una atmósfera primitiva como la que propugnan los partidarios de la biogénesis espontánea dista mucho de ser convincente.

Pero no olvidemos que para que la b.e. pueda siquiera concebirse, es absolutamente imprescindible que la atmósfera primitiva haya sido tal como la postulan estos científicos.

Si lo de la atmósfera es discutible, el resto de la especulación queda también en la atmósfera. Es decir, en el aire.

De todas maneras y a los fines del argumento, vamos a aceptar nomás que la atmósfera primitiva no tenía oxígeno y sí mucho hidrógeno, metano y amoníaco.

Si a esta atmósfera le añadimos el sol — que por supuesto estaba — y frecuentes descargas eléctricas, ya tenemos el escenario listo para que de un momento a otro comience la biogénesis.

Casi me olvidaba decir que por encima de todo esto y dirigiendo el proceso según designios impenetrables, existe una presencia misteriosa, infinita en recursos, asombrosa en realizaciones, origen último de la vida y el cosmos.

Me estoy refiriendo claro, al omnipotente Azar, cuyo nombre francamente no me atreví a escribir con minúscula, habida cuenta de las maravillas que lo veremos realizar.

Si usted, lector, creía ingenuamente que el azar era una simple ausencia de causa o razón, se dará cuenta cuán equivocado estaba y verá, con sus propios ojos, de lo que es capaz este Azar.

O al menos, de lo que son capaces de atribuirle algunos científicos.

 

El experimento de Miller

 

Esta primera etapa de la biogénesis cuenta con un modelo experimental, que es el clásico experimento realizado por Miller, quien, lanzando una serie de descargas eléctricas, a través de una mezcla de los gases que se suponen constituían la atmósfera primitiva, obtuvo algunos aminoácidos.

Como se ve, estamos a varios años luz de una célula. Y también de una proteína.

De todas maneras — dicen muchos investigadores — el primer paso ya está dado. Si de esta forma se han obtenido a.a., la síntesis de vida ya se vislumbra en el horizonte.

(Dios les conserve la vista a estos científicos francamente. Y de paso, no estaría mal que les desarrollara un poco el sentido crítico).

Y bien, ¿qué diremos de este experimento?

Hay varias cosas que se podrían decir de éste y otros experimentos semejantes, pero para no alargar el asunto, me limitaré a señalar un par de hechos que rara vez son mencionados en las publicaciones sobre el tema, y que creo serán de interés para el lector.

Uno de ellos es que los a.a. formados en el experimento de Miller deben ser retirados inmediatamente del sistema,. para evitar la destrucción por la misma fuente de energía que los generó.

Esto, como dije, muy rara vez lo encontrará, lector, explicitado en el texto, pero si usted se fija en alguna ilustración del aparato de Miller, verá que en la parte inferior del tubo existe un acodamiento en forma de U, donde se coleccionan los a.a. formados, a fin de que queden aislados de la fuente de energía, evitando de esta manera su destrucción.

¿Y por qué razón, la misma fuente de energía que sintetiza los a.a., de seguir actuando los destruye?

Porque el influjo de energía — las descargas eléctrica o las radiaciones ultravioletas — rompe los enlaces químicos de las moléculas presentes en el tubo de Miller (metano, hidrógeno, amoníaco, etc.) y hace que algunas (sólo algunas, muy pocas) se unan — al azar — formando aminoácidos. Al igual que otras sustancias.

Los a.a. formados — y que son los más simples — están muy cerca, desde el punto de vista de la complejidad molecular, de sus átomos constitutivos. Por eso es que pueden formarse al azar. No obstante, son más complejos que ellos, y por esa misma razón, más inestables químicamente.

Por ello, si continúan sometidos a la acción de la energía que los formó, serán — esta vez la inmensa mayoría de ellos — destruidos.

Esto es muy importante, ya que durante la biogénesis, es de suponer, no había ningún bioquímico — ni siquiera primitivo — para realizar esta tarea de aislamiento de los a.a.

¿Cómo hicieron entonces los pobres a.a., durante la biogénesis, para escapar al degüello energético?

Pues se zambulleron en el mar. Es decir, luego de ser sintetizados en la atmósfera, cayeron al mar, escapando así a la acción destructiva de la fuente energética.

Esto es lo que dicen que ocurrió, los teóricos de la biogénesis espontánea.

Explicación que por supuesto explica. Como todas las explicaciones.

No obstante, de vez en cuando aparece algún científico que analiza esto en serio, con resultados francamente desoladores para este tipo de especulaciones.

El Dr. D. E. Hull por ejemplo, fisicoquímico de USA, basándose en las propias estimaciones de Miller sobre la concentración de los elementos de la atmósfera primitiva, y teniendo en cuenta que la radiación ultravioleta destruiría el 97 % de las moléculas formadas, antes de que tuvieran tiempo de caer al mar, llega a la conclusión de que la concentración de glicina (el a.a. más simple) en el mar primitivo, habría sido entre 10-27 y 10-12 molar (!). Cantidad por cierto absolutamente irrisoria para cualquier posibilidad de reacción química ulterior[14].

Aminoácidos más complejos habría tenido concentraciones mucho menores todavía.

Las conclusiones de Hull son demoledoras para la hipótesis de biogénesis, y sugiero al lector interesado, que consulte este artículo[15].

Allí verá lo que es una especulación científica — y no una payada — sobre biogénesis.

Hay otro hecho de importancia decisiva en relación a este experimento y que también, muy rara vez es mencionad en las obras sobre el tema.

Precisamente por ser de importancia decisiva, quisiera lector con su permiso, dejar para más adelante su tratamiento. No sólo por razones de hilación, sino también porque si lo digo ahora, ya no tendría gracia…

Me he detenido un poco en la argumentación respecto de los a.a., pues al ser éstos los elementos constitutivos de las proteínas, representan de alguna manera el eje del problema. Pero en realidad, durante esta primera etapa de la biogénesis, hay que explicar la formación no sólo de a.a., sino también de azúcares, bases nitrogenadas, lípidos, etc. Vale decir, todas las sustancias químicas que entran en la composición de una célula.

Y claro, la síntesis de cada una de estas sustancias plantea, a su vez, problemas adicionales. No sólo en sí mismas, sino también en relación a las otras.

Esto es muy importante, pues ha de saber, lector, que las condiciones materiales del medio ambiente primitivo — donde se habría desarrollado la biogénesis — varían de acuerdo a los distintos autores.

Así por ejemplo, los investigadores que trabajan en la génesis de los azúcares proponen el formol como uno de los constituyentes del medio ambiente primitivo. ¿Y por qué el formol? Bueno, quizá haya otras razones, pero yo sospecho que la fundamental, es simplemente que a partir del formol se puede — en el laboratorio — sintetizar azúcares.

Otros investigadores en cambio, que trabajan en la línea de las bases nitrogenadas, proponen el ácido cianhídrico, como componente del medio ambiente primitivo. Y también — rara casualidad — a partir de esta sustancia se puede, en el laboratorio, obtener bases nitrogenadas.

Y así sucesivamente.

Todo lo cual es sobremanera interesante y altamente demostrativo de la imaginación e inteligencia de los brillantes científicos que trabajan en estos experimentos — muchos de ellos verdaderos genios — , pero es sumamente improbable que todo esto tenga algo que ver con la biogénesis primitiva (!)

Y la prueba más contundente de ello es ver qué pasaría si mezclamos todos los componentes químicos propuestos por los distintos autores, para el medio ambiente primitivo.

¡No queda nada!

La mayor parte de estas sustancias se destruyen o anulan entre sí.

De manera que una cosa son las reacciones químicas que se efectúan en el laboratorio, para obtener determinados productos, y otra muy distinta, los acontecimientos que — en forma espontánea — hubieran podido tener lugar en la naturaleza.

Es fundamental tener esto siempre presente.

De todas formas, yo desearía pedirle al lector que dejemos de lado las objeciones formuladas y que — a los fines del argumento — aceptemos estos experimentos, como modelos satisfactorios para explicar el origen de los biomonómeros. Es más, siempre a los fines del argumento, vamos a ser más entusiastas que los propios investigadores e ir más allá de lo que ellos dicen.

Si alguien sostiene que mediante estos mecanismos se podrían haber formado unos pocos a.a., azúcares, etc. (que es lo máximo que se puede sostener), responderemos con enfático acento: ¡por favor!, toneladas de estos productos.

La cantidad que quieran y más también.

Pues si todo esto es altamente hipotético, a partir de aquí deja de ser hipotético, para pasar a ser imposible.

 

2ª ETAPA: LA SÍNTESIS DE LOS BIOPOLIMEROS

 

En esta segunda etapa — de acuerdo a las hipótesis de biogénesis — se habrían formado las grandes moléculas características de los seres vivos, esto es, proteínas, ácidos nucleicos, carbohidratos y lípidos complejos, etc., a partir de la polimerización espontánea de las moléculas orgánicas elementales de la etapa anterior.

Como es imposible analizar las dificultades que plantea la síntesis de todas estas sustancias, me limitaré a señalar algunos de los problemas fisicoquímicos relacionados con la síntesis de las proteínas[16].

Como dije antes, la vida es mucho más que proteínas; pero no menos que ellas. Para la biogénesis, las proteínas no son suficientes; pero sí imprescindibles.

Por consiguiente, en el curso de este capítulo haremos hincapié en el problema del origen de las proteínas.

En la síntesis de las proteínas hay varios problemas a resolver.

El primero de ellos es la disponibilidad de materia prima, es decir a.a., que son las unidades elementales en que se descompone una molécula de proteína.

Este punto — aunque altísimamente improbable — lo damos por resuelto (por el momento). Aceptamos que por el mecanismo propuesto por Miller y otros, se hayan sintetizado toneladas de a.a. en la atmósfera primitiva, que han caído luego en el mar formando una solución rica en tales compuestos.

Y toneladas tendrían que ser, pues fíjese lector que si el volumen total de agua presente en la superficie de la Tierra primitiva era, más o menos, semejante al actual, entonces habría habido unos 500 millones de km2 de dicho elemento.

De manera que para que los a.a. pudieran alcanzar una concentración químicamente significativa, en el seno del mar primitivo, tendrían — como dije — que haberse sintetizado de a toneladas.

Personalmente creo, siguiendo a Hull y otros, que el mecanismo propuesto para la síntesis de los biomonómeros no puede explicar ni siquiera la formación de a.a. en cantidades químicamente detectables. ¡Otra que toneladas!

No obstante para poder continuar con la especulación, vamos a suponer que sí.

Vamos a aceptar que la atmósfera primitiva, junto con frecuentes descargas eléctricas y/o radiaciones ultravioletas, era un gigantesco laboratorio de síntesis química, capaz de producir un verdadero diluvio de aminoácidos.

No hay mayor problema en aceptar esto.

Es a partir de este momento que la especulación se torna franca­mente ilusoria y en clara contradicción con las más elementales leyes de la física y de la química.

Y el primer problema lo plantea justamente, la presencia de esa sustancia maravillosa, única exclusiva de la tierra y sin la cual no es posible — paradójicamente — concebir el origen de la vida. Me refiero naturalmente a aquello que forma la mayor parte de la composición química de los seres vivos y que — aunque de uso predominantemente externo — algunos tienen la insólita costumbre de beber. Su fórmula: H2O. Su nombre: óxido de hidrógeno. Para los amigos: agua (a secas…).

Sin ella, no hay biogénesis. ¡Pero con ella tampoco!

 

El problema del agua

Hemos visto que los a.a. — y otros productos — , sintetizados en la atmósfera primitiva, han caído al mar, formando una solución que se ha dado en llamar la «sopa» o el «caldo» primitivo.

No contentos con esto — y siempre de acuerdo a las hipótesis de b.e. — , los a.a. se habrían unido entre sí para formar «dipéptidos» (dos a.a.), tripéptidos» (tres a.a.), «polipéptidos» (varios a.a.) y así sucesivamente hasta llegar a las «proteínas» (muchos a.a.).

Cuando dos moléculas de a.a. se unen — formando una unión que se llama «péptidica» — el grupo ácido de una, reacciona con el grupo amino de la otra, liberando una molécula de agua. Reacción que por ello se llama de condensación.

Ahora bien. Siendo ésta una reacción reversible, el sentido de la misma depende — por la ley de acción de masas — de la concentración de los respectivos elementos de la reacción. Si predominan los a.a., se forma el «péptido»; pero al formarse el péptido se acumula el agua y si esta predomina, la reacción se invierte y el péptido se hidroliza.

Vale decir que si las moléculas de agua, liberadas durante la reacción, no son retiradas del sistema (que es lo que se hace en el laboratorio para sintetizar un péptido), al acumularse, invierten la reacción y el péptido se hidroliza, descomponiéndose otra vez en sus a.a. constitutivos.

En otras palabras: la condensación de a.a. para formar péptidos no tiene lugar, si hay exceso de agua.

Pero recordemos que según la hipótesis de b.e., esta reacción se está llevando a cabo ¡en el océano primitivo! Y está claro, por lo que acabamos de ver, que dicho océano es absolutamente el último lugar donde sería conceptualmente imaginable la condensación de los a.a. para formar péptidos.

Esta reacción es químicamente imposible.

¿Y por qué se propugna este desatino?

Porque esto no sólo parece un desatino, sino que efectivamente lo es.

Es que no hay otra salida. Pues recordemos que la supuesta atmósfera primitiva, no tenía oxígeno (lo cual venía como anillo al dedo, para la primera etapa). Pero si no tenía oxígeno, tampoco tenía ozono (gas que se forma a partir del oxígeno), y por consiguiente no había entonces protección contra los rayos ultravioletas, que normalmente son filtrados por este gas.

Como es sabido, si las radiaciones ultravioletas no fueran filtradas por la capa de ozono, no existiría ninguna posibilidad de vida sobre la superficie del planeta, debido justamente a la acción letal de estas radiaciones — no filtradas — sobre los seres vivientes y productos orgánicos en general.

Por ello es que se postula que la vida se habría originado en las profundidades del mar. Para proteger así a las sustancias intervinientes en la biogénesis, de la acción destructiva de las radiaciones ultravioletas no filtradas.

Lo cual es salir de Guatemala para caer en Guatepeor.

La síntesis de proteínas no puede realizarse si hay exceso de agua.

 

La fuente de energía

Pero para formar péptidos o proteínas a partir de la condensación de a.a., no basta con extraer el exceso de agua. Hace falta también proveer de energía, a fin de vencer el equilibrio de la reacción, que está a favor de la hidrólisis y no de la condensación.

¿Cómo se habría logrado todo esto, en forma espontánea, en el mundo prebiológico?

Las especulaciones abundan.

Algunos autores se limitan a decir que la energía habría venido del sol, a través de las radiaciones ultravioletas?

Lo cual debe ser una broma de estos autores, pues, como acabamos de ver, los a.a. estaban refugiados en las profundidades del mar primitivo, justamente para evitar ser destruidos por las radiaciones ultravioletas.

Hace falta por consiguiente, sustancias que sirvan como intermediarios para este proceso; es decir, que puedan captar la energía de las radiaciones ultravioletas en la superficie del mar y transportarla hacia las profundidades del mismo, donde los a.a. esperan ansiosamente la oportunidad de transformarse en péptidos e iniciar así el glorioso camino que los llevará algún día hasta seres humanos.

Algunos científicos sostienen que ciertas sustancias como el cianógeno, la dicianamida y el cianoacetileno — poseedoras de enlaces químicos de alto valor energético — podrían haberse formado por acción de las radiaciones ultravioletas en la superficie del mar y actuado luego como agentes de polimerización y transfiriéndoles así la energía de sus propios enlaces químicos[17].

El problema es que todas estas sustancias tienen mucha mayor tendencia a unirse con las moléculas de agua, que las de los a.a. a polimerizar. De manera que estamos en la misma. Si hay agua, esto no funciona.

Para intentar resolver esta dificultad se postula entonces que los agentes de polimerización no serían en realidad sustancias como el cianógeno, sino los polifosfatos también de alto valor energético[18].

¿Y de dónde salieron los polifosfatos?

Habrían sido sintetizados — se dice — por sustancias como el cianógeno.

Yo no sé, francamente, si es cierto que el cianógeno puede sintetizar polifosfatos (me gustaría saber si esto es factible, aun en el laboratorio), pero, desde luego, ello no sería posible en un medio acuoso.

Si hay agua, lo que el cianógeno va a hacer es unirse a ella. ¿De qué síntesis de polifosfatos están hablando?

Tan grave es este asunto del exceso de agua, que algunos tratan de solucionarlo cambiando el escenario de la biogénesis. Así, en lugar de situar a nuestros a.a. ancestrales en las profundidades del mar primitivo, los ubican en una lagunita superficial, que al desecarse solucionaría al fin, el maldito problema del exceso de agua[19].

Desecación que por cierto de nada nos servirá, ya que al no existir una buena capa de agua que detuviera las radiaciones ultravioletas, nuestros antepasados habrían quedado ciertamente secos. En todo sentido.

Otros autores recurren a las arcillas.

Efectivamente. Algunos científicos han logrado sintetizar pequeños péptidos, sobre la superficie de adsorción que brindan las capas de sílice de las arcillas[20] y creen, por consiguiente que de esta manera se explicaría la condensación de a.a., durante la biogénesis. Claro que el experimento se realizó con una ayudita: los a.a. utilizados habían sido previamente acoplados al ácido adenílico, nucleótido de alto valor energético, que no aparece jamás en forma espontánea y que se obtiene por hidrólisis de los ácidos nucleicos de las células.

Lo cual demuestra una vez más que con vida previa, la biogénesis es mucho más fácil…

Como ve lector, con todos estos mecanismos no resolvemos absolutamente nada. Hay que pensar otra cosa.

Se ha pensado otra cosa.

Un autor ha demostrado que se pueden obtener péptidos sencillos, calentando una mezcla seca de a.a. a 175º de temperatura y cree, por consiguiente, que, en base a estas condiciones — sequedad y 175º de temperatura — habría sido posible la condensación de los a.a. durante la biogénesis[21].

Para explicar el origen de las condiciones arriba descriptas, este autor — premio nobel de Bioquímica — nos propone el siguiente mecanismo.

Los a.a. estaban — como vimos — en las profundidades del mar. De pronto, hete aquí que un volcán entra en erupción. Cae lava al mar. Por el contacto con el agua se enfría y solidifica formando una costra, en cuyo rescoldo el agua se evapora. Simultáneamente, los movimientos del agua han traído los a.a. desde las profundidades del mar y depositado en la costra volcánica, donde se habrían desecado.

La lava hirviente tiene alrededor de 1000º de temperatura, pero supongo que en algún momento — al enfriarse — y a alguna distancia de la boca de erupción, debe haber sin duda una zona con los 175º requeridos. Consecuentemente, los a.a. situados a la distancia apropiada y en el momento oportuno, disfrutarán entonces de la temperatura y sequedad necesarias para su polimerización.

Pero este no es el final de la historia.

Como los péptidos formados en el experimento que comentamos deben ser retirados del calor, en pocas horas, para evitar su destrucción, se postula entonces que durante la biogénesis, luego de formarse los péptidos en la costra de lava volcánica, una oportuna lluvia los habría arrastrado nuevamente al mar.

Como se ve, el Azar no deja nada librado al azar.

¡Y después dicen que los científicos no creen en milagros!

Lejos de mí, por cierto, cuestionar que todo esto haya podido ocurrir. Pero, cabe la objeción de que, si un huevo pasado por agua (esto es a 100º de temperatura, durante 3 minutos) no sirve para empollar, es decir para originar la vida, ¿cómo diablos podría servir un péptido sometido a 175º de temperatura?

Un péptido así formado no tendría significación para la biogénesis.

Otros autores finalmente, ante la obvia imposibilidad de establecer un mecanismo razonable de condensación para los a.a., optan por negar la condensación misma y proponen un mecanismo totalmente distinto. Tanto que, según estos autores, los péptidos no se habrían formado por la polimeriza­ción de a.a., sino del cianuro de hidrógeno[22].

Reacción ésta, que necesita condiciones rigurosamente anhidras para llevarse a cabo y que es muy difícil imaginarse puedan haber existido durante la biogénesis. Además, si no había agua, tampoco había protección contra las radiaciones ultravioletas, ¿y cómo hicieron entonces los péptidos para sobrevivir?

Me disculpará, lector, si lo he aburrido un poco con todo este asunto del agua y de la energía, pero me pareció de interés hacer esta reseña para que viera las cosas que pueden llegar a decirse en este tema, las cuales, si bien exentas de todo rigor científico, revelan sí una capacidad imaginativa que haría palidecer de envidia al mismísimo von Daniken.

En el mejor de los casos, estos mecanismos propuestos son sólo reacciones de laboratorio, que suponen condiciones perfectamente controladas — y por ende planificadas — de temperatura, humedad, pH, concentración de los reactivos, etc.

¿Qué tiene que ver todo esto con lo que podría ocurrir al azar, en las profundidades del mar primitivo?

Creo sinceramente que no vale la pena tomar estas cosas demasiado en serio y tratar de refutarlas, pues es de nunca acabar.

A menos que usted se odie profundamente, mi consejo sería que no se ponga en la tarea de analizar en detalle estas especulaciones, pues no sólo no va a aprender nada, sino que puede llegar a deteriorar seriamente el poco o mucho equilibrio mental que tenga. ¡Se lo digo por experiencia propia!

Y no vale la pena analizar todas estas posibles «fuentes de energía» en detalle, por la sencilla razón de que el verdadero problema no está ahí.

Los problemas que hay que resolver o al menos plantear no tienen fundamentalmente que ver con el cianógeno, los polifosfatos, las arcillas o la lava ardiente. Estas son sólo argucias químicas, que ocultan el problema. Y para plantear adecuadamente este problema, hace falta otro enfoque.

Esto es lo que los superexpertos nunca nos explican y es lo que seguidamente trataremos de analizar.

A los fines del argumento vamos a aceptar que las fuentes de energía pudieran haber sido los polifosfatos, el cianógeno, o lo que usted quiera.

Esto no es lo fundamental.

Porque lo fundamental con la energía — en este contexto — no es tanto su existencia, sino su aplicación. Vale decir, no si hay o no energía, sino cómo se aplica la energía en un sistema.

Todas las especulaciones de los teóricos de la biogénesis, están dirigidas a establecer la posibilidad de la existencia de fuentes de energía. Pero la sola existencia de la energía no basta; lo fundamental es la forma en que actúa esa energía.

Para que la energía sirva de algo, tiene que seguir especificaciones de cómo aplicarse. Si no, es positivamente destructiva; es decir, tiende a aumentar el desorden del sistema. Y cuanto más complejo es el producto final, más detalladas habrán de ser las especificaciones que la energía deba cumplir.

Si arrojamos un ladrillo contra un televisor, estamos ciertamente realizando un aporte de energía. Si soltamos un elefante (o uno de mis hijos) en un bazar, también. Una carga de dinamita en un edificio, lo mismo. Se me argumentará que tanto el televisor, como el bazar o el edificio, poseen ya un orden y aquí se trata de la génesis del orden, no de la preservación del mismo. Las dos cosas están íntimamente relacionadas, pero para hacer el ejemplo más pertinente, supongamos ahora que tenemos las piezas constitutivas del televisor, la vajilla del bazar o los ladrillos del edificio, amontonados en desorden.

Repetimos el experimento. Obviamente seguirá sin haber televisor, bazar o edificio. Ninguna persona sensata esperaría otra cosa. Salvo quizá algún científico evolucionista.

No tiene caso que lo hagamos una vez más, o un millón de veces más. Lo único que conseguiremos será aumentar progresivamente el desorden de las piezas. Esto no significa, que la energía ciega de la explosión ( por ejemplo) no pueda lograr que dos o tres ladrillos caigan por azar uno sobre el otro; es decir, que se genere un pequeño grado de orden. Pero no sólo no se dispondrán los ladrillos formando un edificio ( ni siquiera una pared), sino que ante nuevas explosiones, los dos o tres ladrillos ordenados, se desordenarán a su vez y a la larga de continuar el influjo de energía ni ladrillos quedarán.

La energía ciega — esto es, sin especificaciones — , no sólo no genera orden, sino que — de tener la magnitud suficiente — destruye el orden preexistente, o el pequeño grado de orden que ella misma por azar pudiera generar.

Y esto es así, porque la energía sin especificaciones lo único que hace, es aumentar la tendencia natural de la materia hacia la desorganización.

Se podrá objetar que el ejemplo del edificio y la dinamita es exagerado, ya que a nadie se le ocurriría construir un edificio a base de explosiones. Que para eso hacen falta obreros.

Estoy de acuerdo. Pero para construir una proteína, también hacen falta obreros.

Proponer la síntesis de una proteína, a partir sólo de los materiales y de energía sin especificaciones, es caer redondamente en el ejemplo de arriba.

Una vez más, esto no significa que un influjo ciego de energía no pueda lograr que — por azar — se unan unos pocos a.a. y formen un péptido sencillo (y efímero). Pero una proteína, nones.

¿Qué requisitos debe cumplir entonces la energía para poder sintetizar una proteína?.

Antes que nada debemos recordar que para que la energía simplemente actúe en un sistema (constructiva o destructivamente, no importa aquí), debe, por lógica, tener acceso a dicho sistema, es decir conectarse de alguna manera con él.

Digo esto, pues las especulaciones sobre las fuentes de energía (cianógeno, polifosfatos, etc.), se limitan a postular la posibilidad de la existencia de estas sustancias, en el seno del mar primitivo. Pero insisto. Para que la energía actúe en un sistema, debe estar en contacto con él.

Ahora, ¿se imagina lector el menudo problema que habrían tenido los polifosfatos, por ejemplo (en el improbable caso de que se hubieran formado), para encontrarse con los a.a. (también en el caso de que se hubieran formado), en la inmensidad del océano (!) y transmitirles así la energía?

¿Cómo se habría realizado este encuentro?

Afortunadamente, el Azar estaba agazapado en el fondo del mar, listo para entrar en acción y conectar la fuente de energía con los a.a. Y ya sabemos que si actúa el Azar, el éxito está asegurado.

De todas maneras, vamos a suponer que tenemos (no me pregunten cómo) los a.a. en contacto con la fuente de energía. ¿Qué pasa ahora?

Algo sumamente interesante y que se refiere a lo siguiente.

Como la formación de una proteína es una reacción que comprende muchas etapas (hay que unir cientos o miles de a.a.), es imprescindible contar no sólo con una fuente apropiada de energía en contacto con el sistema, sino también, que este influjo de energía debe ser dirigido en un sentido específico. De otra manera es imposible.

Por ejemplo: si usted quiere construir una pared, debe naturalmente apilar los ladrillos uno sobre el otro. Eso le ocasionará ciertamente un gasto de energía. Pero si usted no coloca los ladrillos uno sobre el otro, sino que los desperdiga al azar, colocando uno por aquí, tres por allá, dos más allá, etc., aun con el mismo gasto energético, usted no tiene la pared.

En otras palabras: a menos que se aplique una dirección a la energía, no se puede construir la pared. Incluso disponiendo de gran cantidad de energía.

Lo mismo con la síntesis de una proteína.

Para formar una proteína o un péptido complejo, es menester unir cientos o miles de a.a. en una molécula. Para ello es preciso que el influjo de energía acople en contra de las probabilidades estadísticas y del equilibrio fisicoquímico — los a.a. en una estructura y no, que los desperdigue al azar.

Si tenemos una solución de a.a. y hacemos un aporte ciego de energía, podemos — por azar — obtener (supongamos) un dipéptido. Si hacemos otra descarga de energía, es mucho más fácil obtener otro dipéptido — o que el dipéptido anterior se hidrolice — , que obtener un tripéptido. Y si hacemos un nuevo aporte de energía, es muchísimo más probable que obtengamos (con suerte) un nuevo dipéptido — o la disolución de los anteriores — que la formación de un tetrapéptido.

Esto es así, no sólo por razones probabilísticas, sino también por razones de equilibrio fisicoquímico. Un tripéptido es más inestable y tiende a su disolución más fácilmente que un dipéptido. Y un tetrapéptido, más que un tripéptido. Y así sucesivamente.

Que un influjo no direccional de energía pueda al azar sintetizar un péptido sencillo, es perfectamente posible. Pero este influjo de energía o un millón de ellos no puede ir ensamblando los cientos o miles de a.a. que componen una molécula de proteína. Para eso hace falta que la energía se aplique en una dirección y no en cualquiera.

De manera que si la energía no tiene dirección, no hay síntesis de proteínas.

Como implicaciones inevitables de esta dirección, hay dos requisitos adicionales que la energía debe tener, para servir como agente efectivo de síntesis.

Como cada enlace peptídico (unión de dos a.a.) requiere una determinada cantidad de energía para formarse, hace falta por consiguiente una importante cantidad de energía para sintetizar la proteína total. Pero esta energía no puede ser aplicada de una sola vez; destruiría el sistema.

De la misma manera que la construcción de una pared se resume en una serie de pequeños esfuerzos por cada ladrillo, así también, la energía total que requiere la síntesis de una proteína, debe ser fraccionada en cantidades separadas para cada enlace peptídico. Vale decir, que la energía debe ser graduada y aplicada sucesivamente en cada enlace.

Es muy importante además recordar que todas las etapas que comprende la síntesis de una proteína, están en contra del equilibrio fisicoquímico. Por lo que, desde el punto de vista termodinámi­co, la reacción es «hacia arriba», hacia el desequilibrio químico, hacia el aumento de la improbabilidad.

Cada enlace peptídico requiere para su formación, un determinado aporte de energía. Vale decir que no es espontáneo. Hay que forzarlo. Lo espontáneo es que se rompa (o que no se forme, en primer lugar).

En una proteína de 400 a.a., por ejemplo, habrá entonces 399 eslabones que requieren energía para su formación y que por consiguiente son inestables y tienden a romperse.

Para obtener la proteína, son necesarios 399 enlaces. Ninguno de los cuales se forma espontáneamente. Pero para destruirla, basta con que uno de ellos se rompa. Y eso es lo que tienden a hacer.

Por ello, para obtener una proteína hace falta, además de lo que hemos visto, estabilizar estos enlaces, hábiles desde el punto de vista energético. Es decir, hace falta un mecanismo capaz de «trabar» la energía de los enlaces peptídicos e impedir así, la disolución del compuesto.

Sin todos estos atributos que hemos visto y que podemos resumir en el término dirección, la energía no sólo no es constructiva, sino que es positivamente destructiva. Volvamos a los ejemplos de la dinamita en el edificio, el elefante en el bazar, el ladrillo en el televisor y absolutamente cualquier otro ejemplo que usted quiera imaginar, en que la energía no cumpla con estos requisitos.

¡Aquí está la esencia del problema! ¡Qué polifosfatos ni qué ocho cuartos!

Lo que hay que explicar — o al menos plantear, por más que quede sin respuesta — es cómo podría la energía haber cumplido con estos requisitos, durante la biogénesis. Es decir, cómo habría hecho para conectarse con los a.a., actuar en un sentido determinado, graduarse, estabilizarse, etc. En una palabra, cómo habría adquirido dirección.

Sólo conocemos dos formas en que esto puede ocurrir. por la acción de un químico en el laboratorio, o por la acción de las enzimas en una célula.

Pero en forma espontánea a partir de la materia inanimada, esto no puede ocurrir.

Y no puede ocurrir, porque para que la energía vaya en una dirección específica, hace falta naturalmente una meta, un objetivo, un fin preestablecido. Hace falta lo que los griegos designaron con la hermosa palabra «telos». Que indica justamente un fin concebido con anterioridad a la acción.

Este «telos» está presente en la mente del químico que realiza la síntesis y en la información que aportan las enzimas de una célula. ¡Pero no está presente en la materia inanimada!

En otras palabras: para sintetizar una proteína hace falta una energía teleonómica. Y la energía fisicoquímica no es teleonómica.

Sabemos con toda certeza que no lo es. Para que lo fuera, tendríamos que postular que tiene inteligencia (¡!). Única forma de concebir un «telos». Y postular eso está en contra de los supuestos más básicos de la física y de la química.

La energía fisicoquímica, repito, no es teleonómica por eso no puede — en forma espontánea — construir, es decir crear orden. Aquí no hay polifosfatos o arcillas que valgan.

Vuelvo a la pregunta clave: ¿cómo se las arregló entonces la energía para adquirir dirección, durante la biogénesis, y poder sintetizar proteínas?

La respuesta, naturalmente, es que esto jamás ocurrió.

Me refiero a que no ocurrió en forma espontánea. No al menos, si las leyes fisicoquímicas eran las mismas entonces que en la actualidad.

 

El argumento del tiempo

Es conveniente abordar a esta altura, un argumento que es frecuentemente utilizado como una suerte de varilla mágica, para intentar resolver estas dificultades.

Todos los investigadores en este tema reconocen que los fenómenos que estamos analizando son altamente improbables, pero — dicen — si hay una gran cantidad de tiempo a disposición, en algún momento estos fenómenos tendrán lugar.

El tiempo haría que lo imposible se haga posible. Es más, que lo posible se torne probable y aun inevitable. El tiempo nos informan realiza milagros.

E inmediatamente nos recuerdan el famoso ejemplo de Huxley, quien decía que si se pusiera a un mono a golpear indiscriminadamente sobre las teclas de una máquina de escribir, durante millones y millones de años, al final estaría predestinado a componer (por ejemplo) un poema de Shakespeare.

Personalmente no me cabe ninguna duda de que un mono (o cualquier otro animal) golpeando al azar las teclas de una máquina de escribir, pueda — y sin necesidad de millones de años — pergeñar algún poema considerablemente superior a los de muchos «poetas» de vanguardia. Pero el que sea de Shakespeare — o de José Hernández, para el caso — hace que la cuestión se torne por demás dudosa.

De todas maneras, este ejemplo del mono aplicado a la biogénesis es un perfecto sofisma, basado en dos errores.

El primero — de orden circunstancial — es que en el caso de la biogénesis no disponemos de tantos millones de años. Apenas 3 ó 4 mil millones de ellos[23], que si bien son muchos, no son suficientes para posibilitar cualquier cosa. Por ejemplo un acontecimiento químico que necesitara más de 1080 probabilidades, para tener lugar[24].

El segundo error — esta vez de orden conceptual — es que, en el ejemplo de Huxley las palabras escritas, al azar, por el mono, escritas quedan y al irse acumulando es concebible que, por una fantástica casualidad, produjeran eventualmente el resultado final que decía Huxley.

No así en cambio, los productos intermedios de la síntesis de proteínas, que son inestables y se degradan con el tiempo, no pudiendo por consiguiente acumularse.

Las reacciones químicas que tienen lugar durante la síntesis de una proteína ( y en toda la biogénesis por cierto) son, como vimos, reacciones reversibles, que no dependen del tiempo, sino del equilibrio del sistema, es decir, del sentido termodinámico de la reacción. De manera que al aumentar el tiempo, si bien se aumentan teóricamente las probabilidades de la síntesis, también se aumentan las probabilidades de la reversión de la síntesis, es decir, de la descomposi­ción.

Esto teóricamente. Pero como en el caso concreto de la formación de las proteínas, el equilibrio de la reacción está del lado de la hidrólisis y no de la síntesis, el tiempo — al aumentar las probabilida­des de que se logre el estado de mayor equilibrio (que es el estado de mayor probabilidad) — sólo contribuirá a la hidrólisis y descomposición de las proteínas y no a su formación.

En otros términos: el tiempo, no sólo no favorece la aparición del orden (y cuanto más compleja es una molécula, más orden tiene), sino que aumenta la probabilidad de que aparezca desorden adicional, ya que cuando más tiempo estén las moléculas expuestas a las fuerzas desordenadas de la agitación térmica de los átomos (energía no teleonómica), tanto más desordenadas devendrán.

El tiempo sólo aumenta las probabilidades de lo termodinámicamente probable; no de lo improbable. Y por ello es que a la larga sólo puede favorecer lo que naturalmente acontece.

Para dar un ejemplo: cuanto más tiempo transcurra, mayor erosión provocará un curso de agua en su lecho y en sus orillas. Pero por más que transcurriesen millones de años, no veríamos — por ese hecho — que el río invirtiese su curso, por ejemplo, y comenzara a fluir agua arriba. Esto está en contra de la barrera termodinámica, que hace que la materia busque siempre el estado de mayor equilibrio.

En síntesis: el tiempo sólo aumenta las probabilidades de que se alcance un estado de mayor equilibrio (el estado más probable). Y este equilibrio no está ciertamente del lado de la síntesis de una molécula de proteína — que posee un altísimo desequilibrio — , sino de su disolución.

El que no entiende esto, francamente, es que no lo quiere entender.

De manera que el tiempo, no sólo no resuelve el problema sino que lo complica aún más.

Al estar los procesos de la biogénesis en contra del equilibrio termodinámico, cuanto más tiempo se le dé a estos fenómenos, tanto más difícil será vencer este desequilibrio y tanto más improbables los mismos serán.

Por ello es que entre todas las tonterías que se dicen en tema de la biogénesis, ésta es una de las más esplendentes. ¡Cómo si el tiempo pudiese lograr que lloviese para arriba!

El tiempo, repito, sólo hace que la biogénesis sea aún más improbable de lo que ya es.

Los teóricos de la biogénesis parecieran no darse cuenta de que lo que tendrían que hacer para mejorar las probabilidades, es postular que la biogénesis ocurrió en segundos.

Los fenómenos improbables e inestables (como son todos y cada uno de los procesos de la biogénesis) son, por su misma naturaleza, efímeros. Aumentar el tiempo de los mismos es condenarlos a la desaparición.

El tiempo barre inexorablemente lo inusual, lo improbable, lo inestable, y establece la tiranía de la ley, del equilibrio, de lo probable; de la estabilidad, de la muerte, de lo inanimado.

Por ello es que la vida es efímera y la roca, perenne.

En suma; apelar a vastos períodos de tiempo para resolver las dificultades de la biogénesis es apenas un sofisma, que ni siquiera tiene la disculpa de ser sutil.

 

La asimetría molecular

Sin ánimo de resultar excesivamente alarmista, quiero advertirle, lector, que si lo que llevamos visto hasta aquí le parece que plantea dificultades formidables para la hipótesis de biogénesis espontánea, créame que esto no es nada en comparación con lo que viene ahora.

Casi podríamos decir que las dificultades recién comienzan, ya que si lo analizado hasta ahora se refería a problemas de orden fundamentalmente químico y termodinámico, lo que analizaremos a continuación plantea problemas que son de otra naturaleza. Tanto que — a los fines del argumento — podríamos aceptar que gracias a algún milagro biogenético (del tipo de la lava ardiente, por ejemplo), se hubiese solucionado el problema del exceso de agua y de la dirección de la energía y se hubiera formado un péptido sencillo. Le aseguro que no estamos ni un ápice más cerca de resolver las dificultades especulativas que plantea el origen espontáneo de las proteínas.

Y esto es así, porque dicho origen plantea otro enorme problema teórico, que ya Pasteur había señalado como el enigma más profundo de la constitución química de los seres vivos y que es el de la asimetría óptica, o sea la capacidad que tienen ciertas sustancias — como las proteínas — de desviar la luz polarizada (que vibra en un solo plano) en sentido diferente, a la derecha o a la izquierda (cuando todas las moléculas en una solución son del mismo tipo óptico), o no desviarla, si se mezclan cantidades iguales de moléculas de tipo óptico opuesto. Las moléculas que desvían la luz polarizada a la izquierda, se llaman levógiras (L); las que lo hacen a la derecha, dextrógiras (D) y las que no desvían, racémicas (LD).

Esta propiedad depende de que la misma molécula puede tener dos configuraciones espaciales distintas (isómeros) que son imágenes en espejo una de la otra (como las manos derecha e izquierda; simétricas, pero no superponibles) y que aun cuando son exactamente iguales desde el punto de vista de la fórmula química, son sin embargo, completamente distintos en cuanto a su actividad óptica y a sus propiedades biológicas.

Todas las proteínas que forman parte de los seres vivos son ópticamente activas y prácticamente todas son levógiras.

No existe ningún ser viviente constituido por proteínas racémicas.

Ahora bien. Por su misma naturaleza, las reacciones químicas no pueden jamás producir — en forma espontánea — un compuesto formado exclusivamente por un isómero óptico, ya sea L o D.

Esto es estadísticamente imposible.

Lógicamente. Una reacción química enfrenta, al azar, enormes cantidades de átomos y moléculas que no tienen poder de decisión individual y que sólo obedecen al sentido termodinámico de la reacción y a la ley probabilística de los grandes números.

Podemos predecir con todo rigor el resultado final de la reacción, porque sabemos que millones de moléculas de una sustancia, se unirán con millones de moléculas de otra. Pero qué molécula se une con qué otra, eso está librado totalmente al azar. Y al estar librado al azar, conducirá indefectiblemente al logro de una igualdad porcentual en la distribución de las mismas.

En las reacciones químicas de la materia inanimada, esto funciona perfectamente, porque todas las moléculas de cada una de las sustancias intervinientes en una reacción son exactamente iguales entre sí. De manera que es indistinto cuál se une con cuál.

Pero recordemos que cada molécula de a. a. tiene dos formas ópticas: L y D; y que ambas son idénticas desde el punto de vista químico. Vale decir, que un a. a. L, por ejemplo, no tiene forma de reconocer si el a. a. con el que se va a unir es L o D.

Por consiguiente, al producirse la condensación de muchos a, a. (y de no mediar una selección especifica, extraña a la reacción química en sí), el compuesto formado incluirá fatalmente moléculas de ambos tipos ópticos. Es decir, será racémico y por ende, no apto para la vida.

Esto es así, teórica y experimentalmente. No hay discusión al respecto.

Lo mismo se aplica, por. cierto, a la formación de los a.a. en sí.

Cuando en el laboratorio se sintetiza un a. a., eso no significa, claro, que se sintetice una molécula del mismo. Aun en las cantidades más insignificantes de productos de laboratorio, hay implicadas millones de moléculas. De manera que cuando decimos que se forma «un» a. a., en realidad estamos diciendo que se forman millones de moléculas de un a. a. determinado. Si todas estas moléculas son de forma óptica L, el a. a. formado será L. si todas son D, el a. a. será D; y si las moléculas L y D están mezcladas, el a. a. será racémico.

Algún lector me dirá : ¿y cómo son los a. a. que se forman en el experimento de Miller?

Bueno, este es precisamente el punto que había quedado pendiente al tratar dicho experimento, pues me pareció más apropiado desarrollarlo aquí, en vista de la estrecha relación que guarda con este problema.

Los a.a. obtenidos en el experimento de Miller y semejantes, son todos, sin excepción, racémicos. Vale decir, absolutamente inútiles desde el punto de vista biológico.

Esto constituye una demostración adicional de que, en realidad, estos experimentos de biogénesis, no sólo son irrelevantes, sino además engañosos. Los a.a. así obtenidos, no sirven para la vida.

No es que sirvan poco. Es que no sirven en absoluto.

Y este hecho del carácter racémico, es decir, no biológico, de los a.a. del experimento de Miller, nos indica una vez más, que las hipótesis de biogénesis espontánea no disponen, en realidad, de un modelo experimental para explicar ni siquiera la aparición de la materia prima de las proteínas.

Por ello llama ciertamente la atención que en las publicaciones sobre el tema, casi nunca se haga referencia a este hecho, tan importante, del carácter racémico de los a.a. del experimento de Miller.

Consulte lector cualquier obra sobre biogénesis y lo comprobará.

Carl Sagan, por ejemplo, en su obra Cosmos, trata específicamente este tema del experimento de Miller y dice, que si bien los a. a. producidos no son la vida (¡más vale!), sí serían los bloques constructivos esenciales de ella[25].

Pero esto no es cierto. Absolutamente no lo es. Estos a.a. ni siquiera constituyen los bloques esenciales de la vida. Son racémicos. Inactivos. Inútiles desde el punto de vista biológico.

Un científico del nivel de Sagan no puede desconocer este hecho. Si no lo dice, será para no confundir al lector…

Y bien, ¿cómo explican los teóricos de la biogénesis espontánea, la aparición de la asimetría óptica?

En realidad no hay forma, pero, como para decir algo, estos autores recurren en sus especulaciones a los cristales de cuarzo o a la luz polarizada circular, pues mediante el uso de estos elementos es posible, en el laboratorio, obtener un cierto grado de resolución óptica.

Resolución óptica que es, por cierto, absolutamente insignificante y que no puede explicar jamás — excepto en las especulaciones de estos autores — la aparición de compuestos químicos con el 100% de sus moléculas de un solo tipo óptico.

Sólo existen dos maneras en que puede aparecer asimetría óptica de significación.

Una es por acción de las enzimas (dentro o fuera de una célula). La otra, cuando un químico dirige la reacción, utilizando una sustancia ya ópticamente activa ( la estricnina, por ejemplo).

En ambos casos, lo que sucede es que se introduce una información específica en la reacción química, a fin de lograr la resolución óptica. Información que no depende de las leyes fisicoquímicas, por la sencilla razón de que las moléculas a discriminar ópticamente, son químicamente idénticas. Y las reacciones químicas de la materia inanimada, no son discriminativas.

Por eso es que no hay forma de obtener compuestos ópticamente activos, por la sola acción de las leyes físico-químicas. Para ello es imprescindible una información que es de otra naturaleza y que debe existir previa a la aparición de la asimetría óptica.

Sin esta información es absolutamente imposible obtener otra cosa que compuestos racémicos. Sólo para dar una idea de la dificultad que esta asimetría óptica plantea, digamos que las probabilidades de que una proteína relativamente sencilla (400 a.a.) tuviera por azar — o sea por la sola acción de las leyes fisicoquímicas — todos sus a.a. en forma L, sería de 1 en 10123 ([26]).

 

El problema de la secuencia

Si desde el punto de vista especulativo, lo anterior era una verdadera catástrofe, lo que sigue es directamente el acabóse.

Porque el mecanismo de la biogénesis espontánea debe enfrentarse con otro problema gigantesco, cual es el de la secuencia de los a.a. en la molécula de proteína.

Como se sabe, las propiedades de una proteína dependen no sólo de la cantidad y de los diferentes tipos de a.a. presentes en la molécula, sino también de la secuencia, es decir del orden en que estos a.a. están dispuestos.

Este orden es altamente específico, ya que un solo a.a. fuera de lugar, puede alterar las propiedades de la proteína.

Pero desde el punto de vista de las leyes fisicoquímicas — que dependen del azar — todas las secuencias químicamente posibles (o sea todas) tienen exactamente la misma probabilidad de formarse. De lo cual se desprende, que a menos que exista también una información específi­ca, que determine qué secuencia debe formarse, todas las secuencias posibles, son igualmente probables.

La génesis de esta secuencia específica plantea problemas teóricos formidables, pues recordemos que para una proteína sumamente sencilla, de alrededor de 300 a.a. y de peso molecular de 34.000, existen aproximadamente a 10300 (!) diferentes moléculas que pueden formarse, por alteración de la secuencia de sus a.a. constitutivos. Y si el azar de las reacciones químicas de la materia inanimada es el responsable del origen de las proteínas, entonces debiéramos contar con que se formaron — por simple probabilidad estadística — una buena parte de estas 10300 moléculas.

Si se formara sólo una molécula de cada una de las 10300 posibles, obtendríamos una masa de proteínas que pesaría alrededor de 10280gramos. Cifra ésta que comienza. a adquirir alguna significación, cuando recordamos que el peso de la Tierra es de sólo 1027 gr.

Vale decir que toda la Tierra — ¡qué digo toda la Tierra!; ¡todo el universo conocido! — no alcanzaría a contener una parte de las moléculas de proteína que podrían formarse, por alteración de la secuencia de los a.a. de una sola de ellas, sin variar su constitución química.

Ahora bien: no todas las proteínas son aptas para la vida. Sólo algunas, con determinadas secuencias lo son.

¡Pero los pobres a.a. desconocen esto! Sus uniones son al azar y todas igualmente probables.

De manera que si durante la síntesis de una proteína, no se efectúa una rigurosa selección y un perfecto ordenamiento de los a.a., es totalmente imposible obtener nada que sirva.

Esto es lo que realiza, en forma permanente, el maravilloso mecanismo de síntesis protéica de las células. Y esto es también lo que los científicos — copiando esforzadamente a las células — están hoy comenzando a realizar en el laboratorio, con las proteínas más sencillas.

Pero en forma espontánea a partir de la materia inanimada, esto no puede ocurrir.

No puede en absoluto.

Incluso aceptando — a los fines del argumento — que gracias a una inconcebible cantidad de tentativas, se formara — al azar — una proteína con la secuencia apropiada para la vida, como en estas tentativas se habrían formado también una buena parte de las otras secuencias posibles, la proteína apta para la vida se vería entonces inmersa en una masa astronómica de proteínas con secuencias no apropiadas, quedando así bloqueada e inutilizada para la biogénesis­.

El azar no puede originar una secuencia determinada, ­por la muy sencilla razón de que puede originar todas.

Es por todas estas razones que hemos visto — exceso de agua, ausencia de energía teleonómica, asimetría óptica y secuencia específica — , es por estas razones, digo, que el origen espontáneo de una proteína — aun relativamente sencilla — está mas allá de toda probabilidad.

De todas maneras, con una proteína, no haríamos absolutamente nada.

Necesitamos por lo menos unas 500, que es la cantidad se estima tendría la célula teóricamente más sencilla (aun­que podrían ser mil o dos mil, nadie sabe en realidad). 500 proteínas no sólo aptas para la vida, sino también específicas para cada una de las funciones y estructuras de una célula.

Claro que incluso disponiendo de estas proteínas, ni comenzamos a explicar la célula. Pero de todas maneras, hacen falta.

500 proteínas que además tendrían que coincidir exactamente en un lugar determinado (en la inmensidad del océano) y en un momento preciso (en los millones de años que habría durado la biogénesis). Si no, tampoco nos sirven.

No debemos olvidar, por último, que las proteínas se descomponen en forma bastante rápida. De manera que si en pocos días o semanas, no se ha concretado la cita, ¡hay que comenzar todo otra vez desde el principio!

Más vale sentarse a esperar que esto ocurra.

Pero no se aflija, lector. Para su tranquilidad le informo que los expertos en el tema no creen que el origen espontáneo de las proteínas implique mayores problemas.

Lo cual no deja de ser un verdadero alivio. Al fin y al cabo, ¡estamos hechos de proteínas!

¿Qué tal si descubriéramos que no tenemos derecho a existir?

Por ello, si a lo largo de estas páginas usted ha. quedado con la impresión de que el origen espontáneo de las proteínas es imposible, o al menos, que existen graves problemas a resolver, entonces vuelva por favor a leer este capítulo, muy críticamente pues le advierto que la opinión de los teóricos de la biogénesis es casi unánime en sentido contrario.

No me refiero a que acepten el origen espontáneo de las proteínas. Es que al parecer, ni siquiera ven mayores difi­cultades en ello.

J. Monod, por ejemplo, en su obra El azar y la necesidad, se limita a decir, en relación a este tema, que el origen espontáneo de las proteínas por polimeriza­ción de los a.a. en la sopa prebiótica no plantea grandes dificultades([27]).

Theodosius Dobzhansky, famoso genetista de EE. UU, en un libro de 400 páginas sobre la evolución, dedica seis renglones al problema del origen de las proteínas, diciendo que su formación espontánea es poco probable, pero como hubo mucho tiempo a disposición, ese acontecimiento tuvo lugar([28]).

Teilhard de Chardin, en su libro El grupo zoológico humano, dice que es imposible no suponer que se hayan formado, espontáneamente, sustancias de tipo proteico([29]).

Carl Sagan, en Cosmos, despacha el problema del origen de las proteínas en un cuarto de página, también sin encontrar aparentemente ninguna dificultad de orden especulativo([30]).

Y así la mayoría.

Como estos autores son muchísimo más inteligentes y saben infinitamente más que quien esto escribe, no hace falta lector que le diga la sensación de ridículo que siento, cuando me veo obligado a señalar que estos científicos — en este tema — están haciendo cualquier cosa, menos ciencia. Pero es así.

Porque la ciencia comienza justamente cuando hay problemas.

Más allá de que estemos o no de acuerdo con las soluciones propuestas para resolver estas dificultades, si un científico sostiene que el origen espontáneo de las proteínas no plantea mayores problemas, eso quiere decir entonces, que el problema está a nivel de las proteínas del científico.

En las del cerebro naturalmente.

No quiero cerrar este capítulo, sin antes hacer una última reflexión sobre el tema.

Ella se refiere al papel que los expertos en biogénesis atribuyen al azar.

Ya hemos analizado anteriormente el verdadero significado de este concepto y creo que no hace falta insistir sobre lo que el azar realmente es. Pero sí sobre lo que parece ser, en las especulaciones de biogénesis.

Como se ha visto, todo el mecanismo de la biogénesis espontánea se basa en el azar. Todo. Desde sintetizar los a.a., conectarlos con la fuente de energía, procurar la fuente de energía, darle dirección, seleccionar los a.a. de forma L, originar secuencias específicas, etc.

Ahora, si el azar es capaz de realizar todo este cúmulo de maravillas, entonces no se trata obviamente del mismo azar que habíamos visto antes. Es decir, del azar en sentido científico. Aquí estamos en presencia de otra cosa. Por eso dije, que si este azar pudo hacer semejantes co­sas, entonces había que escribirlo con mayúscula. ­Sin duda.

El azar, azar, y más con la ayuda del tiempo, sólo puede lograr uniformidad, equilibrio, igualdad porcentual, racemización, desorden. Vale decir, todo lo contrario de lo que necesitamos para sintetizar una proteína.

El azar, en su cabal significado, ¡es el peor enemigo de la biogénesis!

Pero el azar, Azar (así, con mayúscula), pareciera ser todo lo contrario. Esto es, capaz de lograr desequilibrio, dirección, selección, orden.

Es decir que el Azar, ¡iría en contra de las leyes del azar!

De otra manera es imposible lograr todas estas cosas.

En realidad, lo que creo les sucede a muchos científicos, respecto del azar, es que — inconscientemente — están creando una realidad, donde sólo hay un concepto.

Y encima, una realidad con mayúscula.

Porque insisto, si este Azar fuera capaz de realizar seme­jan­tes maravillas, desde luego que habría que escribirlo con mayúscula.

De todas maneras, en mi carácter de Director del Centro de Investigaciones Biogenéticas de la Universidad de Cachicoya — aquí nomás, a 60 km. al sur de Córdoba, por la ruta 9 — quisiera proponer al lector, que aceptásemos, con algunas modificaciones, esta idea del Azar.

Como este Azar no tiene nada que ver con el azar, habría que cambiarle el nombre, a fin de evitar confusiones. Es más, dado que el Azar de las especulacio­nes sobre biogénesis, es en realidad, la antítesis del azar científico, podríamos llamarlo Antiazar. Término éste creado — a tal efecto — por el ilustre biólogo francés Lucien Cuenot.

Pero el nombre es lo de menos. Lo que importa es la idea.

Esta idea de una «cosa» — como una entidad aparte de las leyes fisicoquímicas — , capaz de realizar todas las proezas de la biogénesis constituye, a mi juicio, una de las más importantes contribuciones intelectuales efectuadas por los teóricos de la misma.

Deberíamos por cierto, conservar la mayúscula y llamarla «Cosa».

Ahora, si esa «Cosa» ha sido capaz de realizar la biogénesis, debe entonces participar de todos los atributos de ella. Esto es, debe ser capaz de elegir, seleccionar, dirigir, fijar objetivos, ordenar, etc.

En una palabra, debe ser un «telos».

O peor, un «Telos»…

Y a esta altura, estimado lector, debo hacer un repliegue estratégico.

Los aullidos de los expertos en biogénesis me impiden continuar.

 

Continuar  –>

 

 

Notas

[1] Algunos autores prefieren el término «abiogénesis» para referirse al origen de la vida a partir de la materia inanimada.

[2] George Wald, «The Origin of Life», Sci. Amer., 191, 45 (1954), p. 46.

[3] Georges Salet, Azar y certeza, ed. Alhambra, 1975, p. 38.

[4] Los conocimientos científicos actuales no sugieren la existencia de una «fuerza vital» en los seres vivos. Pero esto no constituye una refutación en sentido estricto.

[5] Hablo naturalmente de la finalidad universal o extrínseca. No de la finalidad intrínseca a los seres vivos, que sí forma parte de la ciencia. Quizá no de su método, pero sí de sus conclusiones. El ojo está hecho para ver.

[6] Jacques Monod, El Azar y la necesidad, Tusquets Editores, 1984, ps. 125 y 157.

[7] G. G. Simpson, El sentido de la evolución, Eudeba, 1977, p. 13.

[8] Vaciedades en este contexto. La evolución — de existir — no sería un mecanismo. Y lo que hay que explicar es justamente dicho mecanismo. O sea, cómo fue que se unieron las moléculas para formar una célula. Decir que «la evolución» lo hizo, es no decir nada, o peor aún, es proponer una pseudoexplicación que oculta el problema. Pues si decimos que la evolución explica la organización de las moléculas hasta producir la célula — esto es, la evolución química o molecular — en realidad estamos diciendo que la evolución explica la evolución. Una tautología.

Hablar, por otra parte, de selección natural durante la organización de las moléculas para producir células — esto es, antes de la aparición de ellas — es totalmente ilegítimo, ya que la selección natural es un proceso que sólo tiene lugar si hay reproducción; es decir, si ya hay células. ¡Las moléculas no pueden experimentar selección natural! Esto es un absurdo!

[9] Richard Dickerson, Evolution (A Scientific American Book), 1978, p.37.

[10] A. Oparin, Origen de la vida sobre la Tierra, Ed. Tecnos, 1979, ps. 131 y 146.

[11] P.H. Abelson, Proc. Nat. Acad. Sci., 55, 1966, p. 1365.

[12] R. T. Brinkman, J. Geophys. Res., 74, 1969, p. 5355.

[13] C. F. Davidson, Proc. Nat. Acad. Sci., 53, 1955, p. 1194.

[14] Para formarse, una molécula de glicina necesita 1.000.000 de cuantos de energía; para destruirse, 1 solo (!). De manera que el ritmo de destrucción de la glicina es un millón de veces más intenso que el de su producción. No hay que extrañarse entonces de que en el experimento de Miller, los a.a. deban ser retirados inmediatamente del sistema, una vez formados.

[15] D. E. Hull, Nature, 186, Nº 4726, 1960, p.693.

[16] Si usted lector no sabe fisicoquímica, no se aflija. Yo tampoco.

[17] Richard Dickerson, Evolution (A Scientific American Book), 1978, p. 40.

[18] Ibíd.

[19] Ibíd.

[20] Ibíd.

[21] Sidney Fox y K. Harada, J. Amer. Chem. Soc., 82, 1960, p. 3745.

[22] C. Matthews y R. Moser, Nature, 215, 1967, p. 1230.

[23] Aclaro que lo de los miles de millones de años, es sólo una conjetura basada en la hipótesis evolucionista. No es el resultado de una medición, sino de una cosmovisión. No es una datación. Es una suposición. Y mejor aún, una necesidad especulativa.

Hace algunos años, cuando recién comenzaban a vislumbrarse las formidables dificultades que plantea la biogénesis, los teóricos de la misma calculaban que ella habría necesitado 1 ó 2 mil millones de años para llevarse a cabo. Actualmente se postulan 3 ó 4 mil. Me imagino que en un par de años más serán 6 ó 7. ¡Ni que fuera la deuda externa argentina!

A los fines del argumento — y para seguirles un poco la corriente a los teóricos de la b. e. — aceptaremos los 3 ó 4 mil millones de años propuestos. Por una parte, porque para los motivos de este trabajo, no tiene realmente ninguna importancia cuándo se originó la vida, ni cuánto demoró para ello, sino cómo lo hizo. Por la otra, entiendo que la b. e. es tan imposible en 3 mil, como en 300 mil millones de años. De manera que no hay problema en aceptar los 3 ó 4 mil millones. Aunque, repito, ello no significa que estos millones de años sean reales.

[24] Esta cifra 1080 es producto de un cálculo matemático, que tomo — casi textualmente — del libro Azar y certeza de G. Salet.

Para efectuar este cálculo vamos a suponer que tenemos a disposición, para la biogénesis, toda la edad de la Tierra, que se estima seria de aproximadamente 5 mil millones de años, vale decir — redondeando cifras 1018 segundos. Supondremos también, que en los procesos de la biogénesis hubiesen intervenido todos los átomos que componen el globo terrestre (lo cual obviamente no es el caso). El peso de la Tierra se estima seria de 1027 gramos. En cada gramo de materia hay aproximadamente 1024 átomos. Por consiguiente, la cantidad total de átomos del planeta seria de 1051.

Por otra parte, un enlace químico no puede establecerse o romperse, en menos de 10-14 segundos, que es el tiempo que se calcula demoraría un electrón para dar una vuelta completa alrededor del núcleo, en la órbita más cercana al mismo. De manera que en un segundo, sólo podrían ocurrir 1014 enlaces químicos, por cada átomo.

En suma :

— Cantidad de átomos intervinientes: 1051

— Tiempo a disposición (en segundos): 1018

— Acontecimientos químicos posibles ( por segundo y por átomo): 1014

Multiplicando estas cifras (es decir, sumando los exponentes), obtenemos 1083 . Aproximada­mente 1080 sería entonces la cantidad máxima de reacciones químicas que podrían haber ocurrido en la Tierra, en toda su historia. Por consiguiente, un fenómeno que requiriese una cantidad de probabilidades más grande que esta cifra, para tener lugar, sería estadísticamente imposible.

De todas maneras, lo que realmente quiero significar con este cálculo, es que 3 ó 4 millones de años también plantean límites a la especulación. No permiten cualquier cosa, como algunos autores dan a entender.

[25] Carl Sagan, Cosmos, ed. Planeta, 1985, p. 38.

[26] James Coppedge, Evolution : Possible or Impossible?, Zondervan (USA), 1980, p. 74. Coppedge es director del Centro de Investigaciones de Probabilidad en Biología, de Northridge, California. Aquellos a quienes interese el enfoque estadístico de este problema (y que gusten de los números…), se darán un verdadero festín con esta magnifica obra.

Por cierto que las conclusiones de Coppedge son categóricas en este sentido. El origen espontáneo de las proteínas es absolutamente imposible.

[27] J. Monod, El azar y a necesidad, Tusquets Editores, 1984, p.154.

[28] T. Dobzhansky, La evolución, la genética y el hombre, Eudeba, 1966, p. 20.

[29] T. de Chardi, El grupo zoológico humano, Taurus, 1967, p. 32.

[30] C. Sagan, Cosmos, ed. Planeta, p. 30.

 

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